Evangelio (Lc 12,49-53)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división.
Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres; se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.
Comentario al Evangelio
Jesús se dirige a sus discípulos desvelándoles los deseos más profundos de su corazón: sus ansias incontenibles de dar la vida por amor a todos los hombres, amor que está simbolizado en la imagen del fuego. Jesús es luz del mundo (cf. Juan 8,12), y es también fuego y calor. Dios se presentó bajo la imagen de una zarza que ardía sin consumirse ante la admiración de Moisés (cf. Éxodo 3,2-3), manifestando así sus ansias de liberar a su pueblo de la opresión del poder del faraón. Moisés fue portador de ese fuego divino, fuego que siguió ardiendo a lo largo de toda la historia de la salvación, hasta el momento culminante en que Jesús, en el Calvario, recibió “un bautismo”, aquel que tanto ansiaba recibir, cuando murió en la Cruz, para liberar a todos de la opresión del pecado.
Cincuenta días después de aquella nueva pascua que tuvo lugar en el monte Calvario, durante la fiesta de Pentecostés, vino el Espíritu Santo sobre los discípulos bajo la forma de lenguas de fuego. Los apóstoles, llenos del Espíritu de Dios, anunciaron a Jesús, y aquel día fueron bautizadas unas tres mil almas (cf. Hechos de los Apostóles, 2). Era un nuevo bautismo, por el que aquellos peregrinos y todos los cristianos hemos recibido el fruto de la redención que nos ganó Jesús en la Cruz.
Pero Jesús sabía que ese fuego de amor salvífico iba a encontrar obstáculos, provocando división incluso dentro de una misma familia. Ya el anciano Simeón, ante Jesús niño, después de proclamarlo como salvador de todos los pueblos, anunció a María que sería también “signo de contradicción” (Lucas 2,34). Pero esa división no prevalecerá: el fuego y la luz son más intensos que el frío y las tinieblas. Los cristianos, por el bautismo, somos portadores de ese mismo fuego de Jesucristo, apóstoles, por vocación divina. Como nos dice san Josemaría: “Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón”[1].
[1] San Josemaría, Camino, n. 1.