De corazón a corazón: Evangelizar en una época de cambios (II)

Esta es la misión que el Señor nos confía: llevar a los demás el contacto con alguien vivo; dejar entrever, en nuestra vida concreta, que Cristo es real; que realmente puede habitar nuestra historia, nuestras relaciones, nuestras debilidades.

Es una de las parábolas más breves de Jesús, y tiene todo el sabor de su infancia. «El reino de los cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Mt 13,33). En el Nazaret del siglo I no había panadería; las amas de casa solían ocuparse de todo el proceso de elaboración del pan: moler el grano, amasar la harina, mezclarla con la levadura y, finalmente, cocer la masa en el horno. Así hacía santa María, mientras los ojos de Jesús niño no perdían detalle[1].

Veinte siglos más tarde, en la otra orilla del Mediterráneo, un chico de la misma edad disfrutaba de ese ritual durante las vacaciones de verano: «Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia: era un verdadero rito preparar bien la levadura —una pella de pasta fermentada, proveniente de la hornada anterior—, que se agregaba al agua y a la harina cernida. Hecha la mezcla y amasada, la cubrían con una manta y, así abrigada, la dejaban reposar hasta que se hinchaba a no poder más. Luego, metida a trozos en el horno, salía aquel pan bueno, lleno de ojos, maravilloso. Porque la levadura estaba bien conservada y preparada, se dejaba deshacer —desaparecer— en medio de aquella cantidad, de aquella muchedumbre, que le debía la calidad y la importancia»[2].

Como la levadura

El reino de Dios es como la levadura. Para transformar la masa no hace falta mucho fermento: basta con que ese poco esté realmente vivo, vibrante, y bien mezclado, hasta el punto de no poder distinguirlo del resto[3]. Entonces se activa ese proceso discreto, aparentemente inocuo, pero imparable: la fermentación que permite producir el pan. «Que se llene de alegría nuestro corazón pensando en ser eso: levadura que hace fermentar la masa (…); llegar a todos los corazones, haciendo en todos ellos la gran labor de transformarlos en buen pan, que sea la paz —la alegría y la paz— de todas las familias, de todos los pueblos: iustitia, et pax, et gaudium in Spiritu Sancto; justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo»[4].

Con los años san Josemaría se referiría con mucha frecuencia a esta parábola del Señor[5], porque veía en ella una imagen muy elocuente para describir el dinamismo apostólico del Opus Dei: cristianos perfectamente mezclados con la masa del mundo, llamados a vivificarlo, como la levadura, desde dentro[6]. En ese sentido, aunque el mundo secularizado pueda presentarse a veces como un entorno hostil, es en realidad el medio natural para el carisma del Opus Dei. Y viceversa: la Obra, siendo un actor más en la gran familia de la Iglesia, responde específicamente a la necesidad de encarnar el mensaje cristiano en todas las esferas de la vida de un mundo secularizado.

San Josemaría comprendió desde muy pronto que la Obra no venía a resolver un problema circunstancial de la sociedad o de la Iglesia[7], porque el mundo siempre va a necesitar un aliento divino que lo renueve desde sus mismas entrañas. A la vez, este don del Espíritu Santo a la Iglesia no llega casualmente en un momento de transición desde una sociedad de cristiandad a un mundo de misión apostólica. En una época en la que el cristianismo ya no se encuentra en el centro de la vida cultural e institucional, la voz más clara y creíble que podemos ofrecer es la de nuestra vida concreta, vivida con Cristo, junto a los demás. Es el momento de las conversaciones auténticas, de los rostros cercanos, de los corazones que se abren. Es el momento de un apostolado que requiere la presencia de Jesús, a través de sus discípulos, en cada rincón del mundo.

Testigos antes que maestros

El hombre contemporáneo, escribía san Pablo VI, «escucha más gustosamente a los testigos que a los maestros. O si escucha a los maestros, es porque son testigos»[8]. Este es un apostolado que parte, más que de lo que sabemos, de lo que vivimos. Aquí lo decisivo, antes que las respuestas o argumentos brillantes, es una vida habitada por Cristo y el valor —o mejor dicho, la sencillez— de dejarla transparentar. San Josemaría lo sugería en una ocasión así: «En realidad, basta con que os dejéis tratar»[9]; basta con llevar el fuego de Cristo en el corazón y caminar junto a los demás —ese es el sentido original de conversar— por el camino de la vida.

Hay un hambre oculta en el corazón de muchas personas. Un hambre de sentido, de belleza, de verdad, que a menudo no se expresa con palabras religiosas: se hace sentir en el cansancio cotidiano, en las dudas, en las ansiedades, en las fragilidades. Y es precisamente ahí donde podemos entrar con delicadeza, no como maestros, sino como compañeros de camino. Con humildad, que es «andar en verdad»[10], les contaremos lo que nos sostiene, lo que nos da paz, dónde encontramos fuerza, qué nos hace esperar. Compartiremos nuestra vida interior, nuestra búsqueda, nuestra relación de íntima amistad con el Señor, mostrando también —y quizá, sobre todo— nuestra vulnerabilidad, porque es ahí donde mejor se ve la gracia.

«Actuando así, daremos a quienes nos rodean el testimonio de una vida sencilla y normal, con las limitaciones y con los defectos propios de nuestra condición humana, pero coherente. Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás? Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones»[11].

De corazón a corazón

San Josemaría veía en la amistad la vía maestra de la vida del apóstol; se daba cuenta de la fuerza que contienen las relaciones interpersonales, el uno a uno. El apostolado de «amistad y confidencia»[12] supone querer el bien del otro, querer el bien que es el otro; construir relaciones auténticas, hablar desde el corazón. «Cuando te hablo de “apostolado de amistad”, me refiero a amistad “personal”, sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón»[13].

En 2019, el Padre nos escribió una carta más extensa para recordar que la amistad no es solo una parte del apostolado de un cristiano corriente, sino que se encuentra en el núcleo de su misión. La amistad no es algo que se practica, es algo que se es: soy amigo, soy una mano abierta, un rostro que busca, en todo, el encuentro. «Cuando una amistad es así, leal y sincera, no cabe instrumentalizarla: sencillamente un amigo desea transmitir al otro el bien que experimenta en su vida. Habitualmente lo haremos sin darnos cuenta, mediante el ejemplo, la alegría y un deseo de servir que se expresa en mil pequeños gestos. Sin embargo, “el valor del testimonio no significa que se deba callar la palabra. ¿Por qué no hablar de Jesús, por qué no contarles a los demás que él nos da fuerzas para vivir, que es bueno conversar con él, que nos hace bien meditar sus palabras?”. La amistad desemboca así, naturalmente, en la confidencia personal, llena de delicadeza y respeto a la libertad»[14].

Este estilo apostólico no hace ruido; suele pasar desapercibido en los periódicos, en los congresos y en los planes pastorales. Su discreción no nace de una tendencia al secretismo, sino de una realidad más profunda: el hecho inevitable de que una parte esencial de la verdadera historia se fragua en la vida cotidiana. Así lo intuyó una gran escritora del siglo XIX: «El bien creciente del mundo depende en parte de actos que no pasan a la historia; que las cosas no nos vayan tan mal a ti y a mí, cuando podrían haber ido peor, se debe en parte a tantos que vivieron fielmente una vida oculta y descansan en tumbas que nadie visita»[15].

Este estilo apostólico, que la Iglesia está necesitando cada vez más, cambia el mundo desde dentro. Porque va despacio, sí, pero llega a lo más profundo. Toca el corazón. Y el corazón que ha sido tocado por la gracia puede desorientarse, puede desviarse, pero ha quedado marcado a fuego. Así suelen nacer de ordinario los verdaderos cristianos: de la transmisión de corazón a corazón. Cor ad cor loquitur, el corazón habla al corazón, como rezaba el lema cardenalicio de san John Henry Newman. Así nació la Iglesia, con unos pocos hombres y mujeres transformados por el encuentro con Jesús. Así tantas veces renace también hoy, con simples conversaciones entre amigos, palabras sinceras, gestos auténticos, que señalan una Presencia viva.

Este lento pero poderoso fluir de la vida de una persona a otra tendrá que adaptar su curso a cada circunstancia. Como en toda época a lo largo de la historia, tenemos la apasionante tarea de buscar el modo de «transmitir, según los tiempos —adaptándose al lenguaje de los hombres, comprendiendo su mentalidad— el mensaje cristiano a todas las almas»[16]. Casi siempre se tratará de una transmisión personal. Sin necesidad de grandes acciones o manifestaciones. «Créeme, el apostolado, la catequesis, de ordinario, ha de ser capilar: uno a uno. Cada creyente con su compañero inmediato. A los hijos de Dios nos importan todas las almas, porque nos importa cada alma»[17].

Los primeros cristianos «no tenían, por razón de su vocación sobrenatural, programas sociales ni humanos que cumplir; pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en la que se movían»[18]. En el fondo, esta es la misión que el Señor nos confía: ser testigos, no solo maestros. Llevar a los demás, antes que una serie de enseñanzas y de principios morales, el contacto con alguien vivo. Dejar entrever, en nuestra vida concreta, que Cristo es real. Que realmente puede habitar nuestra historia, nuestras relaciones, nuestras debilidades. Y será ese contacto con Cristo vivo, con Cristo resucitado, lo que llevará a uno y otro a decir, como en la mañana de Pentecostés, «¿qué debemos hacer?» (Hch 2,37), ¿qué es lo que tengo que cambiar en mi vida?, ¿dónde puedo saber más sobre Dios?, ¿cómo puedo conocerlo mejor? Y entonces será el momento de hablar, de enseñar, de orientar.

San John Henry Newman, recién declarado doctor de la Iglesia por León XIV, se dirigía así al Señor: «Quédate conmigo, y así empezaré a brillar como tú brillas; a brillar de tal modo que sea luz para los demás. La luz, Jesús, vendrá toda de ti; no habrá nada mío, ningún mérito de mi parte. Serás tú quien brille, a través de mí, sobre los demás. Déjame alabarte así, como a ti te gusta: iluminando a quienes me rodean. Dales luz como me la das a mí; ilumínalos conmigo, a través de mí. Enséñame a irradiar tu alabanza, tu verdad, tu voluntad. Haz que te anuncie sin predicar: no con las palabras, sino con el ejemplo; con la fuerza contagiosa y la amable influencia de mis obras; con mi parecido a los santos, con el amor desbordante de mi corazón»[19].

Es llamativo que quien tanto escribió y predicó sobre la fe rezara de este modo. Se entiende así que no se trata de permanecer mudos: el Señor quiere que estemos preparados para dar razón de nuestra esperanza (cfr. 1P 3,15); pero nuestras palabras, como nuestras obras, solo serán fecundas si nuestro corazón arde con el fuego de Cristo (cfr. Lc 24,32). Quien sea apóstol de esta manera tal vez no vea inmediatamente los frutos, o no vea frutos espectaculares. Pero tampoco los vieron santa María y san Juan al pie de la cruz, ni san Pablo en la cárcel, como tampoco muchos cristianos a lo largo de la historia. Y, sin embargo, transformaron realmente el mundo. Porque la Iglesia no renace por movimientos de masas, sino por la acción callada y paciente del fermento, por transmisión de la vida que llevamos dentro. Esa es la gran responsabilidad que Dios pone en nuestras manos. La Iglesia, y esta parte de la Iglesia que es la Obra, somos cada uno. Por eso san Josemaría preguntaba a los primeros: «Si yo me muero, ¿continuarás con la Obra?»[20].


[1] Cfr. F. M. Willam, Vida de María, la Madre de Jesús, Herder, Barcelona 1982, p. 151.

[2] San Josemaría, Carta 1, n. 5.

[3] «Para ser levadura, es necesaria una condición: que paséis inadvertidos. La levadura no surte efecto si no se mete en la masa, si no se confunde con ella» (Carta 1, n. 5). «Una sola cosa ha de distinguirnos: que no nos distinguimos. Por eso, para algunas personas amigas de llamar la atención, o de hacer payasadas, somos raros, porque no somos raros» (Ibid., n. 8).

[4] Ibid.,n. 5.

[5] Cfr. por ejemplo Amigos de Dios, n. 257; Carta 29, nn. 7-8; Forja, n. 973.

[6] Cfr. San Josemaría, En diálogo con el Señor, n. 12.

[7] Cfr. San Josemaría, Instrucción, 19-III-1934, nn. 6, 8, 14.

[8] San Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 41.

[9] San Josemaría, palabras de una tertulia en torno a 1958, recogidas en P. Rodríguez, «Omnia traham ad meipsum: El sentido de Jn 12,32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer», Romana 13 (1991/2) p. 349.

[10] Santa Teresa de Jesús, Las moradas 6, 10.

[11] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 148.

[12] Así solía referirse san Josemaría al apostolado en este contexto de amistad que facilita la apertura mutua del corazón. Cfr. L. Flamarique, «Amistad», en Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo, Burgos 2013 (voz disponible en opusdei.org).

[13] San Josemaría, Surco, n. 191.

[14] F. Ocáriz, Carta pastoral, 1-11-2019, n. 18. Cfr. Francisco, Christus vivit, n. 176.

[15] G. Eliot, Middlemarch (vol. II), Harper & Brothers, New York 1873, p. 452 (traducción nuestra).

[16] San Josemaría, Carta 6, n. 30.

[17] San Josemaría, Surco, n. 943.

[18] San Josemaría, Carta 29, n. 22.

[19] San John Henry Newman, Meditations and Devotions, Longmans Green & Co, Nueva York-Londres 1907, p. 365 (traducción nuestra).

[20] S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp 1980, 6ª ed., p. 356.

Lorenzo De Vittori