«Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Cuando Jesús, agonizante desde la cruz, hablaba así a san Juan y a santa María, les estaba revelando algo muy profundo, muy real: una de esas «cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo» (Mt 13,35). Jesús no les estaba dando unos títulos honoríficos: María es realmente nuestra Madre y nosotros somos sus hijos.
«La maternidad de María, a través del misterio de la cruz, dio un salto impensable. La Madre de Jesús se convirtió en la nueva Eva, porque el Hijo la asoció a su muerte redentora, fuente de vida nueva y eterna para todo ser humano que viene a este mundo»[1]. En este momento solemne y doloroso, Jesús nos muestra hasta dónde llega el regalo infinito que nos ha hecho al encarnarse. Dios no sabe hacer las cosas a medias: donde él entra, va hasta el final. Entró en nuestra humanidad y la ha llenado de sus bendiciones; y una de las más grandes es la de ser, con él, hijos de aquella que es bendita entre todas las mujeres (cfr. Lc 1,42).
Así como sería un malentendido ver en la Ascensión a un Jesús que se aleja, y reducir los sacramentos a una consolación frente a esa “lejanía”, también lo sería pensar que, tras la Asunción de María a los cielos, su presencia maternal junto a sus hijos es menor que cuando vivía en esta tierra. «María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra, solo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está “dentro” de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna»[2].
El Evangelio nos cuenta pocos detalles de la vida de nuestra Madre, pero cada una de estas ocasiones está cargada de sentido para sus hijos: cada una es una ventana por la que asomarnos a su vida y a su persona, para quererla más y para sabernos cada vez más hijos suyos. Al meditar estos pasajes podemos descubrir en ella tres actitudes fundamentales: María acoge a Cristo, lo contempla y lo entrega. Y, desde la cercanía de Dios, ella ejerce ahora su maternidad llevándonos por ese mismo camino: con María vamos, y volvemos, a Jesús[3]. Y, con ella también, lo llevamos a todos.
Así es, y así sea
Aquel día en Nazaret, tan aparentemente como los demás, santa María no podía imaginar hasta qué punto su fiat iba a convertirse en el acto de fe y obediencia más grande de la historia. El verbo con el que María responde al ángel, y que se traduce como fiat o «hágase», aparece en el original griego de san Lucas (génoito) con un modo verbal que expresa la urgencia del corazón para que algo suceda (cfr. Lc 1,38). Pero de hecho nuestra Madre no dijo fiat ni génoito. La palabra que, en los labios de María, correspondería más exactamente a esta expresión es «amén». Así hablaba un judío cuando quería decirle a Dios «sí, así sea». La raíz de esta palabra hebrea significa solidez, convicción interior: confirma lo dicho como palabra firme, estable, vinculante. Su traducción exacta es: «Así es y así sea»[4].
La acogida de María no se reduce a un instante aislado en su vida: es una disposición constante. Desde la visita del ángel hasta la cruz, su corazón permanece atento a la voluntad de Dios. «Toda su vida ha sido un peregrinaje de esperanza junto al Hijo de Dios y suyo; una peregrinación que, a través de la cruz y la resurrección, la hizo alcanzar la patria, el abrazo de Dios»[5]. Cuántas veces el Señor nos pide también a nosotros cosas que necesitan nuestro personal «Amén, hágase en mí según tu palabra». Cuántas veces nos está esperando con los brazos abiertos, como un padre que se agacha y llama a su pequeño. ¿Le dejamos entrar sin reservas en nuestros pensamientos, en nuestras decisiones y en nuestras acciones? ¿Nos dejamos abrazar por él?
No es casual que al recibir el cuerpo eucarístico de Cristo respondamos «Amén»: así como María acogió al Verbo para que se hiciera carne en su seno, también nosotros lo acogemos para que crezca y viva en nosotros. «Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor»[6]. Recibámoslo con ella, con la «pureza, humildad y devoción» con que nuestra madre lo recibió aquella primera vez, y siempre.
Unirlo todo en el corazón
La contemplación es otra de las actitudes fundamentales en la vida de María, y por ese camino quiere llevarnos también nuestra Madre. «Ser contemplativos no depende de los ojos, sino del corazón. Y aquí entra en juego la oración, como acto de fe y de amor, como “respiración” de nuestra relación con Dios»[7]. En los evangelios, María pronuncia muy pocas palabras en comparación con el papel que tiene en los distintos episodios. Desde la visita de los pastores en Belén hasta la cruz, María guarda y medita en su corazón los misterios de su Hijo (Lc 2,19).
En el silencio de Nazaret, en la oración en Caná, durante la vida pública, vemos a una Madre que medita, que observa y que se deja transformar por la presencia de Jesús. En el camino hacia el Calvario es fácil imaginar el encuentro entre la Madre y el Hijo, cuando «con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor»[8]. Y en la mañana luminosa de la Resurrección, inundada por la gloria del Resucitado, ella anticipa el resplandor de la Iglesia[9], que vive también «en sus miembros frágiles (…). Muchos de ellos son mujeres, como la anciana Isabel y la joven María; mujeres pascuales, apóstoles de la resurrección»[10].
La mirada contemplativa, esa «respiración» del alma, nos permite ir comprendiendo poco a poco el sentido de lo que sucede en nuestra vida, y lo que Dios espera de nosotros. «Es lo que expresa el Evangelio en la mirada de María, que miraba con el corazón. En el Evangelio, la mejor expresión de lo que piensa un corazón son los dos pasajes de san Lucas que nos dicen que María “atesoraba (syneterei) todas estas cosas, ponderándolas (symballousa) en su corazón” (cfr. Lc 2,19.51)». Y lo que María atesoraba y ponderaba «no era solo “la escena” que veía, sino también lo que no entendía todavía y aun así permanecía presente y vivo en la espera de unirlo todo en el corazón»[11].
Como hijos pequeños que a veces no logran hacer una tarea difícil, podemos contar siempre con nuestra Madre para que nos guíe en este camino de la contemplación. «María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita a conocer la palabra de Dios, a amar la palabra de Dios, a vivir con la palabra de Dios, a pensar con la palabra de Dios»[12]. Si dejamos que nos tome de la mano, ella nos dará paciencia con las cosas que no entendemos, y nos ayudará a ir uniendo los puntos aparentemente inconexos, como en esos dibujos en los que solo al final de un paciente trazado aparece la figura.
Siempre entregando a Jesús
Desde el principio de su vocación materna, María entiende que Jesús es un tesoro para compartir con todos: el Señor ha hecho «cosas grandes» en ella (Lc 1,49), no para su gloria personal, sino para el bien de la humanidad entera. La alegría del Magnificat refleja una profunda experiencia de filiación divina: María percibe el inmenso amor del Padre, que se vuelca sobre ella, confiándole lo más grande que tiene, el Hijo amado. Más que ningún otro ser humano antes y después de ella, se descubre llena de Dios, del amor de Dios. Y esa sobreabundancia la impulsa a llevar a todos a Jesús.
María está siempre entregando a su Hijo: lo ofrece niño a los pastores y a los Magos (cfr. Lc 2,16-20; Mt 2,10-11); lo pone en los brazos de Simeón y Ana (cfr. Lc 2,25-38); lo deja tan «suelto» que hasta se le pierde en Jerusalén; «provoca» el milagro en Caná, y pone a cada uno a la escucha de lo que Él nos diga (cfr. Jn 2,3-5); deja que Jesús se ocupe de su misión, aunque los parientes lo reclamen (cfr. Mt 12,46-50); acepta la voluntad del Padre y, al pie de la cruz, se entrega con Jesús a la humanidad entera (cfr. Jn 19,25). Y resulta fácil imaginar las conversaciones, tan llenas de Jesús, que tendría con los discípulos tras la Ascensión… Como las que quiere tener con nosotros, y con todos los que, como el discípulo amado, la acogen en su casa y en sus cosas (cfr. Jn 19,27).
Cada uno es hijo a su manera
Una vez, san Josemaría compartió sus recuerdos de una visita que hizo a Sevilla en Semana Santa: «Salí a la calle cuando ya andaban las cofradías por ahí... Y cuando vi toda aquella gente, aquellos piadosos hombres que iban en las procesiones acompañando a la Virgen, pensé: esto es penitencia, esto es amor. Era muy hermoso. Luego, cuando vi... no sé qué paso era, no recuerdo qué imagen de la Virgen... Lo de menos eran las joyas, las luces... Lo importante era el amor, las saetas, los piropos: ¡todo! Estaba allí mirándola, y me puse a hacer oración... Me fui a la luna. Viendo aquella imagen de la Virgen tan preciosa, ni me daba cuenta de que estaba en Sevilla, ni en la calle. Y alguien me tocó así, en el hombro. Me volví y encontré un hombre del pueblo, que me dijo: “Padre cura, ésta no vale ná; ¡la nuestra es la que vale!”. De primera intención casi me pareció una blasfemia. Después pensé: tiene razón; cuando yo enseño retratos de mi madre, aunque me gusten todos, también digo: este, este es el bueno»[13].
Cada uno de nosotros puede tener su retrato “bueno” de su Madre celestial: no se trata necesariamente de una imagen, sino de una manera muy personal de hablarle, de quererla, de confiarle lo que nos llena el corazón. «Cada cristiano puede, echando la vista hacia atrás, reconstruir la historia de sus relaciones con la Madre del Cielo. Una historia en la que hay fechas, personas y lugares concretos, favores que reconocemos como venidos de Nuestra Señora, y encuentros cargados de un especial sabor. Nos damos cuenta de que el amor que Dios nos manifiesta a través de María tiene toda la hondura de lo divino y, a la vez, la familiaridad y el calor propios de lo humano»[14].
Como suelen hacerlo las madres, pero de un modo aún más sutil, María se nos adelanta en el camino. Ella adivina lo que necesitamos, y nos lo prepara, muchas veces de modo tan discreto que ni siquiera nos damos cuenta. Y aunque la llena de alegría que le agradezcamos esos cuidados de madre, no deja de ocuparse de nosotros porque no lo hagamos. Santa María, sabemos que lo harás, pero nos hace tanto bien pedírtelo: iter para tutum, prepáranos un camino seguro.
[1] León XIV, Homilía, 9-06-2025.
[2] Benedicto XVI, Homilía, 15-08-2005.
[3] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 495.
[4] Cfr. R. Cantalamessa, L’anima di ogni sacerdozio, Ancora, Milán 2014, p. 53 (El alma de todo sacerdocio, Monte Carmelo, Burgos, 2010).
[5] León XIV, Angelus, 15-08-2025.
[6] San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 55.
[7] Francisco, Audiencia, 5-05-2021.
[8] San Josemaría, Via Crucis, 4ª estación.
[9] Cfr. Sedulio, Carmen paschale, 5, 358-364.
[10] León XIV, Homilía, 15-08-2025.
[11] Francisco, Dilexit nos, n. 19.
[12] Benedicto XVI, Homilía, 15-08-2005.
[13] Palabras de san Josemaría recogidas en A. Sastre, Tiempo de Caminar, Madrid, Rialp 1989, p. 312.
[14] San Josemaría, «Recuerdos del Pilar», en Escritos Varios: Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2018, p. 275.

