Libertad y filiación divina: La herencia de Mons. Álvaro del Portillo

Comunicación presentada por María Jesús Soto-Bruna en el Congreso con motivo del Centenario de Álvaro del Portillo, en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (12-14 de marzo de 2014).

En el marco del mensaje de la nueva evangelización, este trabajo trata de explicar las palabras de Mons. Álvaro del Portillo acerca de la misión de los laicos «ante una sociedad que parece huir alocadamente de Dios» (1999). La propuesta se establece a partir de la herencia recibida de San Josemaría; especialmente desde el n. 26 de Amigos de Dios, donde se esclarece definitivamente la identidad de la persona humana como creada, libre, y religada a Dios Padre. Se concluye que solamente el reconocimiento de esta verdad acerca de la persona podrá devolver al mundo contemporáneo –y hacer reconocer al ser humano– la mirada creadora y, por ende, la presencia misma de Dios en la historia de la humanidad y en la existencia misma de cada persona[1].

1. Introducción: transmitir una herencia de libertad y amor al mundo contemporáneo

En 1978, Mons. Álvaro del Portillo explicó, con las palabras que siguen, un aspecto esencial de la doctrina de San Josemaría: «Monseñor Escrivá de Balaguer meditó muchas veces sobre un pasaje del Evangelio en el que Jesús, dirigiéndose a sus discípulos, les comentó: “Ya no os llamaré siervos … a vosotros os llamo amigos” (Jn 15,15). Dios, que nos ama, buscando amor. Por eso cuenta con nuestra libertad: la quiere, porque sin libertad no puede haber amor. […] Se conmovía ante la maravilla de un Dios todopoderoso que ama a los hombres hasta el extremo de olvidar nuestras rebeldías y nuestras infidelidades, de perdonar nuestros pecados, de mendigar de nosotros una respuesta de amor. Y veía con claridad el valor de la libertad, la necesidad de contribuir a que los hombres apreciaran a fondo ese don divino de ser libres»[2].

Anteriormente, en su Presentación a Amigos de Dios, Mons. Álvaro del Portillo había destacado las siguientes bases teológico-espirituales transmitidas por el Fundador[3] del Opus Dei: 1) «Somos muchos los que hemos aprendido de este sacerdote cien por cien “el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios” (Vida de oración, n. 247)». 2) El ser hijos de Dios, la filiación divina, se presenta como don y tarea a la vez, y ello en el sentido de que, reconocerla y aceptarla, implica un modo existencial de situarse en el tiempo: de tal modo que no es lo mismo, para la persona humana, vivir bajo su conformidad, o no hacerlo; «Para Mons. Escrivá –escribió– es patente la gran alternativa que caracteriza a la humana existencia: “esclavitud o filiación divina; he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia” (Humildad, n. 108)».

A partir de lo anterior, la filiación divina habrá de ir unida al autoconocimiento de la persona en su verdad y, arrancando de ahí, al ejercicio de la libertad, que siendo también donal, impele al cumplimento de la tarea que, desde la creación misma, se ha otorgado al hombre, que no es sino el descubrimiento de la verdad divina que funda el universo de lo finito. Misión acuciante en nuestros días, «ante el panorama de un mundo que huye alocadamente de Dios»[4]; pues en ningún sitio –cita Mons. Álvaro del Portillo– «está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo» (Virtudes humanas, n. 89)». Desde aquí, filiación y libertad irán unidas en orden a la comprensión –teológica y metafísica– del ser de la persona, así como a la dilucidación del encargo recibido en orden a desvelar en el universo temporal –y empleando ahora una expresión de corte agustiniano– su dimensión de eternidad.

Desde las consideraciones anteriores, Álvaro del Portillo, en esta su Presentación, señala cómo esta conciencia de la unidad de la filiación y de la libertad en cuanto constitutivos de la persona creada, llenaban de esperanza confiada a San Josemaría; de amor, por lo tanto, al reconocimiento del amor creador. En él, escribe, «el amor se hizo pasión». «El camino a la santidad que propone Mons. Escrivá de Balaguer está tendido con un profundo respeto a la libertad. Se deleita el Fundador del Opus Dei con las palabras de San Agustín, con las que afirma el Obispo de Hipona que Dios juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían (San Agustín, De vera religione, 14, 27, PL, 43, 134). […] No habla –continúa– el Fundador del Opus Dei a gente de invernadero; se dirige a personas que luchan al aire libre, en las más diversas situaciones de la vida. Es ahí donde, con la libertad, se da esa decisión de servir a Dios, de amarle por encima de todo. La libertad resulta imprescindible, y, en libertad, el amor se enrecia, echa raíces: “El santo no nace: se forja en el continua juego de la gracia divina y de la correspondencia humana” (La grandeza de la vida corriente, n. 7) ».

Comenta entonces Mons. del Portillo: «Se fomentan por tanto, para nuestro trato con Dios, dos pasiones; la del amor y la de la libertad. Sus fuerzas se unen cuando la libertad se decide por el Amor de Dios»[5]. Palabras estas que llegan a dilucidarse en un contexto de comprensión del ser humano como creado a hechura e imagen divina; en el cual, la unión amorosa con el Absoluto no solamente conduce a la felicidad, sino que conlleva la expresión de la máxima libertad que lo humano puede alcanzar, esto es, la plena posesión de sí en su verdad original: con ello, el Fundador y primer Prelado del Opus Dei se sitúa dentro de una larga historia de la espiritualidad[6], destacándose a la vez por tratar por de un modo singular el tema de la libertad.

En efecto, «no es frecuente encontrar en las obras de Teología espiritual un capítulo dedicado a la libertad, que suele considerarse un asunto propio de la Teología moral. Salvo ilustres excepciones como la de san Agustín, los maestros espirituales no se detienen mucho en el tema. La libertad se da por supuesta y no se le presta una específica atención para orientar la vida espiritual». Mientras que en Josemaría Escrivá de Balaguer, «lejos de ser algo secundario o colateral, es un “concepto clave de su enseñanza”»[7]. Como hemos leído, efectivamente, desde las palabras de Álvaro del Portillo, su personalidad se caracterizó por su pasión por la libertad; convencido de que «sin libertad no podemos amar»[8]; y sin el amor no sería posible esa «nueva evangelización» que, entendida desde su basamento metafísico, no consiste si no en renovar el esfuerzo de la inteligencia y de la voluntad humanas para descubrir la verdad, el bien y la belleza que el mundo esconde en cuanto obra creada; a partir de lo cual se abre todo el horizonte del ejercicio de la actividad humana el tiempo y, a su vez, la capacidad, que es propia del amor, de “ver” el fundamento divino de esas cualidades trascendentales del ser que revierten, a su vez, en el perfeccionamiento personal, tanto a nivel natural, como, por la gracia, a nivel sobrenatural[9]. La historia, viene a concluir Álvaro del Portillo, se presenta a los ojos humanos como el «gran juego divino y humano de la libertad»; o el poner en juego, en el tiempo, «la pasión del amor y de la libertad».

Por su parte, en la edición crítica a Es Cristo que pasa, Antonio Aranda, analiza la Presentación escrita por Álvaro del Portillo en 1973 señalando que, «desde que le conoció en 1935, procuró estar siempre detrás del fundador, centrando en él su atención y ayudando a que todos lo hicieran»[10]. Indica entonces que el propio Álvaro del Portillo subraya cuatro cualidades en lo que se refiere a los contenidos esenciales del volumen: a) «Hay un eje central, que es la filiación divina; b) todo el texto posee una fuerte impronta trinitaria; c) es al mismo tiempo una obra de inspiración cristocéntrica. […] d) Sus páginas reivindican la estrecha vinculación entre santidad y vida ordinaria. Junto a esos aspectos, Mons. del Portillo destaca también el amor a la libertad –tan característico de la personalidad de San Josemaría, así como del perfil fundacional del Opus Dei– que se deja advertir a lo largo del libro»[11].

En ambas Presentaciones, Álvaro del Portillo aporta con claridad que la realidad, en el cristiano, de la filiación y de la libertad, manifestadas a través del amor, no son situaciones estáticas; sino que, como decíamos, se presentan a la vez como don y como tarea; y ello tanto para el conocimiento de la propia identidad, como para la misión que todos los fieles poseen a la hora de transmitir en el mundo contemporáneo el legado evangélico. Hablaba por ello de la necesidad «de la formación de todos los fieles, adecuada a su singular vocación y misión»; teniendo como preocupación «la unidad de vida como horizonte y meta»[12].

Tras la apreciación de las reflexiones anteriores, las páginas que siguen esbozarán, primero, algunos de los rasgos de la fidelidad a la herencia que definen el carácter de Mons. Álvaro del Portillo en este aspecto; con objeto, posteriormente, de señalar cómo, ese subrayar suyo la unidad de la libertad y el amor, se patentiza como una propuesta en ese mundo contemporáneo que alocadamente «huye de Dios», para vislumbrar renovadamente la presencia de Dios en la historia y, con ello, la posibilidad de que la persona humana se conozca en su verdad. Pues es precisamente al ser humano, dotado de razón y libertad, a quien le pertenece la esencial tarea de expresar ese «esplendor de la verdad» que «brilla en todas las obras del Creador»[13]; y entonces «hacer de la creación un hogar humano: un ámbito de encuentro con Dios»[14].

2. El contexto de una herencia

a) Herencia y misión

En la Presentación que introduce el artículo Álvaro del Portillo, Filiazione e paternità. Quattro testi siginificativi, leemos: «El primer sucesor del beato Josemaría no tenía otra preocupación sino proseguir el surco trazado por el Fundador, llevando a su cumplimiento cuanto se le había indicado. Al carisma del Fundador corresponde el carisma de la fidelidad del primer Prelado del Opus Dei. En los escritos y en la incesante predicación de Mons. Álvaro del Portillo los temas de la continuidad y de la fidelidad se entrelazan para constituir un leit-motiv»[15]. Se ha escrito asimismo, al describir los rasgos que trazan el cuadro de su predicación, de sus reflexiones y de su misma personalidad, que tenía «la conciencia clara de actuar como ejecutor de un proyecto cuyas bases habían sido gestadas y concretamente delineadas por el beato Josemaría Escrivá de Balaguer, a cuyo espíritu don Álvaro se refiere en todo momento»[16].

Don Álvaro se sabía poseedor de una herencia, a las puertas de un nuevo milenio y ante las exigencias de una «nueva evangelización», en consonancia con las preocupaciones del Romano Pontífice por la situación de la Iglesia en los países escandinavos; lo cual, a su vez, formaba parte de un «plan pastoral más amplio»[17]. Ante este panorama, fue consciente de que esa herencia no debía guardarse para sí, ni para una época histórica determinada, sino que había de hacérsela germinar para enriquecer y guiar el acontecer temporal que vivió y que continuaría tras su paso por este mundo; desde ahí se entiende una expresión suya, muy propia, y que repetía: «Con el paso de Mons. Escrivá de Balaguer al Cielo ha terminado la etapa fundacional del Opus Dei, para dar comienzo a la etapa de la continuidad, de la fidelidad más plena a toda la herencia que el Padre nos ha transmitido –por voluntad divina– entregando por nosotros su vida. […] Me ha tocado suceder a un santo y ser el comienzo de la etapa de la continuidad y de la fidelidad»[18].

“Herencia” significa entonces en este contexto “continuidad y fidelidad”, expresadas a la luz de «las necesidades y circunstancias de los tiempos»: «Por eso acudía con frecuencia a los escritos de San Josemaría. Esto no significa que se haya limitado a proponer sin más la enseñanza de San Josemaría. Si apartarse un ápice del espíritu del Fundador, Monseñor del Portillo supo exponerlo de modo nuevo, plenamente adherente a las cambiantes circunstancias del tiempo en que vivió. […] Los textos de Monseñor del Portillo comunican la misma luz con una intensidad diversa, acomodada a las necesidades y circunstancias de los tiempos. Su desarrollo conceptual es más pausado; se asemeja al curso de un río que, después de haber brotado con fuerza en las peñas altas, discurre tranquilamente por los llanos y los valles, llenando de fecundidad el terreno que tiene alrededor»: de este modo se expresa el autor de la selección de textos de Mons. del Portillo, que lleva por título: Orar. Como sal y como luz; señalando a su vez que el esquema de la obra «trata de destacar el contenido teológico y espiritual de la predicación de monseñor Álvaro del Portillo, fuertemente anclada en la doctrina del Magisterio y de los Santos Padres y, al mismo tiempo, prolongación viva del mensaje espiritual proclamado por san Josemaría Escrivá de Balaguer»[19]. «Prolongación viva»: no se trataba, en efecto de una “continuidad estática”, sino que aquella conllevaba, en su obra y en su predicación, una “dinamicidad intrínseca”[20]; comentando así las propias palabras de D. Álvaro del Portillo: «Después de que se marchó al Cielo nuestro Padre, y de haber heredado el tesoro de su espíritu, la primera consecuencia es no imitar a aquel hombre loco que enterró el talento recibido; al contrario, hemos de proponernos, con todas nuestras fuerzas, que fructifique; y para eso hemos de vivir el espíritu del Opus Dei en toda su riqueza e integridad»[21].

Esquema, el anterior, que fue ya delineado, en sus trazos fundamentales, por Antonio Aranda en su Introduzione aggli scritti teologici de la obra Rendere amabile la verità, al señalar los dos aspectos específicos de la producción teológica de Mons. Álvaro del Portillo, esto es, ser «expresión de un pensamiento fundado y constantemente alimentado en las fuentes del beato Josemaría Escrivá», y, a su vez, testimonio de la madurez que alcanzó a través de su trabajo en los años del Concilio Vaticano II: dos coordenadas, sostiene, que orientan su pensamiento ecleseológico[22]. Hace referencia entonces a «tres aspectos emblemáticos» de su espiritualidad teológica: a) la profunda visión que Mons. del Portillo tenía de la Iglesia, considerada desde la óptica de su misión apostólica; b) un agudo sentido, en la misma perspectiva, de la igualdad entre los fieles en razón de la vocación bautismal cristiana y de la diversidad de funciones en el seno de la comunidad eclesial; c) su decisiva insistencia sobre la íntima relación entre el ejercicio de la específica función eclesial de los fieles (como laicos o como ministros) y las características de su vida espiritual[23].

b) Actualidad de una herencia

A partir de los rasgos esbozados, Don Álvaro hablaba a menudo de la consideración «histórica» de la figura del Padre, quien, sin duda, había «alcanzado ya una grandiosa proyección en la Iglesia y en el mundo»; pero sabía a su vez que ese reconocimiento, «manifestado por tantos Padres que participaron en el Concilio, no ha supuesto la coronación de una tarea»[24]; antes bien –continuaba– «Quizá estemos todavía muy dentro del momento que vivimos, para contemplar con todo su relieve la trascendencia de esa voz y de esa conducta del Padre, en un época de fáciles conformismos. Pienso que se descubrirá, cada vez con mayor intensidad, este servicio imponente que el Padre ha prestado a las actuales y sucesivas generaciones, con una actualidad que nunca decaerá»[25].

Don Álvaro del Portillo estaba entonces convencido de que ese legado que había dejado el Fundador no era algo estancado, o algo para ser guardado en los arcanos libros del pasado; por el contrario, lo comprendió fielmente como un mensaje vivo, «viejo y nuevo», como «el espíritu evangélico»[26]. De esta manera, entendió su propia misión de continuidad, con objeto de hacer inteligible el mensaje legado a un mundo nuevo, y, a la vez, su misión de fidelidad, al referirse de continuo, como para apoyar sus reflexiones teológicas y sus predicaciones pastorales, a la obra del Fundador.

En el sentido apuntado debe sin duda entenderse la caracterización que hace de una época como la nuestra, y que leemos en el siguiente texto, a la vez que su propuesta –apoyada en las enseñanzas de San Josemaría– de una mejora, que se mide en términos de “santidad”, para el mundo y la persona en nuestros días: «A las puertas del tercer milenio, ante una sociedad que parece huir alocadamente de Dios, los cristianos de este siglo hemos sido llamados a realizar una nueva evangelización “en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en una fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama de trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir” (Conversaciones, n. 114) »[27].

Recordando las exhortaciones de Lumen Gentium (nn. 17, 30 y 33) Álvaro del Portillo subraya la “llamada” que el cristiano recibe de Dios, a la vez que impele a “cada uno” a “descubrir”, en el libre ejercicio de las tareas temporales, la presencia real de “lo divino” en un mundo que se ha olvidado de ello. Diríamos que su teología sobre los fieles y los laicos se halla marcada por la experiencia de la vocación, de la llamada que Dios hace al hombre, a cada ser humano en su peculiaridad y que es prolongación de la llamada creadora. «Haciéndose eco de la enseñanza del Fundador del Opus Dei, Mons. del Portillo subraya que la “vocación profesional” forma parte, y parte importante, de la vocación divina[28]. Esto es, la llamada a encontrar a Cristo en las circunstancias ordinarias, no es una llamada “universal” en sentido lógico, sino algo que está esencialmente unido a la llamada creadora, que otorga a cada persona humana unas características peculiares, inclinaciones y actitudes propias, que son las que, sin anular la “teología natural”, inscriben en todo ser humano una “teología personal” que es expresión de su vocación en todos los niveles de su existencia»[29].

En continuidad entonces con las enseñanzas de San Josemaría, el espíritu que yace en los escritos de Mons. Álvaro del Portillo impele al hombre de hoy al conocimiento de su ser personal como creado y, a la vez, llamado, a través de una vocación personalísima, a responder, desde la libertad, a Aquel que le ha donado el mundo para configurarlo según su querer, también libre. Dos libertades: libertad creadora y fundante y libertad creada, participada, fundada, corren parejas en el acontecer histórico, con objeto de que la segunda reconozca la liberalidad del amor divino que, en última instancia, llama a la persona a ser partícipe de su propia vida. Solamente la reflexiva afirmación de esta realidad podrá hoy hacer ver a la persona que el mundo, y con él, cualquier actividad humana noble, «es un reflejo del amor de Dios al hombre» y ver asimismo «la posibilidad que al hombre le ha sido otorgada de corresponder a esa delicadeza del Creador con su trabajo santificado». E insiste, recordando las palabras de su predecesor, que «esta visión teologal de la historia le hacía mirar a los cristianos como hombres y mujeres, como hijos de Dios, presentes por derecho propio en todas las encrucijadas del mundo, para reconducir ese mundo hacia el Creador»[30].

Monseñor Álvaro del Portillo recuerda ese “derecho propio” que los cristianos, como “hijos de Dios”, poseen para, en el ejercicio propio del dominio del hombre sobre el mundo, “reconducir ese mundo hacia el Creador”. Pues bien, tal consideración no es, a nuestro juicio, y en el contexto en el que queremos enmarcar la presente comunicación, sino expresión de aquella continuidad de una herencia, dentro de un binomio muy característico en la obra teológica y espiritual de San Josemaría: a saber, la íntima relación entre la libertad y la conciencia que un cristiano posee de su filiación divina; clave, esta última, para el autoconocimiento, la posesión de sí en la verdad, y entonces impulso para el libre ejercicio de la propia actividad, así como para la expansión de una espiritualidad de un ser que, en el reconocimiento de su libre respuesta, se reconoce dentro y, a la vez, en camino hacia la casa del Padre. Recordaba entonces Don Álvaro la «necesidad de unir la reflexión especulativa sobre la verdad revelada al crecimiento de la propia vida espiritual, que es siempre “Vida según el Espíritu” »[31].

c) Herencia y libertad

El binomio filiación divina-libertad aparece entonces como concepto clave y fundamental para comprender la verdad y la misión del cristiano en el mundo contemporáneo[32]: conocer y dar a conocer el verdadero ser de la persona, y entonces devolver al mundo su significado de bien, de verdad y de belleza, porque procede del amor y pide amor. No por casualidad el filósofo italiano Cornelio Fabro consideró a san Josemaría como «el maestro de la libertad cristiana»[33].

En el contexto de la herencia recibida, Monseñor Álvaro del Portillo enseña que la libertad de un cristiano, que es la libertad de un hijo de Dios, se halla al servicio de la verdad. De ahí que numerosos textos suyos aludan al esfuerzo específico que inteligencia y voluntad humanas deben ejercer para devolver al mundo aquellos valores de los que acabamos de hablar. La búsqueda de la verdad tiene entonces como condición fiel adhesión al Magisterio[34], «lo cual no es para Mons. del Portillo, una limitación, sino una inteligente adhesión del intelecto y de la voluntad»[35]: No se trata de «una obediencia inerte e impersonal. Vuestra aceptación del contenido del Magisterio será siempre, como decía el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, “una adhesión religiosa, humilde, interna y eficaz” (Beato Josemaría Escrivá, Instrucción, mayo 1935, 14-XI-1950, n. 84): esto es, lo acogeréis con plena libertad y responsabilidad, sabiendo rendir fruto de todos los resortes de la inteligencia y de la voluntad para servir y difundir la fe»[36].

En este servicio a la fe, el cristiano, no solamente la estudia y predica como un objeto científico más, sino que la asume en su vida espiritual y, como decíamos, descubre la verdad en el amor: «El cristiano que, iluminado por el Espíritu Santo, es consciente de su filiación divina, sabe que Dios no es un mero objeto de estudio. Entre él y Dios existe una real relación en virtud de la cual el estudio de tales ciencias es llevado a cabo con el mismo amor y con el mismo interés que tiene un hijo en conocer aquello que respecta a su padre. Cuando se trabaja no es posible dejar de lado esta realidad u obviarla, porque la sola luz de la razón no basta para conocer la riqueza de la vida divina. Es necesaria la fe, y, junto a ella, es imprescindible el amor que caracteriza propiamente la relación de paternidad y de filiación. No es casualidad que los grandes maestros de la teología hayan sido también grandes santos: en ellos encontramos siempre unidos el estudio y la vida de piedad. La piedad es de hecho aquello que distingue a los hijos y es uno de los dones del Espíritu Santo […]. La unidad con el espíritu santo ayudará a no perder nunca la unidad de vida: lleva a un trabajo santificante y santificado»[37].

De este otro modo lo recordó también Mons. del Portillo: «Amor notitia est, decían los antiguos. Sólo el amor, que da agudeza a la fe, logra que la inteligencia humana penetre en los detalles grandes y pequeños de la providencial intervención de Dios en la historia y el quehacer de los hombres»[38]; tratándose además de un amor que –como predicaba San Josemaría– tampoco olvida «el deber, que a todos nos incumbe, de prepararnos para ser mejores instrumentos en las manos de este Dios amabilísimo, que se ha dignado escogernos como cooperadores libres de su obra redentora»[39]; en consonancia con los autores clásicos, yace aquí una concepción del ser humano y de su dignidad en cuanto “hecho” “a imagen” de su Creador[40].

3. El horizonte de la libertad cristiana

a) Carácter donal de la libertad

En lahomilía La libertad, don de Dios[41], la libertad, tiene, en efecto, un carácter de don recibido[42] y que se acepta en cuanto la persona se reconoce en su verdad de creada –pues es una libertad constitutiva–, proveniente del amor, y dirigiéndose al amor creador[43]: «La libertad está en el núcleo mismo de la persona, en cuanto es la capacidad de amor. Si se viera sólo como autonomía para razonar y decidir, nos quedaríamos cortos, y si se redujera sólo a eso, le faltaría lo esencial, por lo que el individuo se encerraría en sí mismo»[44].

Ahora bien, esta libertad, que es ante todo antropológica y teológica –de la que proceden la libertad moral y las ramificaciones de las libertades políticas y cívicas– «se pierde cuando se rechaza su fundamento metafísico»[45]. El fundamento metafísico de la libertad cristiana no es otro que la creación, también libre –esto es, desde el amor– de Dios: en lo que se destaca el cristianismo de toda la filosofía griega anterior y, asimismo de algunas corrientes de la modernidad. El mundo no es fruto de la necesidad ciega, ni el hombre producto de una suerte de emanación necesaria. Antes bien, «según el dogma cristiano la sustancia última del universo y de la historia no es la necesidad, sino la libertad. El mundo y cuanto lo integra o compone no es el reflejo de una necesidad trascendente y eterna, sino el fruto de un libre querer de Dios. Más aún, de un querer regido por el amor: Dios crea precisamente porque ama, porque quiere hacer partícipe al hombre de su propia riqueza y felicidad, y en consecuencia le otorga el ser y la libertad, es decir, la capacidad de reconocer el amor y de corresponder a él. La libertad de Dios y la libertad del hombre, el amor de Dios y el amor del hombre son las realidades que explican y sostienen el acontecer. Cada vida humana –y la historia entera– es el fruto del entrecruzarse de la libertad de Dios, que ama a cada ser concreto, se dirige a él y le llama, con la libertad de cada hombre y de cada mujer, que, percibiendo de un modo u otro la invitación divina, reacciona ante ella, decidiendo así su destino. Como en toda relación entre libertades, hay en esta historia una constante –el amor que se ofrece y acepta o rechaza– y a la vez iniciativa, creatividad, invención»[46].

b) Libertad y vocación

Es del modo apuntado que se puede decir que, metafísicamente hablando, la libertad de Dios «funda» la nuestra[47]; puesto que «la elección de Dios se constituye existencialmente como el fundamento de la misma libertad»[48].

Según Álvaro del Portillo, la elección –llamada creadora, “vocacional”– divina conlleva, hoy, la responsabilidad de una respuesta por parte de la persona, basada, no ya solamente en la aceptación del don, sino en la continuada penetración intelectual y amorosa, en la verdad revelada; y, con ello, el crecimiento en la unión con Dios: «Para servir a la Verdad […] ¿es suficiente basarse en el progreso científico y técnico? ¿Basta dejarse guiar por la sola sabiduría humana? Sabemos bien que no es así, y la experiencia lo confirma. En todas las épocas, pero sobre todo en la actual, la ciencia y la técnica, desgajadas de cualquier referencia moral, en vez de producir un progreso real, han determinado, como la ha denunciado el Concilio Vaticano II (Const. Gaudium et spes, nn. 5-10) situaciones contradictorias que han llevado al hombre contemporáneo a una gran inquietud, en cuanto que, frente a las muchas luces, que lo llenan de esperanza, se contraponen terribles sombras, que lo atormentan angustiosamente. Las palabras de Jesús: “Dad testimonio de mí, para permanecer conmigo hasta el fin” (Jn 15,17), que recuerdan que para testimoniar la Verdad, junto a un serio trabajo espiritual, se debe estar con Él y en Él»[49].

Debe emerger entonces una concepción cristiana de la libertad, que implica el autotrascenderse del individuo en orden a una reordenación de los tiempos a Dios. De este modo se entienden sus palabras: «Muchos son los que por comodidad querrán conciliar la verdad cristiana con el modo de vivir mundano […] entre el bien y el mal, entre las luces y las sombras, no hay conciliación. No es la doctrina de Jesús la que se debe cambiar para adaptarla a los tiempos, sino que son los tiempos los que se deben abrir a la luz del Salvador»[50].

Álvaro del Portillo ve así en la fe cristiana «un potencial capaz de transformar el mundo». Pero todo ello sobre la base del conocimiento de que esa libre transformación ha de tener como basamento una antropología basada en la verdad de la persona. Esa verdad fue expresada por San Josemaría con las siguientes palabras: «Veritas liberavit vos (Jn 8,32); la verdad os hará libres. ¿Qué verdad es ésta que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas»[51].

Se entiende entonces, que en el proceso y etapa de la continuidad, Álvaro del Portillo animase de continuo a enseñar, desde el estudio intelectual y una vida vivida en la verdad, a buscar sinceramente «una comprensión más profunda sobre la verdad, sobre Dios y sobre la verdad del hombre»[52]. Pues solamente una antropología basada en la verdad metafísica y teológica de la persona humana puede, en efecto, constituir el basamento teórico para la etapa de la «nueva evangelización».

Esa antropología, como hemos ido insinuando anteriormente, tiene en su base la concepción de que la persona humana ha sido creada, a través de una mirada amorosa y una llamada o voz que clama y le recuerda cuál es su misión en el mundo de lo finito y de lo temporal. La llamada es fruto de la liberalidad omnipotente del Absoluto; ciertamente, exige y pide respuesta –es lo que se denomina la vocación personal–. Ese responder solamente es posible bajo la conciencia del conocimiento de sí que da el saberse mirado y llamado en la libertad del amor y para la libertad de amar. Así lo expresó el estudio de Antonio Aranda relativo a la teología de Mons. Álvaro del Portillo: «Si la vocación personal se sitúa en el ámbito de la relación del Señor con el cristiano, por parte de Dios, la “espiritualidad” es el “tono” de la respuesta de la criatura de acuerdo a aquella vocación y con sus exigencias. La respuesta no está predeterminada por la llamada»[53]. O sea, Dios no exige de tal modo que la respuesta del hombre haya de ser forzosa o única. Antes bien, la mirada divina unida a su llamada configura la peculiaridad personal y única en el responder.

En el marco del cristianismo que Mons. Álvaro del Portillo explica en el siglo XX a la luz de las enseñanzas de San Josemaría, y según lo alcanzado hasta ahora, Dios considera a la persona creada como un auténtico interlocutor y espera iniciativa por nuestra parte. Dios llama, expone su querer con claridad, mira amorosamente; pero la respuesta depende de lo que la criatura dice en este diálogo. La criatura entonces «debe ejercitar su libertad en este diálogo de modo fiel, esto es, de tal modo que sea un diálogo filial y no un altercado. Las respuestas de las criaturas, ciertamente, están señaladas por la iniciativa de Dios; y, en consecuencia, el resultado será un verdadero diálogo entre la libertad infinita de Dios y la libertad finita de su criatura»[54].

Entendemos entonces que Álvaro del Portillo exprese que «la libertad del hombre no equivale a autonomía. Es un don que proviene de Dios y se dirige a hacerle partícipe de su dominio sobre la creación. Su elemento constitutivo es entonces su orientación hacia el bien, en definitiva, hacia Dios mismo. La libertad le ha sido dada para poder amar a Dios y reconducir a Él toda la creación»[55].

A la luz de estas palabras, ha comentado Antonio Aranda: «Tal es la visión vocacional de la vida cristiana que hace que los escritos de espiritualidad de Mons. Álvaro del Portillo deban entenderse siempre desde esta perspectiva: Es Dios quien inicia el diálogo con su criatura, y Él le “impone” el tono, si el hombre consiente; de modo análogo, es Dios quien llama, y es Él quien en esta llamada impone el estilo que deberá tener la respuesta, aunque ciertamente corresponda a la criatura poner su propio estilo libre y personal a tal respuesta»[56]. Esa respuesta no es separable de la toma de conciencia de la propia verdad: el cristiano es hijo de Dios, y, por lo tanto, el ejercicio de la libertad consiste en vivir de acuerdo con ese sentido, como había señalado el Fundador: «El cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza divina, se reconoce plenamente libre porque trabaja en la casa del Padre»[57]; en consonancia con ello, Don Álvaro encontraba el sentido y la esperanza de la persona en su filiación divina: «Estamos destinados a gozar de Dios por toda la eternidad: esto es lo que confiere valor y sentido a toda la existencia humana»[58].

Para devolver el rumbo y la meta a un mundo «ajeno al misericordioso designio de nuestro padre Dios»[59], el ejercicio de la libre actividad humana debe dejar de entenderse como «autorrealización», y orientarse al conocimiento de sí desde la verdad eterna que Dios posee de cada una de sus criaturas[60]; de ahí, enseña Álvaro del Portillo, que sea necesario unir libertad y verdad. Es precisamente esta renovada antropología la que, en el autotrascenderse mencionado, llevará al cristiano de hoy a la «solidaridad, como empeño desinteresado al servicio del bien del prójimo»[61].

En la línea apuntada, Alejandro Llano subrayó la figura de D. Álvaro de Portillo en relación con la Universidad de Navarra, institución «que ha hecho de la libertad su actitud más característica»; destacando así su impulso optimista frente al tiempo actual: «Frente al pesimismo histórico de quienes creen asistir al ocaso de una era sin horizontes, él vivía con alegría serena este tiempo que nos ha tocado en suerte. Y es que había aprendido del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer a amar apasionadamente al mundo que nos corresponde transformar desde dentro. La metafísica de la Creación y la teología de la Gracia se dan de la mano sin confusiones para posibilitar una actitud radicalmente positiva ante el don de la realidad natural y ante la herencia de quienes nos han precedido en la construcción de una sociedad más humana»[62]; eso sí, «a la luz de una memoria fundante» que nos recuerda que el amor eterno nos precede[63].

Bajo el foco de las reflexiones anteriores, debe afirmarse que Mons. Álvaro del Portillo, a través de su teología, y en continuidad con la espiritualidad teológica de San Josemaría, es hoy, a través de sus escritos y del estudio de su personalidad, un punto de referencia para entender las claves de la nueva evangelización. O, como ha escrito Mons. Javier Echevarría: «Su figura puede ser –ya lo es– un punto de referencia para muchas almas»[64].

4. Conclusión: Origen y fin de la libertad. Filiación divina

Se infiere de las páginas anteriores que la herencia recibida por Don Álvaro del Portillo ha sido fuertemente personalizada, pues él mismo forma parte de ella como «el hijo más fiel» (saxum). Transmitió –hemos visto– una espiritualidad con un incremento de generosidad máxima, conforme a las circunstancias cambiantes del mundo: de ahí que pueda y deba ser, efectivamente, como un punto de referencia en la actualidad[65].

En esa misma dirección, vivió en la confianza y el optimismo –como apuntaba más arriba Alejandro Llano– que dan la toma de conciencia de que la libre y personal correspondencia al legado recibido no era solamente una actitud de obediencia, en cuanto virtud moral. Sabía ciertamente –lo hemos leído– que el asumir existencialmente la doctrina de San Josemaría implicaba libertad personal; pero sabía asimismo que la libertad es una propiedad de la persona por su naturaleza espiritual; y, más allá de esto, supo transmitir que la fidelidad y la renovada continuidad del mensaje del Fundador del Opus Dei provenía de un don más alto: la filiación divina. Pues, en efecto, la libertad cristiana «proviene» de la filiación divina, y no al revés: es el conocimiento de la filiación divina lo que permite entender y vivir la libertad, pues ello implica, en efecto, conocerse la persona en su verdad más plena y entonces conocer a la vez el fundamento de su acción («El que no se sabe hijo de Dios desconoce su verdad más íntima», Amigos de Dios, n. 26).

Solamente desde esta perspectiva transcendente puede entenderse esa alegría, optimismo y confianza en el ejercicio de su misión. En efecto, «la filiación divina imprime de manera progresiva el resello de una personalidad plena […]. Con una confianza invencible en su Padre omnipotente y con la amplitud de la visión espiritual del legítimo heredero que posee de algún modo todo el mundo: precisamente en la unión con Dios encuentra la mayor libertad para vivir. Porque se sabe amado infinitamente por el Padre, puede amar infinitamente»[66]. Esta sabiduría fue para Mons. Álvaro del Portillo, como lo es para todo cristiano que recibe la gracia divina, la razón de ser de su libertad, que a partir de entonces es la libertad de vivir de acuerdo con la condición de hijos de Dios en Cristo; es, en definitiva, «la libertad de los hijos de Dios»[67].

Mons. Álvaro del Portillo tuvo una profunda vivencia de esa condición ontológico-existencial del cristiano: «Debemos considerar que nuestra condición de hijos adoptivos no se queda en un título exterior, y que imitar a cristo no consiste sólo en adquirir un cierto parecido externo con él. […] Estamos identificados con Él. Y, en consecuencia, hemos sido llamados para tratar a Dios con confianza de hijos. […] Esta inmensa dignidad depende también en buena parte de cada uno de nosotros»[68]. Estas convicciones llevaban a Don Álvaro a proclamar, en el mundo actual, la nueva –por olvidada– verdad de la persona: «Nos causa una gran pena el panorama de millones y millones de personas […] que marchan por la vida sin rumbo ni meta, “como polvo que arrebata el viento” (Sal 1,4), ajenos al misericordioso designio de nuestro Padre Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1 Tm 2,4), pero que cuenta, al mismo tiempo, con la cooperación libre de cada uno»[69], pues, como hemos ido argumentando, la responsabilidad que conlleva la libertad, implica el reconocimiento y la aceptación del propio ser fundado y participado, y brota de la, también, aceptación de la gracia de la filiación divina[70]. De este modo la elección de Dios se constituye existencialmente en fundamento de la misma libertad[71].

Resumiendo entonces, habiéndola hecha suya, la doctrina de San Josemaría, escribió Don Álvaro del Portillo: «Todo su espíritu está impregnado por la certeza de saberse hijo de Dios, que tan unida está con otra característica fundamental de nuestro espíritu: el amor a la libertad»[72]. Una libertad, finalmente, que debe enraizarse, más que nunca en nuestros días –como ha transmitido el Concilio Vaticano II– en la profundización intelectual de la doctrina cristiana acerca de la creación del ser humano a imagen de Dios, y que entonces «es llamado a ser hijo en el Hijo y templo vivo del Espíritu»[73].

María Jesús Soto-Bruna

Profesora Ordinaria de Filosofía

Universidad de Navarra

E-31080 Pamplona

mjsoto@unav.es

- Comunicación pronunciada por María Jesús Soto-Bruna en el Congreso con motivo del Centenario de Álvaro del Portillo, en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (12-14 de marzo de 2014).

- ESC - Edizioni Santa Croce.


[1] Agradezco a la Dra. Elisabeth Reinhardt, de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, la revisión del presente manuscrito, así como sus sugerencias. Mi reconocimiento asimismo a la Pontificia Università della Santa Croce por su invitación a participar, con la lectura de esta comunicación, en el marco del Convegno di studio Vir fidelis multim laudabitur. Nel centenario di Mons. Álvaro del Portillo, Roma 11-14 de marzo de 2014.

[2] Á. del Portillo, Entrevista concedida a La Vanguardia con ocasión del 50ª aniversario de la fundación del Opus Dei. Barcelona, I-X-1978, en Á. del Portillo, Orar. Como sal y como luz. Selección de textos sobre la vida cristiana, J. A. Loarte (ed.), Planeta Testimonio (Dir.: J. P. Manglano), Barcelona 2012, n. 331, pp. 216-217.

[3] En este artículo, los términos: «Fundador», «Beato», «San», «Monseñor» se escribirán en mayúsculas, o bien se seguirá, en las citas, el modo de expresión del autor correspondiente al que se haga mención en el texto. Por su parte, la acentuación de la abreviatura «Á», referida a Álvaro del Portillo, irá acentuada cuando se cite en castellano.

[4] Expresión de la que haremos uso más adelante, volviéndola a citar, y que se encuentra en: Á. del Portillo, Sal, luz y fermento. La tarea de los laicos en la misión de la Iglesia, publicación electrónica: Red de revistas científicas de América Latina, El Caribe, España, y Portugal, Sistema de Información Científica. Palabra clave, Universidad de la Sabana, Colombia, 4 (febrero 2001), p. 126. Anteriormente en Mundo cristiano (abril 1999).

[5] Á. del Portillo, Presentación a Amigos de Dios.

[6] Cfr. M. J. Soto-Bruna, La libertad en la manifestación de la imagen según la obra De visione Dei de Nicolás de Cusa, en D. González Ginocchio (ed.), Metafísica y libertad, Cuadernos de Anuario Filosófico, serie Universitaria, 214, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2009, pp. 323-336. Cfr. Tomás de Aquino: «[…] Nam quidem “secundum imaginem”, intellectuale significat et arbitri liberum; quod autem “secundum similitudinem”, virtutis secundum quod homini possibili est similitudinem», De fide ortodoxa, lib. II, c. 26, M. Buytaert (ed.), p. 113, 19-26: texto comentado por C. Fabro, Riflessione sulla libertà, Edivi, Roma 2004 (2ª ed.), p. 9; véase asimismo en Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, Prólogo.

[7] E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en las enseñanzas de San Josemaría. Estudio de Teología espiritual, Rialp, Madrid 2011 (2ª ed.), II, pp. 161-162; citando a J. J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del beato Josemaría Escrivá, en A. Malo (a cura di) La grandezza della vita quotidiana, Edizione Università della Santa Croce, Roma 2003, III, pp. 81-99, en concreto, la expresión citada se encuentra en la página 81.

[8] Apuntes de la predicación, 10-IV-1974, Archivo General de la Prelatura (AGP), P01 V-1974, p. 86; Conversaciones, n. 104; Es Cristo que pasa, n. 131; Amigos de Dios, nn. 24 y ss; n. 171.

[9] «La fe cristiana […] nos lleva a ver el mundo como creación del señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos, y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno», Es Cristo que pasa, n. 99.

[10] J. E. de Balaguer, Obras completas. Es Cristo que pasa. Edición crítico-histórica preparada por A. Aranda, Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 2013, pp. 134-135.

[11] Balaguer de, Obras Completas, p. 136.

[12] Á. del Portillo, Discurso del 30 de octubre de 1991, en «Romana» 5 (1989), p. 250.

[13] Juan Pablo II, Saludo, Enc. Veritatis splendor.

[14] A. Aranda, Perfiles teológicos de la espiritualidad del Opus Dei, en «Scripta Theologica» 22/1 (1990), p. 104.

[15] A. del Portillo, Filiazione e paternità. Quattro testi significativi, en «Studi cattolici: mensile di studi e attualità», XXXVIII/339 (1994), pp. 277-280.

[16] Atto accademico in memoria de S.E.R. Mons. Alvaro del Portillo, Pontificio Ateneo della Santa Croce, Roma 9 de mayo de 1996. II: Mons. Alvaro del Portillo. Fondatore e primo Gran Cancilliere del Pontificio Ateneo della Santa Croce, Discorso del Prof. Mons. J. L. Gutiérrez, Ordinario nella Facoltà di Diritto Canonico, p. 14.

[17] J. Medina Bayo, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Rialp, Madrid 2013 (4ª ed.), p. 559: «En repetidas ocasiones Juan Pablo II ha levantado su voz urgiendo a una nueva evangelización de las naciones de Europa occidental y de otras regiones, en cuyas vidas se manifiestan tantos síntomas de vejez espiritual, de mentalidad esclerótica, e incluso de muerte». Cfr. Á. del Portillo, Cartas (AGP, Biblioteca), vol. 2, nn. 373-374.

[18] Á. del Portillo, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, en Á. del Portillo – F. Ponz – G. Herranz, En memoria de Mons. Escrivá de Balaguer, Eunsa, Pamplona 1977 (2ª ed.), p. 42.

[19] Á. del Portillo, Orar. Como sal y como luz, texto del editor, pp. 13-14.

[20] Cfr. Medina Bayo, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, pp. 454-455.

[21] Á. del Portillo, Cartas (AGP, Biblioteca), vol. 1, n. 7.

[22] A. Aranda, Vocazione e missione dei cristiani, Rendere amabile la verità. Raccolta di scritti di Mons. Alvaro del Portillo. Pastorali–Teologici–Canonistici–Vari, Ateneo Romano della Santa Croce, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1995, p. 276.

[23] Cfr. Aranda, Vocazione e missione dei cristiani, p. 276; Á. del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia. Bases de sus respectivos estatutos jurídicos, Eunsa, Pamplona 1969; Á. del Portillo, Prólogo a P. Rodríguez – F. Ocáriz – J. L. Illanes, El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid 1993, pp. 11-12.

[24] Portillo del, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, pp. 43-44.

[25] Portillo del, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, p. 45.

[26] Cfr. Portillo del, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, p. 46.

[27] Portillo del, Sal, luz y fermento. La tarea de los laicos en la misión de la Iglesia, p.126.

[28] Cfr. Portillo del, Cartas, vol. 3, n. 381: «Pensad, pues, en las posibilidades que os ofrece vuestra tarea profesional para informar cristianamente la sociedad, y sacadles partido […]. Percataos de la importancia de trabajar –en uso de vuestra libertad y con la consiguiente responsabilidad personal– en organismos nacionales e internacionales, desde los que se pueden promover los valores cristianos de la familia, la educación, la defensa de la vida humana, y tantas cuestiones que es preciso orientar según la doctrina de la Iglesia».

[29] Aranda, Vocazione e missione dei cristiani, pp. 282-283.

[30] Portillo del, Prólogo a El Opus Dei en la Iglesia, pp. 12-13.

[31] Á. del Portillo, Homilía en la Santa Misa, 15 de octubre de 1986, en «Romana» 2 (1986), p. 274.

[32] «La filiación divina […] va unida a la libertad de los hijos de Dios», J. Stöhr, La vida del cristiano según el espíritu de la filiación divina, en «Scripta Theologica» 24/3 (1992), p. 891. Cfr. Camino, n. 659; Rom 8,29.

[33] C. Fabro, Nel secondo aniversario della morte. Un maestro de libertà cristiana; Josemaría Escrivá de Balaguer, L’Osservatore Romano, 2-7-1977.

[34] Cfr. Gutiérrez, Mons. Alvaro del Portillo, p. 23.

[35] Gutiérrez, Mons. Alvaro del Portillo, p. 23.

[36] Á. del Portillo, Homilía en la Santa Misa, 15 de octubre de 1985, en «Romana» 1 (1985), p. 69, en Gutiérrez, Mons. Alvaro del Portillo, p. 23.

[37] Á. del Portillo, Homilía en la santa Misa, 21 de octubre de 1991, «Romana» 7 (1991), p. 264, en Gutiérrez, Mons. Alvaro del Portillo, pp. 27-28.

[38] Portillo del, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, p. 19.

[39] Portillo del, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, p. 21. Como veremos a continuación, Mons. Álvaro del Portillo subraya a menudo la idea de una libre aceptación de sí y de una libre cooperación al servicio de la fe, la cual es expresión de la repetida idea de libertad que subyace a los escritos de San Josemaría. Una bibliografía extensa y bastante completa al respecto se encuentra en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en las enseñanzas de San Josemaría. Estudio de Teología espiritual, Rialp, Madrid 2011 (2ª ed.), II, pp. 161-285; de entre la que podríamos destacar los siguientes títulos: Ll. Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz. Aproximación teológica a algunas enseñanzas del beato Josemaría sobre la libertad, en «Romana» XVII/33 (2001), pp. 242-271; C. Fabro, El primado existencial de la libertad, en La grandezza della vita quotidiana, Edizione Università della Santa Croce, Roma 2003, III, pp. 341-356; C. Fabro, Riflessione sulla libertà, Edivi, Roma 2004 (2ª ed.); C. Fabro, El temple de un padre de la Iglesia, en C. Fabro – S. Garofalo– M. A. Raschini, Santos en el mundo. Estudio sobre los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1993 (82ª ed.), esp. pp. 100-136; F. Inciarte, Die Bedeutung der Freiheit für den seligen Josemaría Escrivá, en C. Ortiz (dir.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Adams, Köln 2002, pp. 419-432; A. Llano, La libertad radical, en Acto de Homenaje al Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador de la Universidad de Navarra, Pamplona 1992, pp. 95-104; A. Mardegan, Una libertà da vivere. Brani scelti di Josemaría Escrivá (presentazioni di J. Echevarría), Paoline, Milano 2004; L. Polo, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, «Anuario Filosófico» 18/2 (1985), pp. 9-32; J. J. Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del beato Josemaría Escrivá, La grandezza della vita quotidiana, Edizione Università della Santa Croce, Roma, 2003, III, pp. 81-99.

[40] Cfr. E. Reinhardt, La dignidad del hombre en cuanto imagen de Dios. Tomás de Aquino ante sus fuentes, Eunsa, Pamplona 2005.

[41] Amigos de Dios, nn. 23-38.

[42] Cfr. F. Russo, voz Libertad, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo, Burgos 2013, pp. 732-741.

[43] De este modo lo ha desarrollado Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del beato Josemaría Escrivá, esp. p. 83.

[44] Sanguineti, La libertad en el centro del mensaje del beato Josemaría Escrivá, esp. p. 83.

[45] Ll. Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz. Aproximación teológica a algunas enseñanzas del Beato Josemaría sobre la libertad, en «Romana» XVII/33 (2001), pp. 242-271.

[46] J. L. Illanes, Iglesia en el mundo: La secularidad de los miembros del Opus Dei, en P. Rodríguez – F. Ocáriz – J. L. Illanes (Prólogo de Mons. Álvaro del Portillo), El Opus Dei en la Iglesia, pp. 199-301 y pp. 255-256. Expresa bien el autor que la “dialéctica libertad-amor” se encuentra en el texto más amplio de San Josemaría Escrivá de Balaguer, La libertad, don de Dios, homilía recogida en Amigos de Dios, nn. 23-38, y que constituye una base capilar en nuestra exposición. Cfr. C. Fabro, El primado existencial de la libertad, en Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Eunsa, Pamplona 1985, pp. 341-356.

[47] P. Olivier, La filiation divine: vocation et liberté, en La grandeza della vita quotidiana, III, p. 55. Cfr. A. Llano, Libertad y trabajo en Trabajo y Espíritu, IV Simposio Internacional sobre Fe cristiana y Cultura contemporánea, (Instituto de Antropología y Ética de la Universidad de Navarra), Eunsa, Pamplona 2004, p. 188.

[48] Fabro, El primado existencial de la libertad, p. 346. Cfr. J. Burggraf, La libertad vivida con la fuerza de la fe, Rialp, Madrid 2010 (5ª ed), esp. pp. 71-109; J. Burggraf, El sentido de la filiación divina, en M. Belda Plans – J. Escudero – J. L. Illanes maestre – J. L. O’Callaghan, Santidad y mundo: Actas del Simposio Teológico de estudio en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá (Roma, 12-14 octubre 1993), Eunsa, Pamplona 1996, pp. 109-127: «Cuando un hombre recibe la gracia divina, es engendrado a la vida sobrenatural, renace desde Dios en el amor de libertad», p. 116; cfr. Surco, n. 317; Es Cristo que pasa, n. 131 y 139.

[49] Á. Del Portillo, Homilía en la Santa Misa, 23 de octubre de 1989, en «Romana» 5 (1989), pp. 244-245, en Gutiérrez, Mons. Alvaro del Portillo, pp. 20-21.

[50] Á. Del Portillo, Homilía en la Santa Misa, 23 de octubre de 1989, en «Romana» 5 (1989), p. 246, en Gutiérrez, Mons. Alvaro del Portillo, p. 21.

[51] Amigos de Dios, La libertad, don de Dios, n. 26. Un comentario a este pasaje lo realicé en M. J. Soto-Bruna, Elegidos antes de la creación del mundo. Verbo e imagen en la doctrina del Beato J. Escrivá de Balaguer sobre la persona humana, A. Malo(a cura di) La grandezza della vita quotidiana, La diginità della persona humana, Università della Santa Croce, Roma 2002, I, pp. 21-41.

[52] Á. Del Portillo, Discurso del 20 de noviembre de 1985, en «Romana» 1 (1985), p. 80; en Gutiérrez, Mons. Alvaro del Portillo, p. 24.

[53] Aranda, Vocazione e missione dei cristiani, p. 284.

[54] Aranda, Vocazione e missione dei cristiani, p. 285.

[55] A. del Portillo, Dottrina soziale e nuova evangelizzazione. Lettura della «Centessimus Annus», en Rendere amabile la verità, p. 394 y p. 396. Cfr. Fabro, El temple de un padre de la Iglesia, p. 107.

[56] Aranda, Vocazione e missione dei cristiani, p. 285.

[57] Es Cristo que pasa, n. 138.

[58] Á. del Portillo, Sermón, 117, 1, en Loarte, Orar. Como sal y como luz, n. 2, p. 16.

[59] Portillo del, Orar. Como sal y como luz, pp. 18-19.

[60] Portillo del, Dottrina soziale e nuova evangelizzazione. Lettura della «Centessimus Annus» p. 396. Cfr. Centessimus Annus, n. 41.

[61] Portillo del, Dottrina soziale e nuova evangelizzazione. Lettura della «Centessimus Annus», p. 396.

[62] Llano, Mons. Álvaro del Portillo y la Universidad, p. 103.

[63] Carta Encíclica de S.S. Francisco, Lumen Fidei, pp. 10-11.

[64] J. Echevarría, In memoriam, Rendere amabile la veritá, p. 10.

[65] Medina Bayo, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, p. 323, donde cita las siguientes palabras de San Josemaría, referidas a D. Álvaro: «Tiene la fidelidad que debéis tener todos vosotros a toda hora, y ha sabido sacrificar con una sonrisa todo lo suyo personal […]. Y si me preguntáis: ¿ha sido heroico alguna vez?, os responderé: sí, muchas veces ha sido heroico, muchas, con un heroísmo que parece cosa ordinaria», San Josemaría, Apuntes tomados de su predicación oral, 11-III-1973: (AGP, Biblioteca), P01, 1973, p. 49.

[66] Burggraf, El sentido de la filiación divina, pp. 125-126.

[67] Cfr. F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, «Scripta Theologica» XIII/2-3 (1981), pp. 533-534.

[68] Á. del Portillo, Carta pastoral, 24-I-1990, núm. 15 y Carta pastoral, I-V-1988, en Loarte, Orar, nn. 92, 93 y 95, pp. 74-75.

[69] Portillo del, Carta pastoral, I-XI-1990, en Loarte, Orar, n. 6, p. 18.

[70] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 44; sobre la necesidad de la gracia divina, n. 99; y un amplio comentario en: Burkhart – López, Vida cotidiana y santidad, pp. 202-214.

[71] Cfr. Fabro, El temple de un Padre de la Iglesia, pp. 64-66; «La esencia de la existencia es la realidad de la libertad, así como la esencia de la libertad es la posibilidad de elevarse al Absoluto»: C. Fabro, La preghiera nel pensiero moderno, Edizioni di storia e letteratura,Roma 1979, p. 23.

[72] Á. del Portillo, nota 28 a la Instrucción, mayo 1935/14-IX-1950, en Burkhardt – López, Vida cotidiana y santidad,p. 164.

[73] Portillo del, Dotttrina soziale e nuova evangelizzazione. Lettura della «Centesimus annus», donde cita la Esort. Apost. Christifideles laici, n. 37, en Rendere amabile la verità, p. 392. Anteriormente, nos referíamos a la Carta pastoral, 19-III-1992 (AGP, P17, vol. III, n. 31), que se comenta en el libro, ya citado, de Burkhart – López, Vida cotidiana y santidad, p. 481.