El Adviento: un tiempo de fervorosa esperanza

Palabras de mons. Javier Echevarría sobre el Adviento, tiempo de preparación para la Navidad, pronunciadas en la Iglesia romana de San Josemaría el 30 de noviembre, durante la misa de ordenación diaconal de fieles de la prelatura del Opus Dei.

Nacimiento de Cristo, Johann Koerbecke (Detalle).

Hoy empieza el Adviento. El canto de entrada pone en nuestros labios palabras que son como un eco de la espera confiada que informa este tiempo litúrgico de preparación a la Navidad: rorate cæli desuper, et nubes pluant iustum (Domingo I de Adviento, Canto de entrada —Is 45, 8—). Destilad, cielos, el rocío de lo alto, derramad, nubes, al Justo (...).

La verdadera alegría es fruto de la identificación, lo más perfecta posible, con la Voluntad de Dios. Si no fuese así, sería algo frágil, delicuescente, poco duradero. «La alegría que debes tener —nos enseña San Josemaría Escrivá de Balaguer— no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios» (San Josemaría, Camino, n. 659).

Nuestra verdadera alegría no puede prescindir del convencimiento de que somos pecadores. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros»(1 Jn 1, 8.) amonesta San Juan. Pero somos pecadores que —como afirmaba con frecuencia el fundador del Opus Dei— aman con locura a Jesucristo o, al menos, aspiran a amarlo así. De este modo, nuestras debilidades y faltas podrán servirnos —a través de la contrición y la penitencia— para acercarnos a Él con nuevo impulso. Precisamente para este fin ha instituido el Señor los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, que todos debemos frecuentar asiduamente, y los ha confiado a la Iglesia.

La primera lectura recoge una oración dirigida en nombre de los israelitas, que tantas veces habían sido infieles a la alianza de amor que Dios había establecido con el pueblo elegido. Isaías reconoce las ofensas cometidas y pide perdón, consciente de una realidad que es y será siempre la fuente máxima de confianza: somos hijos de Dios. Es una plegaria que podemos hacer nuestra, porque se adapta perfectamente a las necesidades de cada uno.

«Tú, Señor, eres nuestro Padre y nuestro Redentor; ése es tu nombre desde siempre. ¿Por qué, Señor, has permitido que nos alejemos de tus caminos y dejas endurecer nuestro corazón para que no te temiésemos? ¡Vuélvete, por amor a tus siervos... Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo las montañas con tu presencia» (Primera lectura —Is 63, 16-19—).

Lo que el profeta deseaba ardientemente —es decir, que se abriesen los cielos— sucedió verdaderamente hace dos mil años con la Encarnación del Hijo de Dios. Nuestra esperanza tiene un fundamento bien sólido: el Verbo eterno, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, se ha hecho hombre, por obra del Espíritu Santo, en el seno purísimo de la Virgen María.

Demos gracias a Dios, hermanas y hermanos queridísimos, por esta divina condescendencia y tratemos de corresponder a su amor infinito con el ofrecimiento del amor de que seamos capaces. Quizá nos parecerá poco, pero ese poco hemos de darlo al Señor sin reservas (...).

El Adviento es tiempo de fervorosa esperanza. Pero también nos propone, sobre todo en las primeras semanas, la necesidad de no dejarse llevar por el sueño de la mediocridad y de la tibieza. «Velad y estad preparados —nos dice hoy Jesús en el Evangelio—, porque no sabéis cuándo llegará el momento» (Mc 13,33) : es decir, el momento en que el Señor nos pedirá cuenta de nuestra vida, de cómo hemos gastado los dones recibidos. ¿Somos conscientes de que Dios espera de nosotros amor y servicio a los demás en las circunstancias en las que nos encontramos?

En el primer domingo de Adviento, la Iglesia nos transmite esta enseñanza con las palabras de Jesucristo en el Evangelio: «es como un hombre que al marcharse de su tierra, y al dejar su casa y dar atribuciones a sus siervos, a cada uno su trabajo, ordenó también al portero que velase. Por eso: velad, porque no sabéis a qué hora volverá el señor de la casa, si por la tarde, o a la medianoche, o al canto del gallo, o de madrugada; no sea que, viniendo de repente, os encuentre dormidos. Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: ¡velad!»(Mc 13, 34-37) (...).