El primero fue Álex, que padecía parálisis cerebral. Tenía 4 años y le habían dado el alta médica con la recomendación de que hiciera rehabilitación. Su madre, enfermera, conoció casualmente Santa Cecilia. Al principio, a Maribel le pareció extraño llevar a su hijo a rehabilitación a una escuela de danza, pero lo que le convenció definitivamente fue que, después de una primera entrevista, aquella profesora de ballet había leído todo lo que había encontrado sobre parálisis cerebral y diseñado unos ejercicios especiales para el niño. A los 23 años, Álex, un fanático del Barça y del cine, sigue acudiendo semanalmente a su terapia. “Nosotros no damos el alta”, dice Isabel.
El siguiente fue Jordi, un bebé recién operado de espina bífida. “No hace falta rehabilitación, estimuladlo como a un bebé normal”, habían indicado a la familia. Pero su tía trabajaba en la escuela y se lo contó a Isabel, que rápidamente se puso manos a la obra. Los padres llegaron con el material facilitado por los especialistas, que anunciaba incontinencia, retraso cognitivo, silla de ruedas... La respuesta de Isabel fue: “Vamos a aparcar los libros y nos ponemos a trabajar; cuando vaya apareciendo cada obstáculo ya buscaremos soluciones”. Ahora Jordi está acabando los estudios de secundaria y las únicas ruedas que utiliza son las de la bici.
“Yo no lo busqué. Vinieron y les acogimos”
Aunque ser madre de cinco hijos y directora de la escuela de danza le dejaba poco tiempo para otras actividades, Isabel siempre tuvo una gran inquietud por ir más allá en su entorno profesional.
Años antes de empezar a trabajar con estos niños ya se interesaba por la anatomía y la psicomotricidad. “Empecé a estudiar y a hacer cursos, en el Instituto Médico del Desarrollo Infantil de Barcelona y en la Universidad de Zaragoza, para aprender sobre desarrollo motor y cognitivo y poder detectar en mis alumnas de ballet si algo no iba bien: los pies, la espalda, la vista...”.
Después, aceptó una propuesta para dar clases de motricidad en un parvulario. Por eso, cuando los primeros niños con necesidades especiales llegaron a Santa Cecilia, Isabel llevaba décadas estudiando y trabajando el tema.
¿Coincidencia? Ella insiste en afirmar que todo fue providencial. “Es Dios el que ha hecho que, en los últimos veinte años, la escuela de danza haya visto pasar a más de sesenta criaturas con algún tipo de discapacidad. Yo nunca lo busqué. Simplemente vinieron y les acogimos. Y cada vez vienen más”.
Un traje a medida
Álex y Jordi son sólo dos casos pero Isabel recuerda cada nombre y cada historia. Ana, Judith, Andrea, David, Alba, Miguel. Ella habla con naturalidad de la parálisis cerebral o del síndrome de Down, pero también del lipomeningocele, de los síndromes de Rett, Asperger o Angelmann, de las secuelas de un tumor. Para el caso de una niña con un síndrome muy especial, que no hablaba, Isabel buscó información en una editorial especializada y allí le dijeron: “Con lo que usted sabe, hágale un traje a medida”. Y este ha sido su enfoque. “Cada niño es un mundo, no se puede generalizar. Hay que ir a fondo, con tranquilidad, trabajando. Pensar qué le iría bien a cada uno, buscar”.
Cuando empezó esta labor, a principios de los 90, la escuela tenía 120 alumnas de ballet e Isabel era la única profesora. Ahora, cuenta con varios locales, un equipo que incluye varias fisioterapeutas y una psicóloga que comparten su visión, 130 estudiantes de ballet, 120 alumnos de kárate y 30 niños y adolescentes de educación especial.
Acompañar a las familias
“Casi siempre se trata del primer hijo. Para los padres, la noticia es dura. Se truncan las ilusiones, los pronósticos son generalmente negativos. El futuro parece insalvable”.
La filosofía de Isabel Albors es no dejarles solos, trabajar duro y ver en cada momento qué se puede hacer. Se trata, sobre todo, de que los padres se sientan acompañados: “Es un acompañamiento más humano que profesional: alguien sufre como tú, piensa qué le iría mejor, te llama con un cómo estáis”.
Y luego está el coste económico de los centros de rehabilitación, que para muchas de estas familias es una dificultad insalvable. Por eso hasta hace dos años Santa Cecilia ofrecía el servicio de forma gratuita, porque una familia con un niño enfermo y sin recursos se siente doblemente sola. Ahora, ante la avalancha de chicos que necesitan atención, se pide a las familias que puedan que contribuyan con una pequeña cantidad.
“Detrás de cada chaval hay una familia, mucho sufrimiento... A mí, la capacidad de acogerlos y de amarlos me viene de Dios, no es mía”. Isabel comenzó a asistir, hace dieciocho años, a unas reuniones de formación cristiana que organizaba el Opus Dei. “Porque hay que tener fuerte el alma. La Obra te va formando, mimando, para que puedas dar fruto. Te recuerda que cualquier pequeña cosa que puedas hacer por alguien de tu entorno ya cambia el mundo. Es como la fuerza de la oración, que no se ve, pero está”.
“Mamá, ¿no podrías ser como todas las madres, que compran ropa en El Corte Inglés?”, se lamentaba una de sus hijas cuando era adolescente y le acompañaba a comprar unas escarpias. Años después, Isabel sigue dando vueltas a cómo conseguir un mecanismo para que una madre no tenga que levantar a pulso a su hija de 40 kilos.