Anualmente la iglesia celebra el 26 de junio la fiesta de San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, popularmente llamado por san Juan Pablo II, el "santo de lo ordinario", es decir el santo del que Dios se ha servido para recordar a la humanidad la grandeza de la vida corriente, la importancia del trabajo, cualquiera que sea, como realidad santificante y santificadora.
San Josemaría nació en Barbastro, España, el 09 de enero de 1902 y fue llamado a la casa del Padre el 26 de junio de 1975: "Dies natalis", como habitualmente se llama al día del nacimiento al cielo, a la vida para siempre donde "Dios mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos, donde ya no habrá muerte ni penas ni dolores porque el mundo viejo habrá pasado" (Apc. 21,4).
Uniendo a esta celebración la cercanía de la solemnidad de san Pedro y san Pablo, el día del Papa, como se le conoce en la cristiandad, me parece oportuno escribir sobre el amor de san Josemaría a la Iglesia y al Santo Padre. Este es un rasgo característico de todos los santos pero si lo traigo a colación es porque en san Josemaría alcanzó niveles muy altos, heroicos, precisamente por la época que le tocó vivir. Primero en una España clerical, con un fuerte anti catolicismo en ascenso que desembocaría en la Guerra Civil del año 36 que, al decir de los historiadores, fue propiamente una guerra de religión; otro acontecimiento: la turbulenta, etapa posterior al Concilio Vaticano II, llena de interpretaciones erróneas (que aún duran), de algunos que se llaman a sí mismos teólogos, causando serios estragos en las almas y desorientación en el pueblo fiel.
Estas razones, y sin duda muchas más, hicieron que, en san Josemaría, el amor a la Iglesia y al Vicario de Cristo se desbordara en patentes manifestaciones. Sintió la urgencia de "gritarlo" tanto por escrito como de palabra. "¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!" (Camino 518) “Y servirla... fidelísimamente, aún a costa de la hacienda, de la honra y de la vida... " (Camino 519).
San Josemaría hacía el final de su vida, con la salud quebrantada, hizo dos viajes a América y se reunió con millares de personas de los diversos países confirmándolos en la fe y en el amor a Cristo y a su Iglesia. Se trataba de una movilización de hijos fieles. "Cristo, María, el Papa", tres amores, tres pasiones, por las que gastó la vida. Tenía conciencia clara de que ese desvelo era don: "Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón". (Camino 573). En sus labios fue habitual la jaculatoria "Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam", Todos, con Pedro, a Jesús por María. (Es Cristo que pasa 176). Jaculatoria que, en cierta manera, condensaba sus afanes apostólicos.
Este amor a la Iglesia y al Papa se extendía a todos los obispos del mundo en comunión con la sede de Pedro; el trabajo que realiza el Opus Dei en las diócesis queda en ellas y los ordinarios saben muy bien que sus miembros, fieles corrientes, trabajan en la misma dirección que marca el obispo, codo a codo con los demás feligreses.
Chiclayo, como otras ciudades de diversos países, en agradecimiento le han dedicado una avenida y en el óvalo de la ex avenida Panamericana norte podemos contemplar una estatua suya con los brazos extendidos con gesto de acoger las súplicas de los lambayecanos.
Hugo Calienes Bedoya
Publicado en el Diario La Industria el 03 de julio de 2016