Natanael descubrió al Mesías porque sintió su silenciosa e íntima presencia debajo de la higuera. Con frecuencia, nos duele la soledad que se ha instalado en nuestras sociedades. No es igual en todo el mundo, pero se podría decir que en todas partes se pueden dar situaciones de distancia física, emocional o espiritual que nos hacen sufrir.
Puede que nos resulte especialmente dolorosa la soledad de algunos enfermos, en los hospitales o en sus hogares, aunque también hay muchas personas que están sanas pero solas. Otras quizá se aíslan involuntariamente, porque no saben dejarse cuidar. No es extraño que algo muy habitual y natural nos cause también un dolor profundo: un cambio de residencia que implica que una hermana o un amigo estarán menos accesibles o cercanos que antes; el final de un periodo educativo que conlleva la separación de un grupo de amigos; la boda de un miembro de la familia que supone el abandono del hogar familiar.
Obviamente en todas estas situaciones es bueno que seamos muy sinceros con Dios y con nosotros mismos para evitar que esa distancia sea en parte causada por nuestra comodidad o el egoísmo, algo que no podemos descartar a priori. Sin embargo, aquí se trata más bien de pensar en condiciones de distanciamiento que nos vienen impuestas de algún modo, aunque solo sea por el hecho de que no podemos estar en dos sitios al mismo tiempo.
En Cristo podemos llegar hasta el último rincón del planeta, hasta la última cama de un hospital, hasta lo más profundo de un corazón lejano. Con Él somos capaces de dar calor, luz y cariño a cualquier alma que se encuentre sola debajo de su higuera. Viviendo en Cristo podemos superar nuestras limitaciones de tiempo y espacio. Queremos acompañar a quien se sienta solo, pero para eso también es necesario que permitamos a Cristo visitarnos en nuestra propia higuera. «Por Cristo, con Él y en Él» logramos anular esa distancia y hacernos presentes de una forma divina, pero al mismo tiempo profundamente humana.
Un sufrimiento muy íntimo
La vida corriente nos regala muchas distancias que podemos ofrecer a Jesús. Esos sufrimientos no son indiferentes para él. «"Maestro, ¿no te importa que perezcamos?" (Mc 4,38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados»[1].
Nos hace sufrir no poder estar cerca de quienes amamos porque también a nosotros nos importan, y mucho. El mismo Jesús y su madre habían sufrido una separación durante tres días cuando él tenía doce años y se perdió en el Templo. María no entendió al principio por qué Jesús permitió la angustia que le causó esa distancia. Es posible que se sintiera culpable de no haber cuidado suficientemente a su Hijo.
En nuestro corazón pueden luchar sentimientos muy encontrados: la conciencia de que otros deberes ineludibles nos impiden objetivamente atender como nos gustaría a las personas que amamos, por un lado, y el deseo de cuidarlas, de abrazarlas, de hacer que se sientan queridas, por otro. Con el tiempo, veinte años después, María descubrió que Jesús se ausentaba otros tres días y volvía a estar ocupado en las cosas de su Padre, y supo que la distancia era sólo aparente. Se olvidó de su propio dolor y se dedicó a sostener a los apóstoles, también a los que no volvieron inmediatamente como Tomás, porque también ella quería estar en las cosas de su Padre.
Hay situaciones especialmente dolorosas. Sucede, por ejemplo, cuando la enfermedad impide que nos reconozcan las personas que más queremos. No es fácil hacerse cargo de lo que siente un padre o una madre que deben emigrar para buscar un futuro para su familia dejando por el momento a sus padres, cónyuge e hijos. A veces la distancia puede ser causada por la separación de dos cónyuges, o quizá todavía de forma más dolorosa cuando se interpone en medio de ellos un divorcio muchas veces no querido por ambos. Estas últimas situaciones pueden implicar la separación de los hijos, al menos durante determinados periodos. También sufre un sacerdote que debe atender varios pueblos y no alcanza a visitar con la frecuencia que le gustaría a sus feligreses enfermos o moribundos. Cómo no pensar en un padre que ve como un hijo elige malas compañías y eso puede comprometer definitivamente su felicidad, además de separarle de su familia. Son solo ejemplos de una multitud de situaciones en las que se interpone una distancia de diverso tipo y grado entre nosotros y las personas que queremos. Son circunstancias que sitúan a quienes más queremos debajo de su higuera.
Como estamos considerando el caso de que sea imposible nuestra presencia, podría surgir la tentación de tirar la toalla, resignarnos y no hacer nada. Sin embargo, la fe nos asegura que también en ese caso podemos ser cauce para ellos de «una alegría auténticamente evangélica, que nos pide derribar los muros de la indiferencia»[2]. Hay algo que está al alcance de todos en esta situación y que puede tener un valor incluso mayor que la presencia física, además de llenarnos de paz. «Cultivemos la unidad con nuestros seres queridos, que nuestro corazón abarque al que está más lejos y, en particular, a quien vive en una situación de necesidad»[3].
Hacer compañía desde lejos
De algún modo Jesús estaba debajo de la higuera, aunque Natanael estaba absolutamente convencido de que se encontraba solo. Esos momentos descritos más arriba son una ocasión magnífica para disfrutar de la Comunión de los Santos. La oración de intercesión es un medio privilegiado para vivirla. Natanael se convenció de que Jesús era el Mesías porque, a posteriori, supo que le había acompañado en ese momento de su vida: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1, 48).
Mucha gente necesita hoy que Jesús se haga presente debajo de su higuera. Nosotros, con la gracia, podemos llegar a esos lugares aparentemente inaccesibles, «ya que en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Si vivimos su vida, la distancia no nos separará (cfr. Rom 8, 35-39). Aunque no podamos estar físicamente junto a ellos, las personas que queremos sentirán la presencia del Salvador, y la nuestra, junto a ellas.
San Josemaría tenía una conciencia muy viva de que la distancia no era obstáculo para acompañar a sus hijos. A sus hijas de México les escribía: «Ya sabéis que, desde lejos, os acompaño siempre»[4]. A sus hijos de Australia, en la otra punta del mundo les confiaba: «¡Cuánta compañía os hago, desde aquí!»[5]. Sufría como nosotros en estas situaciones: «Paco: ¿no ves que el pobre abuelo –así se refería a sí mismo en sus cartas durante la contienda civil, para eludir los peligros de la censura de guerra–, preocupado con sus peques, está en carne viva?»[6]. Creía firmemente que esa cercanía y unión «no se basa en la materialidad de convivir bajo un mismo techo. Como los primeros cristianos, somos cor unum et anima una (Hch 4,32)»[7].
La distancia de los seres queridos puede ser mucho más dura para nosotros que cualquier otro dolor personal. Ofrecer a Dios nuestro sufrimiento por aquellas personas de las que la vida nos ha distanciado supone ya un comienzo de cercanía. Además, el hecho de que la distancia impida una conexión inmediata puede ser la chispa que encienda la «imaginación de la caridad»[8], «para llevar el bálsamo de la ternura de Dios a todos nuestros hermanos que pasan necesidad»[9].
Nunca es tan importante como en esas situaciones descubrir qué detalles de cariño son decisivos para cada uno. Quizá les ayuda que les pidamos oraciones, el ofrecimiento de su dolor o consejo para nuestra misión apostólica. Seguramente es consolador para ellos que validemos sus sentimientos. Les hará sentirnos cercanos el recuerdo de sus aniversarios y celebraciones. Algunas personas siguen enviando cartas o postales, y la mayoría se sirve de las inmensas posibilidades que la tecnología ofrece para prestarles atención y escucharles, o contarles cosas que les distraigan. El envío de algún detalle como ropa o un recuerdo personal también es una forma de hacerse presente y puede suplir la falta de contacto. A veces bastará un detalle que manifieste que nos hemos acordado de esa persona tan querida y de sus gustos. Suele ser buena idea agradecerles con frecuencia todo lo que han hecho, y también pedirles perdón por la guerra que les hemos dado tantas veces. Queremos pedir al Señor que la distancia nunca sea el resultado de nuestra falta de empatía con sus anhelos más profundos.
¿Acaso no hay custodios?
En esta misión de acompañar a quien queremos, ningún aliado es tan bueno como los Ángeles custodios. Son cómplices muy interesados en el asalto que queremos hacer al aislamiento de esas personas queridas. Cuando Jesús escucha a Natanael su confesión, le responde abriéndole horizontes insospechados: «¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás. En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre» (Jn 1, 50-51). La presencia de Jesús debajo de la higuera junto a Natanael y la acción de los ángeles son invisibles, pero absolutamente reales.
En una ocasión San Josemaría se enteró de una situación complicada por la que atravesaban dos hijos suyos. Debían de hospedarse en una pensión con un ambiente nada recomendable. Uno de ellos hablaba eufemísticamente de un “vecindario peligroso”. El diario de aquellos días ahonda en la naturaleza del peligro: «en esta casa, como es natural, hay su correspondiente rebaño de “vulpes levantinas”»[10]. San Josemaría, pasados los meses, redactaría en Burgos un punto de Camino que hace referencia a esa situación: «¿Que hay en ese ambiente muchas ocasiones de torcerse? —Bueno. Pero, ¿acaso no hay también Custodios?»[11].
Bien podemos servirnos nosotros de la ayuda de tan poderosos intercesores para acompañar a nuestros seres queridos y proporcionarles el calor de la compañía y el auxilio espiritual que necesitan. Las distancias se anulan porque el cariño vuela y se hace eterno y divino.
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«Veréis el cielo abierto» (Jn 1, 51). El cielo está abierto porque la Virgen es su Puerta. Nuestra fe nos asegura que cuando las personas que amamos afronten la soledad del último paso hacia la vida eterna no les ha de faltar la caricia maternal de la Virgen, como a Jesús, que no se privó de la presencia de su madre en la cruz. Nos encantaría estar presentes junto a quienes amamos en ese último rato a la sombra de su higuera. Nuestra madre nos hará el regalo de adentrarnos de su mano en esa tierra sagrada.
[1] Francisco, Momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia, 27-III-2020.
[2] León XIV, Mensaje para la V Jornada Mundial de los Abuelos y de los Ancianos (27 de julio de 2025).
[3] León XIV, Mensaje para la V Jornada Mundial de los Abuelos y de los Ancianos (27 de julio de 2025).
[4] Carta a sus hijas de México, desde Roma, 20-VI-1950 (AGP, serie A.3.4, 500620-7).
[5] Carta a sus hijos de Australia, desde Roma, 8-IV-1964 (AGP, serie A.3.4, 640408-1).
[6] Carta a sus hijos de Valencia, 25-VII-1937 (AGP, serie A.3.4, 370725-3).
[7] Carta 11, n. 23.
[8] San Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 50.
[9] Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 31.
[10] Diario del paso de los Pirineos, días 6 y 7 de octubre de 1937 (Juan Jiménez Vargas), p. 2, en AGP, sec A, leg 2, carp 2, exp 1 y 2.
[11] Camino, n. 566.
