El Papa explica el acompañamiento espiritual

El Papa Francisco concluyó su ciclo de catequesis sobre el discernimiento. Dijo que “confrontar nuestra vida con otra persona que tenga experiencia es de gran ayuda para conocernos a nosotros mismos”.

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de comenzar esta catequesis, quisiera que nos uniéramos a los que están aquí a nuestro lado rindiendo homenaje a Benedicto XVI y dirigirle mi pensamiento a él, que fue un gran maestro de catequesis. 

Su pensamiento agudo y educado no era autorreferencial, sino eclesial, porque siempre quiso acompañarnos al encuentro con Jesús. Jesús, el Crucificado Resucitado, el Viviente y el Señor, fue la meta a la que nos condujo el Papa Benedicto, llevándonos de la mano. Que nos ayude a redescubrir en Cristo la alegría de creer y la esperanza de vivir.

Con la catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado al tema del discernimiento, y lo hacemos completando el discurso sobre las ayudas que pueden y deben sostener el proceso de discernimiento. 

Uno de ellos es el acompañamiento espiritual, importante ante todo para el autoconocimiento, que hemos visto que es una condición indispensable para el discernimiento. Mirarse al espejo, solo, no siempre ayuda, porque uno puede distorsionar la imagen. En cambio, mirarse en el espejo con la ayuda de otro, esto ayuda mucho porque el otro te dice la verdad -cuando es verdad- y así te ayuda.

La gracia de Dios en nosotros siempre actúa sobre nuestra naturaleza. Pensando en una parábola evangélica, la gracia puede compararse a la buena semilla y la naturaleza a la tierra (cf. Mc 4,3-9). 

En primer lugar, es importante darse a conocer, sin miedo a compartir los aspectos más frágiles, en los que nos descubrimos más sensibles, débiles o temerosos de ser juzgados. Darse a conocer, manifestarse a una persona que nos acompaña en el camino de la vida. No quien decide por nosotros, no: sino quien nos acompaña. Porque la fragilidad es, en realidad, nuestra verdadera riqueza: somos ricos en fragilidad, todos nosotros; la verdadera riqueza, que debemos aprender a respetar y acoger, porque, ofrecida a Dios, nos hace capaces de ternura, de misericordia y de amor. 

Ay de las personas que no se sienten frágiles: son duras, dictatoriales. En cambio, las personas que reconocen humildemente su propia fragilidad son más comprensivas con los demás. La fragilidad -podría decir- nos hace humanos. 

No es casualidad que la primera de las tres tentaciones de Jesús en el desierto -la relacionada con el hambre- intente despojarnos de la fragilidad, presentándonosla como un mal del que hay que librarse, un impedimento para ser como Dios. Y, sin embargo, es nuestro tesoro más preciado: en efecto, Dios, para hacernos semejantes a Él, quiso compartir al máximo nuestra propia fragilidad. Miremos el crucifijo: Dios que descendió precisamente a la fragilidad. Veamos el belén que se reduce a la gran fragilidad humana. Compartió nuestra fragilidad.

Y el acompañamiento espiritual, si es dócil al Espíritu Santo, ayuda a desenmascarar incluso graves malentendidos en nuestra consideración de nosotros mismos y en nuestra relación con el Señor. El Evangelio presenta varios ejemplos de conversaciones clarificadoras y liberadoras hechas por Jesús. Pensemos, por ejemplo, en el de la Samaritana, lo leemos, lo leemos, y siempre está esta sabiduría y ternura de Jesús; pensemos en el de Zaqueo, pensemos en el de la mujer pecadora, pensemos en el de Nicodemo y en el de los discípulos de Emaús: el modo de acercarse del Señor. 

Las personas que tienen un verdadero encuentro con Jesús no temen abrirle su corazón, presentarle su vulnerabilidad, su insuficiencia, su fragilidad. De este modo, su compartir se convierte en una experiencia de salvación, de perdón libremente recibido.

Contar delante de otra persona lo que hemos vivido o lo que buscamos ayuda a aportar claridad en nuestro interior, sacando a la luz los muchos pensamientos que nos habitan, y que a menudo nos perturban con sus insistentes estribillos. 

Cuántas veces, en momentos oscuros, nos vienen pensamientos de este tipo: 'Lo hago todo mal, no valgo nada, nadie me entiende, nunca lo conseguiré, estoy condenado al fracaso', cuántas veces nos ha venido a la cabeza pensar estas cosas. Pensamientos falsos y venenosos, que la confrontación con los demás ayuda a desenmascarar, para sentirnos amados y estimados por el Señor por lo que somos, capaces de hacer cosas buenas por Él. 

Descubrimos con sorpresa formas distintas de ver las cosas, signos de bondad que siempre han estado presentes en nosotros. Es verdad, podemos compartir nuestras fragilidades con otro, con el que nos acompaña en la vida, en la vida espiritual, el maestro de vida espiritual, sea un laico, un sacerdote, y decir: 'Mira lo que me pasa: soy un desgraciado, me pasan estas cosas'. Y el que acompaña responde: 'Sí, a todos nos pasan estas cosas'. Esto nos ayuda a clarificarlos bien y ver de dónde vienen las raíces y así superarlos.

El que acompaña -el acompañante- no ocupa el lugar del Señor, no hace el trabajo en lugar del acompañado, sino que camina a su lado, le anima a leer lo que se mueve en su corazón, el lugar por excelencia donde habla el Señor. 

El acompañante espiritual, al que llamamos director espiritual -no me gusta este término, prefiero acompañante espiritual, es mejor-, es el que te dice: "Está bien, pero mira aquí, mira aquí", te llama la atención sobre cosas que pueden pasar; te ayuda a comprender mejor los signos de los tiempos, la voz del Señor, la voz del tentador, la voz de las dificultades que no puedes superar. 

Por eso es muy importante no caminar solo. Hay un dicho en la sabiduría africana -porque tienen esa mística de la tribu- que dice: 'Si quieres llegar rápido, ve solo; si quieres llegar seguro, ve acompañado', ve acompañado, ve con tu gente. Esto es importante. En la vida espiritual es mejor estar acompañado por alguien que conozca nuestras cosas y nos ayude. Y esto es acompañamiento espiritual.

Este acompañamiento puede ser fructífero si, por ambas partes, se ha experimentado la filiación y la fraternidad espiritual. Descubrimos que somos hijos de Dios en el momento en que descubrimos que somos hermanos, hijos de un mismo Padre. Por eso es indispensable formar parte de una comunidad en movimiento. No estamos solos, somos gente de un pueblo, de una nación, de una ciudad que camina, de una Iglesia, de una parroquia, de este grupo... una comunidad en camino. 

No se acude solo al Señor: eso no está bien. Debemos entenderlo bien. Como en el relato evangélico del paralítico, a menudo somos sostenidos y curados gracias a la fe de otra persona (cf. Mc 2,1-5) que nos ayuda a seguir adelante, porque todos nosotros tenemos a veces una parálisis interior y necesitamos que alguien nos ayude a superar ese conflicto con ayuda. No vamos solos al Señor, recordémoslo; otras veces somos nosotros los que hacemos ese compromiso en nombre de otro hermano o hermana, y somos acompañantes para ayudar a esa otra persona. Sin una experiencia de filiación y fraternidad, el acompañamiento puede dar lugar a expectativas irreales, malentendidos y formas de dependencia que dejan a la persona en un estado infantil. Acompañamiento, como hijos de Dios y hermanos entre nosotros.

La Virgen María es maestra de discernimiento: habla poco, escucha mucho y guarda en su corazón (cf. Lc 2,19). Las tres actitudes de la Virgen: hablar poco, escuchar mucho y guardar en el corazón. Y las pocas veces que habla, deja huella. Por ejemplo, en el Evangelio de Juan, hay una frase muy corta pronunciada por María que es una consigna para los cristianos de todos los tiempos: "Haced lo que él os diga" (cf. 2,5). Es curioso: una vez oí a una anciana muy buena, muy piadosa, no había estudiado teología, era muy sencilla. Y me dijo: '¿Sabes el gesto que hace siempre la Virgen? No sé: te abraza, te llama... 'No: el gesto que hace la Virgen es éste' [señala con el dedo índice]. No lo entendí y pregunté: '¿Qué significa eso? Y la anciana me contestó: 'Siempre hace señas a Jesús'. Es hermoso eso: la Virgen no toma nada para sí, señala a Jesús. Haced lo que Jesús os diga: así es la Virgen. 

María sabe que el Señor habla al corazón de cada persona, y nos pide que traduzcamos esta palabra en acciones y opciones. Ella pudo hacerlo más que nadie, y de hecho está presente en los momentos fundamentales de la vida de Jesús, especialmente en la hora suprema de su muerte en la cruz.

Queridos hermanos y hermanas, concluyamos esta serie de catequesis sobre el discernimiento: el discernimiento es un arte, un arte que se puede aprender y que tiene sus propias reglas. Si se aprende bien, permite vivir la experiencia espiritual de forma cada vez más bella y ordenada. Ante todo, el discernimiento es un don de Dios, que hay que pedir siempre, sin presumir nunca de experto y autosuficiente. Señor, dame la gracia de discernir en los momentos de la vida, lo que debo hacer, lo que debo comprender. Dame la gracia de discernir, y dame la persona que me ayude a discernir.

La voz del Señor siempre se reconoce, tiene un estilo único, es una voz que apacigua, anima y tranquiliza en las dificultades. El Evangelio nos lo recuerda continuamente: "No temas" (Lc 1,30), qué hermosa aquella palabra del ángel a María después de la resurrección de Jesús; "no temas", "no temas", es precisamente el estilo del Señor: "no temas". "¡No tengáis miedo!", nos repite hoy el Señor; "no tengáis miedo": si confiamos en su palabra, jugaremos bien el juego de la vida, y podremos ayudar a los demás. Como dice el Salmo, su Palabra es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino (cf. 119,105).

Libreria Editrice Vaticana / Rome Reports