Una serie de casualidades

"¿Pedir fe?, yo creo que o se tiene o no se tiene. Esas cosas no se piden. ¡Pídela!, insistía la voz interior. Bueno, por intentarlo..." África cuenta en este testimonio algunas "casualidades" de su vida.

Me llamo África. Crecí en una familia de profundas raíces cristianas, y después de haber estudiado en un colegio religioso, con 17 años, dejé de ir a Misa. No le encontraba ningún atractivo. Al comenzar la facultad, me alejé aún más de Dios y sólo pisaba una iglesia para ir a las bodas de los amigos.

Mi único contacto con Dios era un Padrenuestro por las noches y otro por la mañana. Lo rezaba de manera mecánica, yo creo que por tranquilizar mi conciencia. Sentía un terrible vacío cuando pensaba en la muerte y la vida que llevaba era tal, que llegué a pensar que deseaba realmente que Dios no existiera…

Egoístamente, y sin mucho convencimiento, yo pedía a ese alguien, que en el fondo esperaba que existiera, unas cuantas cosas… ¡que casualmente me eran concedidas! Siempre pensaba que sería casualidad, pero ya entre mis amistades se comentaba que yo era una persona con mucha suerte y que había nacido “con estrella”.

Al terminar los estudios “eché unos rezos” para conseguir trabajo... ¡y me salieron 3 en la misma semana! Otra vez, cuando quise cambiar de empresa, recé pidiendo otro trabajo y apareció otro mucho mejor, a través de una conversación telefónica con una persona que ni siquiera conocía. En otros aspectos de mi vida, también me sucedía lo mismo. Pensaba: ¡Casualidad!

"Me arrodillé justo delante del Sagrario y pedí: Dios mío, quiero recuperar la fe que tenía de niña"

Un día, ya con 39 años, pasé por delante de una iglesia y algo me impulsó. Entré y me senté en el último banco. Miré hacia el altar. Hacía años que no estaba tanto tiempo inmersa en mis propios pensamientos, rodeada de un silencio tan reconfortante. ¡Qué pena! -pensé- con la fe que yo tenía de jovencita. ¡Pues pídela!, oí en mi interior. ¿Pedir fe?, yo creo que o se tiene o no se tiene. Esas cosas no se piden. ¡Pídela!, insistía la voz interior. Bueno, por intentarlo... Me acerqué al primer banco, me arrodillé justo delante del Sagrario y pedí: Dios mío, quiero recuperar la fe que tenía de niña y quiero entrar en una iglesia y sentir ese respeto y ese recogimiento que sentía hace ya demasiados años... y que ahora no siento.

Y una vez más, mi deseo se cumplió. Hice un master en la ETS de Ingenieros de Caminos y al entrar en el hall de la Universidad cada mañana, un cartel a la puerta de la capilla me invitaba al Sacramento de la Confirmación: “¿Aún no te has confirmado? Pasa e infórmate”.  Al lado estaba la cafetería con su cartel invitándome a desayunar: ¡Café con bollo: 1 euro! Pasaba, leía ambos carteles y... desayunaba. Hasta que un día me dije: ¿Por qué no entrar a informarme? No estoy confirmada y mi hijo va a hacer la Primera Comunión dentro de unos meses. ¡Qué absurdo que mi hijo haga la Primera Comunión y que sea también la última, si nosotros, sus padres,  no vamos a llevarle a Misa! Estamos casados por la iglesia, los niños bautizados, ahora le apuntamos a la catequesis, ¿a qué estamos jugando? Por favor, un poco de coherencia... y entré.

Me informé, me preparé y me confirmé unos días antes de la comunión de nuestro hijo. En la ceremonia me emocioné de tal manera que no paraba de llorar y el obispo no sabía si darme primero el Santo Óleo o un pañuelo. No sé explicar muy bien lo que sentí. En el momento de la unción, noté como si alguien me hubiera puesto por la cabeza un jersey invisible y ligeramente ajustado sobre el cuerpo.

En aquella capilla de la ETS de Caminos, donde comenzó mi proceso de conversión, había un mueble con multitud de libros. Casualmente, cogí al azar un tomo de “Hablar con Dios”, de Francisco Fernández-Carvajal, y lo devoré. Comencé a querer saberlo todo sobre Jesús. Todo. Y cada lectura estimulaba aún más mi desbordada curiosidad. Luego me interesó el Catecismo. Aún recuerdo el estupor que me causaron los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia: ¿Ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar? ¿Confesar y comulgar al menos una vez al año? Pero eso… ¡Es muchísimo! ¡Esta ley es imposible de cumplir!

Después, el capellán de aquella escuela me entregó un folleto sobre el Sacramento de la Penitencia. Era tanto lo que se desplegaba ante mis ojos, que aún con cierto vértigo, decidí ir a una clase de Teología de las que se impartían en la parroquia. Yo, que era experta en la toma de apuntes, tras licenciarme en la facultad, descubrí con espanto que no pude coger ni una mala frase hilada mientras el resto de alumnos se inclinaban sobre sus cuadernos anotando. Con gran desánimo, me disponía a levantarme dispuesta a tirar la toalla, cuando una mujer de mi edad se sentó a mi lado y me dijo de sopetón:

- ¿Quieres que yo te enseñe y te ponga al día?

- ¿Lo harías?

- ¡Pues claro! ¿Cuándo quieres empezar?

Aquella mujer se esmeró en mi formación cristiana y descubrí en ella a una gran amiga. Fueron clases particulares e intensivas hasta que pude volver a incorporarme y convertirme en “alumna aventajada”. Fuimos juntas a varias charlas y meditaciones. Después de un tiempo mi amiga me propuso asistir a un curso de retiro que a la postre determinó mi solicitud de admisión a la Obra. Al contárselo a mi madre, me dijo:

- ¡Anda! ¡Qué casualidad! Tus padrinos de bautismo, que ya murieron, eran supernumerarios…

Tiempo después, volví a releer los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia: veo que lo que proponen son más bien los mínimos, y doy gracias a Dios porque comprendo ahora que no se trata solo de “cumplir” la Ley, sino de disfrutar mi fe.

Y en eso estamos…