La vida no es una película. No hay un director que se ocupe de decir a los actores lo que tienen que hacer, o que gira la trama para ajustarla al final que desea. Dios quiere que nosotros seamos protagonistas de nuestra película.
Seguramente venía siguiéndolo desde días atrás, observando en silencio. Pero esta vez ya no aguantó. Tuvo que ver tantas cosas en tan poco tiempo, que su corazón no pudo reprimir más el deseo de acercarse, de terminar de comprobar lo que desde hacía tiempo comenzaba a intuir.
Jesús se había vuelto a desplazar desde Galilea hacia Judea, al otro lado del Jordán. Y tal como era su costumbre, se puso a enseñar a la muchedumbre y a sanar a los enfermos que se acercaban. También muchas personas comenzaron a traerle unos niños para que los bendijera.
Quizá fue este derroche de cariño la gota que colmó el vaso de nuestro personaje. Nunca había visto tanta coherencia entre palabras y obras, tanto amor predicado y practicado. Tenía que hablar con él, pero se le acababan las oportunidades, porque no sabía si alguna otra vez lo tendría tan cerca. Así que, cuando vio que Jesús «salía para ponerse en camino, vino corriendo y se arrodilló delante de él» (Mc 10,17).
En busca de una respuesta
Se trataba de un joven distinguido, que era rico. Por sus palabras y actitudes podemos intuir, además, que estaba a la búsqueda del amor que diera sentido a todo lo que hacía. No es usual que alguien rico y distinguido se postre delante de otra persona. Pero la sed existencial que le consumía era tan abrasadora, que le importaban muy poco las formas o lo que otros pudieran pensar de él. Necesitaba una respuesta satisfactoria a la pregunta de su vida: «Maestro bueno, ¿qué puedo hacer para heredar la vida eterna?» (Lc 18,18). Ardía en deseos de encontrar lo verdaderamente bueno. Supo dar el primer paso: ponerse de rodillas delante de Dios. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado» (Jn 17,3).
Es probable que la multitud allí presente se sorprendiera al contemplar la escena. Estarían expectantes por ver la reacción de Jesús ante semejante gesto de humildad. La primera réplica del Señor no pone el énfasis en lo que hace el hombre, sino en lo que hace su Padre: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios» (Lc 18,19). Es precisamente la bondad de Dios, no la del ser humano, la que abre las puertas. Es la gracia divina la que transforma y permite habitar en su casa. Pero vivir en la casa del Padre requiere, lógicamente, abrazar las reglas del hogar: «Si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17).
La respuesta de Jesús no fue un descubrimiento, sino un recordatorio: «Ya conoces los mandamientos» (Lc 18,20). A nuestro afán por buscar respuestas originales, contesta señalándonos el camino que ya sabemos. Es como si el Señor nos indicara: «Lo que dije antes es lo que digo ahora». Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre (cfr. Hb 13,8). A veces, podemos pensar que hace falta realizar algo extraordinario para dar con la felicidad. Sin embargo, el Señor nos muestra que la plenitud se encuentra de una manera más sencilla de lo que creemos. «Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba (…). Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo»[1].
Pero el joven no se sintió satisfecho. Jesús le había dicho algo que ya sabía, pero él necesitaba más: «Todo esto lo he guardado desde mi adolescencia» (Lc 18,21). Tenía una fuerte familiaridad con las cosas de Dios, pero seguía inquieto. Quizá fue esa cercanía lo que le hacía buscar la respuesta definitiva, pues quien bebe de la verdadera fuente siempre querrá más. «Eres como un mar profundo en el que cuanto más busco, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco»[2].
Y entonces «Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él» (Mc 10,21). Su corazón ardía por hacer suya esa alma. Reconoció su deseo de plenitud y la inquietud que le había llevado a postrarse delante de él. No era una mirada cualquiera: era la del enamorado dispuesto a dar la propia vida por la otra persona. Por eso los ojos de Jesús cambiarían la existencia de ese joven para siempre, pues se supo amado infinitamente.
Por fin el Señor se decide a ofrecer al muchacho la respuesta que podría satisfacer sus deseos de eternidad. «Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme» (Mc 10,21). Se trata de un cambio radical de perspectiva. No es cuestión de pensar en cómo merecer la eternidad, sino de imitar al Señor viviendo sin ataduras en la tierra. «Es la llamada a una mayor madurez, a pasar de los preceptos observados para obtener recompensas al amor gratuito y total. Jesús le pide que deje todo lo que lastra el corazón y obstaculiza el amor. Lo que Jesús propone no es tanto un hombre despojado de todo sino un hombre libre y rico en relaciones. Si el corazón está abarrotado de posesiones, el Señor y el prójimo se convierten solo en una cosa entre otras. Nuestro tener demasiado y querer demasiado sofocan nuestro corazón y nos hacen infelices e incapaces de amar»[3].
El vértigo de volar
Las palabras de Jesús resonaron como un trueno en el centro del corazón del joven. Parecía como si en su interior se estuviera asomando el sol y de repente, se hiciera la más oscura de las noches. Su voluntad y su inteligencia, anhelantes de encontrar el sentido de la existencia, se habían quedado aturdidas. Su espíritu, noqueado.
Hasta ese momento todo iba bien. Pero en cuanto Dios le pidió el corazón y, con él, todo lo que llevaba dentro, no supo qué decir. Se hizo el silencio. Jesús lo seguiría mirando con cariño, esperando una respuesta. El joven miró dentro de esos ojos y vio allí todo lo que anhelaba: un futuro lleno de paz, de felicidad, de eternidad. Dentro de esa mirada se dio cuenta de lo lejos que podía volar, pero también sintió con toda la fuerza el vértigo de quien se eleva: adiós al suelo firme, a las seguridades. En definitiva, todo aquello que le daba cierto bienestar, pero que al mismo tiempo le encadenaba. Al fin y al cabo, todo aquello no podía satisfacer sus deseos de plenitud. Por eso Jesús lo invitó a soltar esas cadenas, pero él prefirió la seguridad de la celda.
Los ojos empezaron a llenarse de lágrimas. El Maestro no añadió nada más: simplemente le tendió la mano para que se levantara y se fuera con él. No le explicó a dónde, ni por cuánto tiempo. Solo le dijo «sígueme». Le pidió que confiara en él, que entendiera que es eso lo único que cuenta.
Al joven no le había importado que los demás lo vieran de rodillas, porque antes solo tenía ojos para Jesús. Pero ahora se estaba comenzando a llenar de vergüenza. Bajó la cabeza, porque no quería asumir lo que aquella mirada amorosa le proponía, y se levantó del suelo con pesadumbre. No quiso tomar la mano de Jesús, pues temía que eso lo instara a soltar otras cosas. Miró de reojo por última vez al maestro y, en ese último cruce de miradas, notó, por parte de Jesús, una confianza en él todavía incondicional; él, por su parte, había tomado ya una decisión. Se dio la vuelta y «se marchó triste, porque tenía muchas posesiones» (Mc 10,22).
No quiso girar la cabeza. Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de que Jesús lo miraba hasta el último instante, hasta el momento en que el camino viraba y se perdía de su vista. Como pasa en muchas películas, el espectador conserva la esperanza de que volverá corriendo, de que abrazará a Jesús, de que se dará cuenta de que «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[4]. Pero no, no vuelve.
La promesa del Señor
Mientras Jesús lo veía marcharse, los que presenciaron la escena se quedaron en silencio. Los apóstoles, que habían escuchado ese mismo «sígueme», notaron con particular fuerza el dolor que traslucía el rostro del Maestro. Entonces se alegraron de haber dejado entrar a Jesús en sus vidas, de haberle dicho que sí. Y también eran testigos del gozo que le embargaba por la presencia continua de los Doce y de las santas mujeres.
Finalmente, cuando la figura del joven rico, cabizbajo y con paso doloroso, se perdió en lontananza, Jesús suspiró y dijo: «¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!» (Lc 18,24). El Señor no tiene nada contra los ricos; su lamento se dirige más bien a aquellos que creen que solo la abundancia de bienes puede dar la auténtica felicidad. «No consiste la verdadera pobreza en no tener, sino en estar desprendido: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas. Por eso hay pobres que realmente son ricos. Y al revés»[5].
Pedro no pudo evitar intervenir. Ciertamente, los apóstoles no habían presenciado hasta ese momento un no tan rotundo a la llamada de Jesús. De hecho, habían visto lo contrario: personas que le habían manifestado su deseo de seguirlo a las que el Señor había invitado más bien a permanecer en su casa (cfr. Mc 5,19). Por eso, notando el contraste entre lo que el joven había hecho y lo que ellos mismos habían decidido, Pedro quiso saber cuál era la diferencia entre decir que sí y decir que no: «Ya ves que nosotros hemos dejado nuestras cosas y te hemos seguido. ¿Qué recompensa tendremos?» (Mt 19,27).
Entonces, Jesús dio una respuesta que ha movido corazones a lo largo de todos los siglos. Unas palabras que han consolado a los discípulos, que han sido el motor de las locuras de amor de los santos. Una promesa como la que Yahvé hizo a Abraham, a quien pidió también abandonarlo todo, incluso a su propio hijo: «Todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19,29).
La vida eterna. Justo lo que el joven rico buscaba. Al fin y al cabo, es a lo que aspiramos todos. Pero Jesús va más allá: nunca nadie podrá tener sueños más grandes que los de Dios. Nuestras más altas aspiraciones y anhelos se quedan muy cortos respecto a lo que el Señor nos quiere dar. Así como Salomón pidió sabiduría y se le concedió eso y también todo aquello a lo que renunció (cfr. 1 Reyes 3,1-15), los que siguen a Jesús reciben todo a lo que aspiran y mucho más que eso. «Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Solo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Solo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. (...) Abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[6].
[1]San Agustín, Confesiones Libro 7, 10. 18, 27.
[2] Del Diálogo de santa Catalina de Siena sobre la divina Providencia, Cap. 167.
[3] Francisco, Mensaje, 29-VI-2021.
[4] San Josemaría, Surco, n. 795.
[5] San Josemaría, Camino, n. 632.
[6] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.