Rafael Alvira, hijo antes que filósofo, rememoraba a la muerte de su padre la herencia recibida:
“Como padre fue siempre maravilloso, cariñoso a más no poder. Se veía que te quería de verdad, que se sacrificaba por todos y cada uno de sus hijos. Cuando reñía lo hacía con firmeza pero siempre sin ofender y cargado de razón. Aunque a veces me costara un poco aceptar sus correcciones, no recuerdo ni una sola que después no la viera como justa y hecha por mi bien”.
Tomás, que dedicó su vida a la enseñanza, de la que tenía un conocimiento teórico y práctico enorme por su doble faceta de padre y educador. En 1966, aseguraba en una conferencia impartida en el club juvenil Roca, de Madrid, que “la tarea de ser padre o madre es difícil, porque lo es educar. Una tarea para la que generalmente no se nos prepara”:
“La paternidad –decía a los padres que allí le escuchaban- no termina con el nacimiento del hijo, yo diría que empieza ahí. Ser padre o madre es mucho más que engendrar un ser. Es saber desarrollar en aquel que nace, y que es un tesoro de posibilidades, todas las cualidades precisas para que podamos llamarle hombre o mujer con letras mayúsculas. Y esa labor es difícil, muy difícil, requiere tiempo, dedicación, preparación, sacrificio. Y sobre todo amor, para arrancar de nuestros hijos amor, que es el gran secreto de la vida, la palanca que mueve las más difíciles acciones: amor a sus padres, a sus hermanos, a sus familiares, a sus profesores, a sus compañeros, a todo cuanto le rodea, amor al trabajo, a la Iglesia y a Dios, que es síntesis de todos los amores”.
Ese amor se manifestaba en casa de los Alvira en la dedicación cariñosa del padre, que buscaba cada día momentos para estar con cada uno y especialmente los fines de semana, como recuerda Rafael: “Tenía mucho trabajo, pero raro era el día en que no estábamos con él durante el almuerzo –su lugar de trabajo estaba muy cerca de casa, como nuestros colegios- y por la noche, desde un rato antes de la cena. Esperábamos los domingos por la mañana como el gran día en el que nos llevaba a pasear. Íbamos a muchos sitios: a las barcas del Retiro, a escuchar la banda de música municipal, a visitar museos, etc”.
Escuela de virtudes
“Educar –concretaba Tomás en aquella sesión- es crear hábitos, despertar virtudes humanas, en las que prendan las sobrenaturales, que redondearán la tarea de formación de un hombre y de una mujer con letras mayúsculas”.
Como la responsabilidad: “En la economía –evocaba Rafael- sostenía que era un error dar una ‘paga’ a los hijos. Nos daba dinero cuando lo necesitábamos y lo que necesitábamos. De ese modo puedo decir que en mi niñez nunca tuve dinero y nunca sentí que me faltara”. O la fortaleza: “Nunca le vi echarse para atrás por miedo. Tenía mucha iniciativa y valentía. Muchas veces me decía: ‘¡hala, valiente!’, para animarme a hacer cosas buenas pero que me costaban”. Virtudes claves para adquirir progresivamente autonomía y libertad: “Cuando fuimos haciéndonos mayores, mi padre supo ‘soltar amarras’ poco a poco y con suavidad, con un equilibrio prodigioso entre el respeto a nuestra libertad y su obligación de velar por el mantenimiento del ambiente familiar y estar atento a que fuésemos con buenas amistades”.
Con la palabra y el ejemplo
“Sé por experiencia –confiaba Tomás a los padres-, que a lo largo de la vida de nuestros hijos se nos presenta un interrogante. Nos preguntamos muchas veces: ¿qué debo hacer? Pero ese mismo interrogante lo vemos pintado constantemente en ellos, como una celosía de sus almas ávidas de saber, que pregunta a todo lo que les rodea: a los seres que hay junto a ellos, a sus compañeros, al sol y a las estrellas, al día y a la noche; que pregunta cómo y por qué vinieron al mundo, el camino que han de recorrer en él; que le pregunta a la chabola deprimente del suburbio y al palacio suntuoso, al bien y al mal; que pregunta a Dios mismo, porque quiere comprenderlo...
Y nosotros padres hemos de contestarles, tenemos la obligación de adivinar esos interrogantes y responder adecuadamente, dándonos cuenta de todo lo que significan. En algunas ocasiones es necesario hablarles, tener conversaciones de amigos, no de superior a inferior, sobre esas materias, objeto de sus silenciosas preguntas. Pero otras muchas veces la contestación se la da nuestro ejemplo, no solo en las grandes cosas de la vida, sino también en las pequeñas cosas de nuestro hacer diario, que son las que dan valor y ponen gracia a nuestras acciones al parecer sin trascendencia”.
“Mi padre aceptaba sus errores, a mi parecer bien pequeños, con sencillez y humildad”, recuerda Rafael. Tenía un discernimiento impresionante en su juicio sobre personas y situaciones. Sin presumir lo más mínimo de que iba a acertar, pero acertaba”.
La fragua del amor
“La fe no era en él algo externo a lo que se adhería sino vida práctica. La esperanza, sumamente firme, lo que hacía que sin proponérselo se respirase a su lado una gran seguridad. El amor de Dios era fundamental para él y lo mostraba con toda naturalidad. Su piedad, su amor a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, era profunda, atenta y sobria, sin teatralidad alguna. En casa se rezaba todos los días el Rosario. A los hijos nos invitaba a sumarnos pero jamás nos lo impuso y ni siquiera insistía. Un gran regalo para todos –fundamental para nuestra educación, concluye el hijo- fue experimentar día a día como se querían nuestros padres, y de manera creciente. Pienso que mi madre lo fue todo para mi padre y desde que se casó su vida no se entiende sin ella”.
Tomás Alvira era un firme defensor de los padres como primeros, principales e insustituibles educadores de sus hijos, de quienes depende el futuro de la sociedad. “La casa –concluía en su charla a los padres del club Roca- es el telar donde a diario se teje la trama de la formación de los hijos. En ella se fraguan, entre alegrías y dolores, esos lazos de amor entre todos los que constituyen la familia. Y en los católicos es también el altar hermoso donde la familia adora a Dios. Con hogares así se transformaría el mundo”.