LAS LECTURAS de este domingo nos invitan a estar siempre vigilantes, esperando la llegada del Señor. En la carta a los Hebreos el autor sagrado canta la grandeza de la fe de los antiguos patriarcas: «Por la fe, Abrahán obedeció al ser llamado para ir al lugar que iba a recibir en herencia, y salió sin saber adónde marchaba (...) porque esperaba la ciudad fundada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Heb 11,8.10). En la primera noche de Pascua en Egipto –nos recuerda el libro de la Sabiduría–, cuando los israelitas fueron liberados de la esclavitud y llamados a ser pueblo de Dios, Yahvé les pidió que esperaran el paso del Señor «con buen animo», ofreciendo sacrificios, despiertos y en pie (cfr. Sb 18,6-9). Después, año tras año, el pueblo celebró la Pascua como memoria de la salvación, con esta misma actitud expectante y atenta: Dios pasa cerca de nosotros una vez más.
Por el Bautismo nosotros formamos parte del nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia y esperamos heredar un día la tierra prometida del cielo. Ahora, en nuestra vida diaria, el Señor nos busca y sale también a nuestro encuentro. Jesús desea para sus discípulos esta misma actitud de vigilia: «Tened ceñidas vuestras cinturas y encendidas las lámparas, y estad como quienes aguardan a su amo cuando vuelve de las nupcias, para abrirle al instante en cuanto venga y llame. Dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los encuentre vigilando. En verdad os digo que se ceñirá la cintura, les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá» (Lc 12,35-37).
La fe nos impulsa a vivir de esta manera, en vela y preparados. Con la ayuda de la gracia, está a nuestro alcance esa actitud de no bajar la guardia y de permanecer atentos al paso del Señor. «La fe es el fundamento de lo que se espera» (Heb 11,1), con ella el creyente adquiere una certeza firme de las promesas divinas y una posesión anticipada de los bienes celestiales. Esa fe viva –en la que podemos crecer– nos lleva a la convicción de que lo que no se ve se cumplirá en el momento en el que Dios disponga. Crece así en el alma el deseo y la confianza en Dios: el corazón aprende a esperar sin cansarse, arraigado en el presente y abierto a lo que está por venir. «Incluso en los momentos oscuros de la vida –comenta León XIV–, cuando el tiempo pasa sin darnos las respuestas que buscamos, pidamos al Señor que salga de nuevo y nos alcance allí donde lo estamos esperando»[1].
EN LOS TIEMPOS antiguos, las ciudades amuralladas tenían en la torre un vigía que por la noche permanecía en la parte más alta, custodiando a su gente y mirando hacia oriente, esperando las señales del día. Quien estaba en la oscuridad de la ciudad, de vez en cuando gritaba: «Custos, quid de nocte?», centinela, ¿qué hay de la noche? (Is 21,11). El vigía, que prestaba mucha atención a todas las señales, exclamaba: «Sobre la atalaya, mi señor, estoy firme a lo largo del día, y en mi puesto de guardia estoy firme noches enteras» (Is 21,8).
Tomando pie de esta imagen, san Josemaría alentaba a fomentar en el cristiano esta misma actitud de vigilancia: «¡Centinela, alerta! (…) Para entregarte más, para vivir con más amorosa vigilancia cada detalle, para hacer un poco más de oración y de mortificación. Mira que la Iglesia santa es como un gran ejército en orden de batalla. Y tú, dentro de ese ejército, defiendes un “frente”, donde hay ataques y luchas y contraataques. ¿Comprendes? Esa disposición, al acercarte más a Dios, te empujará a convertir tus jornadas, una tras otra, en días de guardia»[2].
Por la fe, sabemos que Cristo pasa a nuestro lado y nos llama. En cada momento espera de nosotros una respuesta generosa. Descubriendo la presencia del Señor en las circunstancias cotidianas, aprendemos «a vivir cada instante con vibración de eternidad»[3]. Con esta actitud interior todo lo que hacemos, pequeño o grande, importante o no, puede ser camino que conduce hacia Dios. Nada es entonces indiferente. Como repetía el fundador del Opus Dei: «Hacedlo todo por amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. –La perseverancia en las cosas pequeñas, por amor, es heroísmo»[4].
«VOSOTROS estad también preparados –les decía Jesús a sus discípulos–, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre» (Lc 12,40). Podría parecer a primera vista que esta actitud de vigilancia encierra miedo a Dios o temor ante los propios fracasos. Sin embargo, es más bien todo lo contrario. En el mismo discurso, Jesús aclara el sentido de sus palabras: «No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino» (Lc 12,32). Vigilar no es ni fruto del agobio ni ocasión para el desasosiego. Nuestra esperanza se fundamenta en que nos sabemos herederos del reino de Dios, un reino que ya es también nuestro. Todos los esfuerzos personales son fruto de un amor que se desea y que se busca incansablemente. «Nuestro paso por la tierra, que ha de ser un paso a lo divino –escribía el beato Álvaro–, se convierte en tiempo de lucha sin tregua, en tiempo de pelea santa, corredentora, encomendada al linaje de Dios, a las hijas y a los hijos de santa María (…). Por vocación divina, estamos seriamente comprometidos en esta hermosísima guerra de amor y de paz»[5].
«Estemos a la espera de su llegada; no nos encuentre adormilados»[6], predicaba san Agustín. Nuestra atención, el combate contra el sueño que nos podría paralizar, tiene el foco puesto precisamente en cuidar esos regalos divinos que recibimos en la Iglesia, porque poseemos «un tesoro que no se agota en el cielo, donde el ladrón no llega ni la polilla corroe» (Lc 12,33). Vigilar «es luchar para ser buenos cristianos»[7], cuidando nuestro tesoro con todas nuestras fuerzas, como nos pide Jesús, «porque donde está nuestro tesoro allí estará también vuestro corazón» (Mt 6,21). El esfuerzo por proteger ese tesoro confiado puede implicar a veces una cierta tensión interior, pero es una pelea empapada de optimismo y esperanza, conscientes de que no se trata de una guerra fría y molesta, sino de una vigilia de amor, que nos lleva a trabajar con empeño por santificar nuestro mundo, cuidando de nuestros hermanos y amigos. Así el cristiano responde alegremente «a la voz divina que le llama (….): ¡centinela, ¡alerta!»[8].
Si somos conscientes de haber recibido mucho, vigilaremos con sentido de responsabilidad, porque sabemos que «a todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán» (Lc 12,48). En esta lucha, contamos con la ayuda de la Virgen María. «Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros»[9].
[1] León XIV, Audiencia, 4-VI-2025.
[2] San Josemaría, Surco, n. 960.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 239,
[4] San Josemaría, Camino, n. 813.
[5] Beato Álvaro, Cartas de familia (II), n. 249.
[6] San Agustín, Sermón 361,19.
[7] San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 9.
[8] San Josemaría, Carta 24, n. 16.
[9] Benedicto XVI, Homilía, 15-VIII-2005.