“Cuidar a una persona en el último tramo de su vida es muy complejo –cuenta Simona, una de las sanitarias del Centro de Cuidados Paliativos “Insieme per la cura” (Roma)–. Nunca se trata sólo de ella, sino que implica al cuidador y a su familia. Los cuidados paliativos son realmente la esencia de la atención”.
Un vagabundo que abre su corazón para contar su historia por primera y quizá última vez; una mujer que vuelve a hablar con su familia… son experiencias que cambian la vida de quienes trabajan en el centro de cuidados paliativos “Insieme nella Cura”, dependiente del Campus Biomédico, obra corporativa del Opus Dei.
Este centro, destinado a cuidar a enfermos que no tienen posibilidad de curación, abrió las puertas en un momento en que la lucha contra la Covid-19 estaba provocando soledad y distancia. Por eso, se hacía aún más urgente trabajar para que todos, también los pacientes, pudieran sentirse acompañados.
“Desde que abrimos las puertas –continúa Simona–, hemos atendido a muchas personas, algunas durante pocos días, otras durante períodos más largos. Quienes no conocen los cuidados paliativos pueden pensar que es un lugar donde se espera la muerte; sin embargo, nunca como ahora hemos tenido tanta vida a nuestro alrededor. A menudo, los pacientes y sus familias nos han agradecido que les hayamos devuelto la dignidad que habían perdido. Dar valor a los días, a la vida, aunque se acabe, es lo único que realmente cuenta y este es el compromiso que adquirimos con ellos día a día”.
Morir habiendo recuperado la dignidad
“Hace unos días –recuerda Simona– recibimos a una señora que parecía estar a punto de morir en cualquier momento. Entrábamos en su habitación de puntillas. No hablaba, ni siquiera abría los ojos, tenía la boca llena de lesiones y apenas podía respirar. Luego, poco a poco, empezó a responder a preguntas sencillas. Nos empeñábamos para que no tuviera dolor; pero empezó a hacernos entender que necesitaba cambiar de posición, abrió los ojos, y empezó a susurrar algunas palabras, pequeñas frases. Hoy hemos entrado a saludarla, se ha despertado y nos ha pedido que la levantemos más, que le acomodemos la almohada, le estiremos las piernas y le limpiemos la boca. Ahora sus labios son rosados, sus dientes están limpios, las lesiones que tenía al principio casi han desaparecido”.
“La gravedad del estado de nuestra paciente no ha cambiado”, prosigue Simona, “pero ¿cuánta dignidad hemos devuelto a su vida, con sólo cuidarla? La vida de cada uno de nosotros es preciosa hasta el final, hasta el último latido del corazón, y hasta ese momento, debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano para que los que confían en nosotros se sientan respetados y protegidos el derecho a la atención, a la hospitalidad, a la dignidad… Como dijo Cicely Saunders, pionera de los cuidados paliativos: no se trata de añadir días a la vida, sino de dar más vida a los días”.
Marta y Alessia trabajan en el despacho junto a la puerta principal. La puerta de un centro de cuidados paliativos es un símbolo de paso, de cambio y de acogida. Estar allí les permite ser las primeras personas en dar la bienvenida a los enfermos o a los miembros de una familia y acompañarlos durante los primeros pasos de su viaje. “Un papel complejo, pero hermoso –explican–. Tratamos de dar inmediatamente una sensación de hogar y acoger con una sonrisa a cualquiera que llegue. Estar en la puerta nos permite observar cada uno de los cambios de los familiares que vienen a visitar a sus seres queridos. En sus rostros se puede leer un caleidoscopio de emociones: la alegría de poder volver a ver por fin a sus seres queridos después de 10, 15, 20 días o meses de ausencia, pero también el miedo a enfrentarse a los cambios que conlleva la enfermedad”.
“En otros se puede vislumbrar un pequeño rastro de relajación y serenidad, después de haber visto nuestra estructura, y después de haberse reunido con los médicos y otros sanitarios y haber escuchado a su ser querido. Otras veces, al ver las caras de los familiares, te das cuenta del dolor, el desánimo y el miedo a la pérdida, puedes leerlo claramente a pesar de la máscara, a través de esos ojos brillantes, y en esos momentos desearías poder abrazar a todos los miembros de la familia, apoyarlos en su dolor”.“La primera vez que entré a trabajar en el centro de cuidados –dice Martina–, me sentí pequeña, indefensa y con mil cosas por aprender. Me pregunté si estaría a la altura, si podría hacerlo, y mejoraría las vidas de los pacientes, aunque fueran sus últimos días. Los cuidados paliativos te hacen redescubrir que es posible entrar de puntillas en la vida frágil de los demás, ayudarles en su sufrimiento. He aprendido que es posible reírse y bromear con los pacientes y sus familias, recordar momentos únicos de sus vidas…”.
También hay momentos duros. Muchos. “Pasas noches sin dormir. Cuando falleció uno de mis pacientes más queridos, un ‘guerrero’ como pocos, necesité días para metabolizarlo. No olvidaré el llanto de su mujer y la pregunta que me hizo: ‘¿Cómo logras hacer este trabajo?’. No tuve respuesta en ese momento, pero luego me vinieron a la cabeza los últimos días del paciente. Ese era el sentido de mi trabajo. Ahora he perdido el miedo a llorar, a saberme frágil”.
La historia de Roberto
Para Marta, el centro de cuidados estará siempre asociado a un paciente: Roberto. “Roberto ya no está aquí, pero la habitación número cuatro siempre será su habitación. Tenía mal humor y era tímido. Vivía una lucha perpetua consigo mismo y con el mundo, atascado en las mentiras que les decía a todos y sobre todo a sí mismo. Era un hombre profundamente solitario. No tenía un hogar, tampoco trabajo. Durante su estancia en el centro, nadie vino a visitarle”
“Un sábado por la mañana nos llamó usando el timbre junto a su cama: no tenía nada que preguntarme, simplemente quería hablar. Me senté en la cama junto a él y me habló de su antiguo trabajo, de su adicción al alcohol, de su amor por los pastores alemanes, de las tres mujeres que habían sido sus grandes amores pero con las que nunca se había casado...”.
“Roberto confiaba en nosotros. Por supuesto, los días malos continuaron y no se convirtió en la persona más sociable del mundo. Sin embargo, estrechó la mano que le tendimos. Un lunes por la tarde, estrechando la misma mano, falleció”.
“Su muerte dejó un vacío particular. No tenía parientes, sólo un amigo. Pedimos al capellán que celebrara la Santa Misa por él en el Centro de Cuidados. Nosotros seríamos la familia que rezaría por él. Entendimos mejor que es posible santificar el trabajo, acercando la caricia de Dios a los demás con nuestra dedicación profesional”.
Maria Rosaria señala que “mucha gente piensa que un Centro de Cuidados es un lugar donde la tristeza es el sentimiento predominante. Pero no, la sensación que se respira aquí es de amor. Cuando estoy en el trabajo tarareo All you need is Love, quizá porque es mi canción favorita, quizá porque la respiro, quizá porque es el amor lo que nos salva, es la vida. Hay unos versos de una canción de Roberto Vecchioni que podrían resumir lo que veo y siento, y dice así: ‘... y la vida es tan real que parece imposible tener que dejarla, y la vida es tan grande que cuando estés a punto de morir plantarás un olivo aún convencido de verlo florecer’. Aquí en el Centro de Cuidados tenemos la tarea y el honor de cuidar a las personas, no a la enfermedad, pero cada vez que paso tiempo con un enfermo que está a punto de morir, me encuentro con una persona que... ¡vive!”.