Si consientes en que Dios señoree sobre tu nave, que Él sea el amo, ¡qué seguridad!..., también cuando parece que se ausenta, que se queda adormecido, que se despreocupa, y se levanta la tormenta en medio de las tinieblas más oscuras. Relata San Marcos que en esas circunstancias se encontraban los Apóstoles; y Jesús, al verles remar con gran fatiga -por cuanto el viento les era contrario-, a eso de la cuarta hora nocturna, vino hacia ellos caminando sobre el mar... Cobrad ánimo, soy yo, no tenéis nada que temer. Y se metió con ellos en la barca, y cesó el viento.
Hijos míos, ¡ocurren tantas cosas en la tierra...! Os podría contar de penas, de sufrimientos, de malos tratos, de martirios -no le quito ni una letra-, del heroísmo de muchas almas. Ante nuestros ojos, en nuestra inteligencia brota a veces la impresión de que Jesús duerme, de que no nos oye; pero San Lucas narra cómo se comporta el Señor con los suyos: mientras ellos -los discípulos- iban navegando, se durmió Jesús, al tiempo que un viento recio alborotó las olas, de manera que, llenándose de agua la barca, corrían riesgo. Con esto, se acercaron a Él, y le despertaron, gritando: ¡Maestro, que perecemos! Puesto Jesús en pie, mandó al viento y a la tormenta que se calmasen, e inmediatamente cesaron, y siguió una gran bonanza. Entonces les preguntó: ¿dónde está vuestra fe?
Si nos damos, Él se nos da. Hay que confiar plenamente en el Maestro, hay que abandonarse en sus manos sin cicaterías; manifestarle, con nuestras obras, que la barca es suya; que queremos que disponga a su antojo de todo lo que nos pertenece. (Amigos de Dios, 22)