Vida de María (IX): Adoración de los Reyes Magos

La tradición occidental habla de tres personajes, a los que da incluso un nombre —Melchor, Gaspar y Baltasar—, mientras otras tradiciones cristianas elevan su número hasta siete e incluso doce.

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La Sagrada Familia regresó a Belén. En los oídos de María y de José resonaban las palabras del anciano Simeón. A la memoria de la Virgen acudirían los textos de algunos profetas que, hablando del Mesías, su Hijo, afirman que no sólo sería Rey de Israel, sino que recibiría el homenaje de todos los pueblos de la tierra.

Con particular elocuencia lo había anunciado Isaías: Las naciones caminarán a tu luz, los reyes, al resplandor de tu aurora. Alza tus ojos y mira alrededor: todos ellos se congregan, vienen a ti (...). Te cubrirá una multitud de camellos, dromedarios de Madián y de Efá, todos vendrán de Sabá cargados de oro e incienso, y pregonando las alabanzas del Señor ( Is 60, 3-6).

Mientras tanto, el tiempo transcurría en la más absoluta normalidad. Nada hacía presagiar ningún acontecimiento fuera de lo común. Hasta que un día sucedió algo extraordinario.

Después de nacer Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén, preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarle ( Mt 2, 1-2). San Mateo anota que, al oír esa pregunta, el rey Herodes se inquietó, y con él toda Jerusalén ( Mt 2, 3).

Sabemos muy poco de estos personajes. De todas formas, el texto evangélico ofrece algunas certezas: se trataba de unos viajeros procedentes de Oriente, donde habían descubierto una estrella de extraordinario fulgor, que les movió a dejar sus casas y marchar en busca del Rey de los judíos. Todo lo demás —su número, su país de origen, la naturaleza de la luz celestial, el camino que siguieron— no pasa de ser conjetura, más o menos fundada.

La tradición occidental habla de tres personajes, a los que da incluso un nombre —Melchor, Gaspar y Baltasar—, mientras otras tradiciones cristianas elevan su número hasta siete e incluso doce. El hecho de que procedieran de Oriente apunta a las lejanas regiones de allende el Jordán: el desierto sirio-arábigo, Mesopotamia, Persia. A favor del origen persa milita un episodio históricamente comprobado. Cuando, a principios del siglo VII, el rey persa Cosroes II invadió Palestina, destruyó las basílicas que la piedad cristiana había edificado en memoria del Salvador, excepto una: la Basílica de la Natividad, en Belén. Y esto por una sencilla razón: en su entrada figuraba la representación de unos personajes vestidos con atuendo persa, en actitud de rendir homenaje a Jesús en brazos de su Madre.

Los corazones de María y de José debieron de llenarse de alegría y gratitud. Gozo porque los anuncios proféticos sobre Jesús comenzaban a cumplirse

La palabra magos , con que los designa el Evangelio, no tiene nada que ver con lo que hoy día se entiende por ese nombre. No eran personas dadas a la magia, sino hombres cultos, muy probablemente pertenecientes a una casta de estudiosos de los fenómenos celestes, discípulos de Zoroastro, ya conocidos por numerosos autores de la Grecia clásica. Por otra parte, es un hecho comprobado que la expectativa mesiánica de Israel era conocida en las regiones orientales del Imperio Romano, e incluso en la misma Roma. No es extraño, pues, que algunos sabios pertenecientes a la casta de los magos, al descubrir un astro de extraordinario fulgor, lo hubieran interpretado —iluminados interiormente por Dios— como un signo del nacimiento del esperado Rey de los Judíos.

Aunque la piedad popular une de modo casi inmediato el nacimiento de Jesús con la llegada de los Magos a Palestina, no se conoce con precisión la época en que tuvo lugar; sí sabemos que Herodes, sintiéndose amenazado, se informó cuidadosamente por ellos del tiempo en que había aparecido la estrella ( Mt 2, 7). Luego preguntó a los doctores de la Ley por el lugar de nacimiento del Mesías, y los escribas respondieron citando al profeta Miqueas: tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel ( Mt 2, 6). Sirviéndose de un engaño, Herodes puso a los Magos camino de Belén: id e informaos bien acerca del niño; y cuando lo encontréis, avisadme para que también yo vaya a adorarle ( Mt 2, 8). Su propósito era bien diverso, pues se proponía asesinar a todo los varones nacidos en la ciudad y su comarca, menores de dos años, para asegurarse así de la muerte del que —según su corto entender— venía a disputarle el trono. De estos datos se deduce que la llegada de los Magos tuvo lugar algún tiempo después del nacimiento de Jesús; quizá un año o año y medio.

Tras recibir esa información, los Magos se dirigieron con prisa a Belén, llenos de alegría al ver reaparecer la estrella, que había desaparecido misteriosamente en Jerusalén. Este mismo hecho aboga por la suposición de que el astro que los guiaba no era un fenómeno natural —un cometa, una conjunción sideral, etc., como se ha tratado muchas veces de demostrar—, sino un signo sobrenatural dado por Dios a esos hombres elegidos, y sólo a ellos.

Nada más salir de Jerusalén —prosigue San Mateo—, la estrella que habían visto en Oriente se colocó delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el Niño. Y, entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre; y postrándose le adoraron. Luego abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra ( Mt 2, 9-11).

Los corazones de María y de José debieron de llenarse de alegría y gratitud. Gozo porque los anuncios proféticos sobre Jesús comenzaban a cumplirse; agradecimiento porque los presentes de aquellos hombres generosos —predecesores en la fe de los cristianos procedentes de la gentilidad— posiblemente contribuyeron a aliviar una situación económica precaria. José y María no pudieron corresponder a su generosidad. Ellos, sin embargo, se consideraron suficientemente recompensados por la mirada y la sonrisa de Jesús, que iluminó de nuevo sus almas, y por las dulces palabras de agradecimiento de su Madre, María.


LA VOZ DEL MAGISTERIO

«La llegada de los Magos de Oriente a Belén, para adorar al Mesías recién nacido, es la señal de la manifestación del Rey universal a los pueblos y a todos los hombres que buscan la verdad. Es el inicio de un movimiento opuesto al de Babel: de la confusión a la comprensión, de la dispersión a la reconciliación. Por consiguiente, descubrimos un vínculo entre la Epifanía y Pentecostés: si el nacimiento de Cristo, la Cabeza, es también el nacimiento de la Iglesia, su cuerpo, en los Magos vemos a los pueblos que se agregan al resto de Israel, anunciando la gran señal de la "Iglesia políglota" realizada por el Espíritu Santo cincuenta días después de la Pascua.

»El amor fiel y tenaz de Dios, que mantiene siempre su alianza de generación en generación. Este es el "misterio" del que habla San Pablo en sus cartas, también en el pasaje de la carta a los Efesios que se acaba de proclamar. El Apóstol afirma que este misterio le "fue comunicado por una revelación" ( Ef 3, 3) y él se encargó de darlo a conocer.

»Este "misterio" de la fidelidad de Dios constituye la esperanza de la historia. Ciertamente, se le oponen fuerzas de división y atropello, que desgarran a la humanidad a causa del pecado y del conflicto de egoísmos. En la historia, la Iglesia está al servicio de este "misterio" de bendición para la humanidad entera. En este misterio de la fidelidad de Dios, la Iglesia sólo cumple plenamente su misión cuando refleja en sí misma la luz de Cristo Señor, y así sirve de ayuda a los pueblos del mundo por el camino de la paz y del auténtico progreso (...).

»Con Jesucristo la bendición de Abraham se extendió a todos los pueblos, a la Iglesia universal como nuevo Israel que acoge en su seno a la humanidad entera. Con todo, también hoy sigue siendo verdad lo que decía el profeta: "Espesa nube cubre a los pueblos" y nuestra historia. En efecto, no se puede decir que la globalización sea sinónimo de orden mundial; todo lo contrario. Los conflictos por la supremacía económica y el acaparamiento de los recursos energéticos e hídricos, y de las materias primas, dificultan el trabajo de quienes, en todos los niveles, se esfuerzan por construir un mundo justo y solidario.

»Es necesaria una esperanza mayor, que permita preferir el bien común de todos al lujo de pocos y a la miseria de muchos. "Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, (...) pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano" ( Spe salvi , 31), el Dios que se manifestó en el Niño de Belén y en el Crucificado Resucitado».

Benedicto XVI (siglo XXI). Homilía en solemnidad de la Epifanía, 6-I-2008.

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LA VOZ DE LOS PADRES DE LA IGLESIA

«La Providencia misericordiosa de Dios, habiendo decidido venir al fin de los tiempos para socorrer al mundo que perecía, determinó anticipadamente en Cristo la salvación de todos los pueblos (...). La manifestación de esta inefable misericordia se hace, amadísimos, cuando Herodes tenía el poder real en los judíos. Había terminado la legítima sucesión de los reyes, no existía ya la autoridad de los sacerdotes, un extraño ostentaba el dominio soberano. Por eso, la venida del verdadero Rey se encontraba apoyada por las palabras de esta profecía: no faltará de Judá el cetro ni entre sus pies el báculo hasta que venga Aquel cuyo es, y a Él le darán obediencia los pueblos ( Gn 49, 10). Se trataba de estos pueblos en una descendencia innumerable que había sido prometida en otro tiempo al santo patriarca Abraham, descendencia que sería engendrada no por una semilla carnal, sino por la fecundidad de la fe; descendencia comparada a la multitud de estrellas, para que el padre de todas las naciones esperase una posteridad no terrena, sino celestial (...).

»Instruidos por estos misterios de la gracia divina, amadísimos, celebremos, pues, con una sabia alegría el día de nuestras primicias y el comienzo de la vocación de los paganos. Seamos agradecidos a Dios misericordioso, que, según las palabras del Apóstol, nos ha hecho capaces de participar de la herencia de los santos en el reino de la luz, nos ha arrancado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor ( Col 1, 12-13). En efecto, como antes había anunciado Isaías, el pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande; sobre los que habitaban en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz ( Is 9, 2). Por eso, él mismo dice al Señor: llamarás a pueblos que te son desconocidos, y pueblos que no te conocen correrán a ti ( Ibid ., 55, 5). Abraham vio este día y se regocijó (cfr. Jn 8, 56) cuando conoció que sus hijos según la fe serían bendecidos en su descendencia, esto es, en Cristo, y entrevió en la fe que sería padre futuro de todos los pueblos (cfr. Rm 4, 18)».

San León Magno (siglo V). Homilía en la solemnidad de la Epifanía, 3.

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«Quizá alguno se maraville y se pregunte: ¿Cómo los Magos han podido reconocer el nacimiento del Salvador, sólo por el signo de una estrella? En primer lugar, hay que decir que se trata de un don que les concedió el Señor. En segundo lugar, se lee en los libros de Moisés que ya Balaam fue una especie de profeta de los paganos. En efecto, él profetizó —en la medida en que era capaz de hacerlo— la venida de Cristo y su encarnación por medio de una virgen. Profetizó (...) en estos términos: surgirá una estrella de Jacob y de Israel se alzará un hombre ( Nm 24, 17). Por esta razón parece que los Magos proceden de la descendencia de Balaam (...). Al ver la señal de la nueva estrella, los Magos creyeron inmediatamente, pues comprendieron que habían sido llamados a dar cumplimiento a la profecía de su antepasado (...). El profeta Balaam vio en espíritu aquella estrella que éstos pudieron mirar con los ojos, y de este modo llegaron a la fe. Aquel profetizó la venida de Cristo; éstos, cuando hubo venido, lo miraron con los ojos de la fe».

San Cromacio de Aquileya (siglo IV). Comentario al Evangelio de San Mateo, IV, 1.

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«A mi parecer, es evidente que no se trataba de una estrella ordinaria; más aún, no fue una verdadera estrella, sino una fuerza invisible que tomó la apariencia de estrella, lo que se prueba, ante todo, por la marcha que siguió. Efectivamente, no hay absolutamente una estrella que siga el camino que aquella siguió. El sol, la luna y todos los astros, vemos que marchan de oriente a occidente; aquella, en cambio, marchaba de norte a sur, que es la posición de Persia respecto de Palestina.

»En segundo lugar, lo mismo puede demostrarse por el tiempo. Porque no sólo aparecía durante la noche, sino en pleno día y en pleno esplendor del sol. No hay estrella que tenga tal virtud; no la tiene ni la misma luna, que, aun sobrepasando tantos grados a todas las estrellas, apenas brillan los rayos del sol, se esconde y desaparece ella. En cambio, la estrella de los Magos, por la superioridad de su brillo, venció a los mismos rayos solares y brillaba en medio de su luz.

»Tercera prueba: la estrella de los Magos aparecía y se ocultaba. Efectivamente, durante el viaje hasta Palestina, la estrella los fue guiando; luego, apenas llegaron a Jerusalén, se les ocultó. Y por fin, cuando, informado Herodes sobre el fin de su venida, le dejaron y se pusieron en marcha, se les mostró de nuevo. Todo esto no es propio del movimiento de una estrella, sino de una potencia muy racional. Era una estrella que no tenía marcha propia, sino que, cuando los Magos tenían que caminar, se movía ella; cuando tenían que pararse, se paraba, acomodándose siempre a lo que convenía. Era como la columna de nube que guiaba a los judíos por el desierto, por la que, según les convenía, asentaban o movían su campamento.

»La cuarta prueba evidente es la manera como les mostró el lugar en donde estaba el Niño. Efectivamente, no se lo mostró quedándose ella en lo alto, pues les hubiera sido imposible distinguirlo de este modo, sino bajando hasta allí. Comprenderéis perfectamente que un lugar tan reducido, una pobre choza posiblemente, y menos, como es natural, el cuerpecillo de un niño pequeño, no es posible que lo señale una estrella (...). Que es, en efecto, lo que el evangelista dio a entender cuando dijo: he aquí que la estrella los iba guiando, hasta que llegó y se posó sobre el lugar en donde estaba el Niño ( Mt 2, 9).

Ya veis, pues, por cuántos argumentos se prueba que esta estrella no fue una estrella ordinaria, y que no apareció porque así lo exigiera el horóscopo profano».

San Juan Crisóstomo (siglo IV). Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, VI.

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LA VOZ DE LOS SANTOS

« Y abriendo sus tesoros le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra ( Mt 2, 11). Detengámonos un poco para entender este pasaje del Santo Evangelio. ¿Cómo es posible que nosotros, que nada somos y nada valemos, hagamos ofrendas a Dios? (...).

»Pero el Señor sabe que dar es propio de enamorados, y Él mismo nos señala lo que desea de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón ( Prv 32, 26). ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y sólo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor.

»Démosle, por tanto, oro: el oro fino del espíritu de desprendimiento del dinero y de los medios materiales. No olvidemos que son cosas buenas, que vienen de Dios. Pero el Señor ha dispuesto que los utilicemos, sin dejar en ellos el corazón, haciéndolos rendir en provecho de la humanidad (...).

»Ofrecemos incienso: los deseos, que suben hasta el Señor, de llevar una vida noble, de la que se desprenda el bonus odor Christi (2 Cor 2, 15), el perfume de Cristo. Impregnar nuestras palabras y acciones en el bonus odor , es sembrar comprensión, amistad. Que nuestra vida acompañe las vidas de los demás hombres, para que nadie se encuentre o se sienta solo. Nuestra caridad ha de ser también cariño, calor humano (...).

»Y, con los Reyes Magos, ofrecemos también mirra, el sacrificio que no debe faltar en la vida cristiana. La mirra nos trae al recuerdo la Pasión del Señor: en la Cruz le dan a beber mirra mezclada con vino (cfr. Mc 15, 23), y con mirra ungieron su cuerpo para la sepultura (cfr. Jn 19, 39). Pero no penséis que, reflexionar sobre la necesidad del sacrificio y de la mortificación, signifique añadir una nota de tristeza (...). Mortificación no es pesimismo, ni espíritu agrio. La mortificación no vale nada sin la caridad: por eso hemos de buscar mortificaciones que, haciéndonos pasar con señorío sobre las cosas de la tierra, no mortifiquen a los que viven con nosotros. El cristiano no puede ser ni un verdugo ni un miserable; es un hombre que sabe amar con obras, que prueba su amor en la piedra de toque del dolor».

San Josemaría Escrivá de Balaguer (siglo XX). Es Cristo que pasa, nn. 35-37.

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LA VOZ DE LOS POETAS

Reyes que venís por ellas,

no busquéis estrellas ya, porque donde sale el Sol no tienen luz las estrellas.

Aunque por una venís,

el conocerlas ha sido

la causa por quien seguís

este Sol recién nacido,

que hoy adoráis y servís.

Y pues por luces tan bellas

se manifiesta el rey dellas,

yo apostaré que habéis visto

de estrella en estrella a Cristo,

reyes que venís por ellas.

Una os trajo al Sol presente

que ventaja a todos hace,

pero admira, y justamente,

que buscando al Sol que nace

dejéis atrás el Oriente.

La estrella parada está

con que del Sol muestras da;

otra tenéis que os guía,

pues habéis visto a María:

no busquéis estrellas ya.

Esta es la estrella divina

que Jacob juntó al Sol Cristo,

por Ella al Sol se camina

y así, en habiéndola visto,

se conoce y determina.

María la enseña ya

con luz que el Niño le da,

que es Sol de justicia santo,

y por eso alumbra tanto,

porque donde el Sol está.

Por los ojos de María

se va a la luz celestial

que el mismo Niño le envía

porque es de Cristo "cristal"

y aurora en que nace el día.

Del cielo las luces bellas

de sus ojos pueden vellas;

los demás son sus despojos,

porque donde están sus ojos

no tienen luz las estrellas. Lope de Vega (siglos XVI-XVII). Pastores de Belén, IV.

J.A. Loarte