- Con nuestros talentos al servicio.
- El valor de la vida habitual.
EN UNA OCASIÓN, Jesús contó la historia de un señor «que al marcharse de su tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno solo: a cada uno según su capacidad; y se marchó» (Mt 25,14-15). Lo que pretendía aquel hombre era que sus criados negociaran con lo que habían recibido para obtener cierto rendimiento a su regreso. Cristo relató esta parábola para explicar la necesidad de corresponder a los dones naturales y sobrenaturales que Dios nos ha otorgado.
Como a los siervos de la parábola, el Señor nos ha dado unos talentos únicos; capacidades que podemos poner a su disposición para dar fruto y hacer de nuestro entorno un lugar mejor. «Dios llama a cada hombre a la vida y le entrega talentos, confiándole al mismo tiempo una misión que cumplir. Sería de necios pensar que estos dones se nos deben, y renunciar a emplearlos sería incumplir el fin de la propia existencia»[1]. El primer paso para sacarles partido es reconocerlos; es decir, identificar cuál puede ser mi aportación específica a los demás. A veces puede estar relacionado con nuestro temperamento: una persona expansiva puede tener facilidad para alegrar o hacer reír a otros, mientras una introvertida puede estar más inclinada a escuchar y reconocer las necesidades de quienes le rodean. En otras ocasiones esos talentos estarán unidos a nuestras habilidades profesionales, con las que contribuimos a mejorar la sociedad en la que vivimos y que también pueden marcar nuestras relaciones.
En cualquier caso, lo decisivo no es tanto la magnitud del impacto que podamos dejar, sino el esfuerzo en procurar que el talento rinda, acompañado por la gracia divina. En la parábola, el Señor alaba por igual tanto al que produjo cinco talentos como al que dio dos, pues reconoció el empeño que tuvieron ambos en dar buen fruto. De este modo, Jesús quiere que valoricemos lo que hemos recibido y agradezcamos los dones que tienen los otros. Mientras la envidia nos lleva a despreciar lo que tenemos y a entristecernos ante los talentos ajenos, la propuesta de Cristo es mucho más ilusionante: nos invita a poner en juego nuestras cualidades, sin importar que sean muchas o pocas, y a disfrutar del bien que supone servir y dejarse servir por los dones de los demás. «¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo: y saborearás la alegría de que, en este negocio sobrenatural, no importa que el resultado no sea en la tierra una maravilla que los hombres puedan admirar. Lo esencial es entregar todo lo que somos y poseemos, procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto»[2].
UNO DE LOS SIERVOS de la parábola recibió un talento. Sin embargo, en lugar de negociar con él para tratar de obtener rendimiento, «hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero» (Mt 25,18). Y en cuanto regresó el señor, le explicó el motivo que le llevó a obrar así: «Sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra» (Mt 25,24-25).
Es normal que, ante la misión que Dios nos confía, experimentemos como el siervo de la parábola cierto miedo. Asusta no estar a la altura, fracasar, quedar mal, perder el talento que hemos recibido… Tener esa sensación no es un problema. De hecho, se trata de una reacción lógica: si ante lo que el Señor nos pide nos sintiéramos muy seguros de nuestras capacidades, entonces nos fiaríamos más de lo que nosotros podemos hacer que de la gracia divina. El temor inicial es bueno cuando lleva a abandonarnos en Dios, pues así se transforma en confianza. «Este siervo no tiene con su patrón una relación de confianza, sino que tiene miedo de él y esto lo bloquea. El miedo inmoviliza siempre y a menudo hace tomar decisiones equivocadas. El miedo desalienta de tomar iniciativas, induce a refugiarse en soluciones seguras y garantizadas y así termina por no hacer nada bueno. Para ir adelante y crecer en el camino de la vida no hay que tener miedo, hay que tener confianza»[3].
El miedo crónico puede deberse a una desfigurada imagen de Dios. A veces, como el siervo, podemos pensar que el Señor se asemeja a un patrón severo que solo busca castigarnos. «Si dentro de nosotros está esta imagen equivocada de Dios, entonces nuestra vida no podrá ser fecunda, porque viviremos en el miedo y este no nos conducirá a nada constructivo»[4]. La Sagrada Escritura, por el contrario, nos muestra a un «Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad» (Ex 34,6); más que un rey que penaliza sin piedad los errores de sus súbditos, es un Padre que cubre de besos al hijo que vuelve a casa y le prepara lo mejor que tiene (cfr. Lc 15,11-32). En este sentido, san Josemaría comentaba que Dios no es como un cazador que espera el menor descuido de la pieza para asestarle un tiro, sino que es como un jardinero «que cuida las flores, las riega, las protege; y solo las corta cuanto están más bellas, llenas de lozanía»[5].
EL SEÑOR de la parábola se dirige de la siguiente manera a cada uno de los criados que han producido fruto: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25,21). Al contrario de lo que podía pensar el tercer siervo, el padrón es más bien magnánimo, pues premia de manera desproporcionada el esfuerzo de sus trabajadores. Aunque los criados habían hecho poca cosa, recibirán algo mucho más grande que lo que humanamente se podía esperar: una existencia junto a su señor.
Cristo muestra así que para llegar a la vida eterna no es necesario realizar cosas extraordinarias. Por supuesto, la biografía de algunos santos está marcada por eventos así, pero a la mayoría de las personas Dios nos lleva por un camino ordinario de santidad. Y esta senda se caracteriza por el amor con que sacamos adelante las tareas que el Señor nos ha confiado: el cuidado de la propia familia, el desempeño del trabajo, las prácticas de piedad… Todas esas realidades, como los talentos de la parábola, pueden adquirir dimensiones inimaginables: siendo buenos padres, esposos, cristianos y trabajadores podremos disfrutar de la gloria del cielo.
«No es algo sin valor la vida habitual. Si hacer todos los días las mismas cosas puede parecer chato, plano, sin alicientes, es porque falta amor. Cuando hay amor, cada nuevo día tiene otro color, otra vibración, otra armonía. Que hagáis todo por Amor. No nos cansemos de amar a nuestro Dios: tenemos necesidad de aprovechar todos los segundos de nuestra pobre vida para servir a todas las criaturas, por amor a Nuestro Señor, porque el tiempo de la vida mortal es siempre poco para amar, es corto como el viento que pasa»[6]. La mayor parte de la vida de la Virgen María transcurrió en la normalidad, como una mujer más de época. A ella le podemos confiar los talentos que Dios nos ha dado, para que sepamos hacerlos fructificar en nuestras realidades cotidianas.
[1] Benedicto XVI, Ángelus, 13-XI-2011.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 47.
[3] Francisco, Ángelus, 19-XI-2017.
[4] Ibíd.
[5] San Josemaría, citado en Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. 3, Rialp, Madrid, p. 430.
[6] San Josemaría, Carta 1, n. 19.