La vocación cristiana, núcleo del mensaje de Mons. Escrivá de Balaguer

Homilía de Mons. Álvaro del Portillo en la misa de acción de gracias por la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer (18 de mayo de 1992)

Con inmensa alegría, hemos asistido ayer a la beatificación del fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer, y a la de la madre Josefina Bakhita, religiosa, Hija de la Caridad, canosiana. Hoy, gracias a la benevolencia del Santo Padre Juan Pablo II, tengo la alegría de presidir esta solemne concelebración en acción de gracias a la Santísima Trinidad y en honor del Beato Josemaría.

Las palabras de la Sagrada Escritura, que acabamos de escuchar en la primera lectura, nos hablan de una inmensa multitud de santos que exclaman en el Cielo: «¡Aleluya! ¡La salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios!»[1]. Es el grito de alabanza que brota también de nuestras almas en comunión con la Iglesia celestial; una unión verdaderamente íntima, porque la vida sobrenatural, que los bienaventurados han alcanzado definitivamente, es también vida nuestra. Dios nos ha llamado a ser «conformes a la imagen de su Hijo»[2], y ha enviado el Espíritu Santo a nuestros corazones para transformarnos en «otro Cristo, el mismo Cristo», como al Beato Josemaría le gustaba decir[3].

«Ahora somos hijos de Dios —escribe San Juan—, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es»[4]. El sentido de nuestra filiación divina en Cristo, que informó toda la vida y la predicación del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, suscitaba en su alma un ardiente deseo de contemplar a Dios. ¡Cuántas veces le oí exclamar, sobre todo en los últimos años de su vida: «Vultum tuum, Domine, requiram!»[5], «Deseo contemplar tu rostro, Señor!». Este anhelo le empujaba a mantener un trato constante con Dios en todas las circunstancias: en el trabajo y en el descanso; en la soledad de la oración y en la conversación sacerdotal con las almas; en la alegría y en el dolor, que se convertía siempre en gozo porque en los sufrimientos sabía ver la Cruz de Cristo. El amor a la Cruz le permitió comprender hasta el fondo las palabras inspiradas del Apóstol San Pablo: «Todas las cosas cooperan al bien de los que aman a Dios»[6]. Ante cualquier contrariedad, su reacción era siempre: omnia in bonum!, ¡todo es para bien!

Pocas semanas antes de que el Señor lo llamase a gozar definitivamente de su presencia, nos decía: «Hemos de estar (...) en el Cielo y en la tierra, siempre. No “entre” el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. En el mundo y en el Paraíso a la vez (...), endiosados, pero sabiendo que somos del mundo»[7]. Por este camino de contemplación vivida en el ámbito de las ocupaciones terrenas, el Espíritu Santo condujo al Beato Josemaría hasta las más altas cumbres de la vida mística, a la unión con la Trinidad divina. El diálogo filial con Dios se hacía entonces tan íntimo, que —como él mismo explicaba— «sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas. No me refiero —añadía— a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría»[8].

Mi corazón rebosa de emoción al testimoniar hoy, aquí, con profunda gratitud a Nuestro Señor, que durante cuarenta años, un día después de otro, he presenciado la vida santa del Beato Josemaría, su amor a Dios y a todas las almas, su heroica correspondencia a la gracia de Cristo, que Dios concede copiosamente a quienes son humildes[9]. He sido testigo de cómo llevó a la práctica, con abnegación heroica, el programa de Juan el Bautista: «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya»[10], hasta alcanzar la cumbre que permite al alma exclamar con San Pablo: «Para mí, el vivir es Cristo»[11]; «vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí»[12].

«Mirando la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo —enseña el Concilio Vaticano II— nuevos motivos nos impulsan a buscar la ciudad futura (cfr. Hebr 13, 14 y 11, 10) y al mismo tiempo aprendemos el camino más seguro por el que, entre las vicisitudes mundanas, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo»[13]. La santidad alcanzada por el Beato Josemaría no representa un ideal imposible; es un ejemplo que no se propone sólo a algunas almas elegidas, sino a innumerables cristianos, llamados por Dios a santificarse en el mundo: en el ámbito del trabajo profesional, de la vida familiar y social. Es un ejemplo clarificador que muestra cómo las ocupaciones cotidianas no son un obstáculo para el desarrollo de la vida espiritual, sino que pueden y deben transformarse en oración; él mismo anota por escrito en sus apuntes personales, con cierta sorpresa, que vibraba de Amor a Dios precisamente «por la calle, entre el ruido de los automóviles, de los medios públicos, de la gente»; incluso «leyendo el periódico»[14]. Se trata de un ejemplo particularmente cercano, porque el Beato Josemaría ha vivido entre nosotros: muchos de los aquí presentes le habéis conocido personalmente. Él participó con intensidad en las angustias de nuestra época, y precisamente en las actividades diarias, mediante el cumplimiento fiel de los deberes cotidianos en el Espíritu de Cristo[15], ha alcanzado la santidad.

* * *

Acabamos de escuchar, en el Evangelio de la Misa, las palabras que concluyen el relato de la pesca milagrosa: los Apóstoles, «dejándolo todo, siguieron a Jesús»[16]. La enseñanza es clara: para seguir a Cristo es preciso dejar todas las cosas. El Beato Josemaría respondió sin titubeos a esta exigencia, y enseñó que es posible cumplirla plenamente en medio del mundo. ¡Sí!, es posible ser del mundo sin ser mundanos; es posible permanecer en el lugar de cada uno, y al mismo tiempo seguir a Cristo y permanecer en Él. Es posible vivir «en el cielo y en la tierra», ser «contemplativos en medio del mundo», transformando las circunstancias de la vida ordinaria en ocasión de encuentro con Dios; en medio para llevar otras almas al Señor e informar desde dentro la sociedad humana con el espíritu de Cristo, ofreciendo a Dios Padre todas nuestras obras en unión con el Sacrificio de la Cruz que se renueva sacramentalmente en la Eucaristía[17].

Este mensaje de santificación en, desde y a través de las realidades humanas, es providencialmente actual en la situación de nuestro tiempo[18], que necesita urgentemente encauzar el desarrollo científico y técnico no a la simple e infrahumana cultura del bienestar material, sino hacia una cultura —podríamos decir— del bienestar integral: de todo el hombre y de todos los hombres, para edificar el reino de Cristo en la tierra: un «reino de justicia, de amor y de paz»[19]. Este reino, del que es portadora la Iglesia, comienza en el corazón del hombre, y se propaga desde ahí a la vida familiar, profesional y social. Con palabras del Santo Padre Juan Pablo II, en su primera encíclica, este mundo nuestro «de las conquistas científicas y técnicas (...) es al mismo tiempo el mundo que “gime y sufre” (Rom 8, 22) y espera con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8, 19)»[20]. No cabe duda: «estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... “pax Christi in regno Christi” —la paz de Cristo en el reino de Cristo»[21].

Desde muy joven, el Beato Josemaría comprendió, con luces divinas, que la Creación, la Redención y la Santificación del mundo, constituyen el entramado de un único proyecto eterno de la Santísima Trinidad, que ha ordenado todas las cosas a la gloria del Padre, y las conduce a ese fin por medio del Hijo, con la fuerza del Espíritu Santo. Ya en los años treinta, condensaba así, en breves trazos, el programa de su vida y la razón de ser del Opus Dei: «Hemos de dar a Dios toda la gloria. Él lo quiere: gloriam meam alteri non dabo, mi gloria no la daré a otro (Is 42, 8). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria: por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria. Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María»[22].

El Beato Josemaría quiso siempre vivir para la gloria de Dios, y encaminar a ese fin todas las realidades terrenas. Por eso, buscó con toda su alma la unión con Cristo a través de María, y la alcanzó porque amó con todo su corazón y sirvió con toda su vida a la Iglesia y al Papa. No puedo menos que recordar la primera vez que vino a Roma, y su emoción al divisar la cúpula de San Pedro y rezar el Credo. Aquella noche la transcurrió entera en vela de oración, con la mirada puesta en las ventanas de las habitaciones del Santo Padre, que se divisaban a poca distancia, desde la terraza de la casa donde nos alojábamos, en la cercana Piazza della Città Leonina. Ese espíritu de oración perseverante y penitente, ese amor a la Iglesia y al Romano Pontífice, es el que ha inculcado en multitud de almas y del que hoy, aquí, queremos ser una singular manifestación.

Invocamos, con emoción y agradecimiento, la intercesión del Beato Josemaría, para llegar también nosotros a la santidad por el camino seguro, que es nuestra Madre la Virgen. El Papa Pablo VI proclamó a Santa María Mater Ecclesiæ, Madre de la Iglesia[23], y el Santo Padre Juan Pablo II ha querido iluminar con su imagen esta maravillosa Plaza de San Pedro, que abre sus brazos a toda la humanidad. A través de su mediación materna recibimos la gracia del Espíritu Santo que nos hace miembros de Cristo en la Iglesia.

Cristo, María, el Papa: tres nombres íntimamente unidos en el corazón del Beato Josemaría, que quiso resumir su afán apostólico en aquella aspiración tantas veces repetida, que también nosotros hacemos, ahora, una vez más, nuestra: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos, con Pedro —con el Papa y en la Iglesia—, a Jesús por María! Así sea.


[1] Primera lectura (Ap 19, 1).

[2] Segunda lectura (Rm 8, 29).

[3] Cfr. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 104.

[4] 1 Jn 3, 2.

[5] Cfr. Sal 27 [26], 8.

[6] Segunda lectura (Rm 8, 28).

[7] Josemaría Escrivá, Meditación Consumados en la unidad, 27-III-1975.

[8] Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 307.

[9] Cfr. 1 Pe 5, 5; Sant 4, 6.

[10] Jn 3, 30.

[11] Fil 1, 21.

[12] Gal 2, 20.

[13] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 50.

[14] Josemaría Escrivá, 26-III-1932, en Apuntes íntimos, n. 673.

[15] Cfr. Oración para la Misa en honor del Beato Josemaría Escrivá (Congregación para el Culto y disciplina de los Sacramentos, Prot. CD 537/92).

[16] Evangelio (Lc 5, 11).

[17] Cfr. Oración sobre las ofrendas para la Misa en honor del Beato Josemaría Escrivá (Congregación para el Culto y disciplina de los Sacramentos, Prot. CD 537/92).

[18] Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990.

[19] Misal Romano, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey universal, Prefacio.

[20] Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 8.

[21] Josemaría Escrivá, Camino, n. 301.

[22] Josemaría Escrivá, Instrucción, 19-III-1934, nn. 36-37.

[23] Pablo VI, Discurso de clausura de la III sesión del Concilio Vaticano II, 21-XI-1964 (AAS 56 [1964] 1015).