¿Cómo tomaron la noticia de tu ordenación tus papás?
Con una alegría enorme y con unas cuantas lágrimas, por supuesto. Desde que hace cuatro años les conté que venía a Roma a estudiar Teología con la posibilidad de ordenarme sacerdote, ellos no han dejado de rezar todos los días para que, si Dios así lo quería, yo estuviese preparado para responder con un sí. Uno viene al Colegio Romano de la Santa Cruz, aquí en Roma, centro de la cristiandad, para formarse de una manera especial con la finalidad de servir mejor a la Obra y, sirviendo a la Obra servir mejor a la Iglesia. No hay palabras para describir el momento en que les comuniqué la noticia. Como me gusta decir, creo que simplemente fue un momento mágico y sobrenatural.
¿Qué significado tiene para ti recibir la ordenación diaconal este año?
Quizá lo primero es saber qué es un diácono. Si leemos el Nuevo Testamento, en el libro de los Hechos de los Apóstoles nos encontramos con la vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén. En el capítulo 6, vemos cómo los diáconos son elegidos por los Apóstoles para ayudarles en tareas de servicio al prójimo: “les impusieron las manos, y sobre ellos descendió el Espíritu Santo”. La palabra griega diákonos (διάκονος) significa “el que sirve”. Por ello, podemos decir que Jesús fue el primer diácono, porque se hizo servidor de todos.
Cada vez que considero en la oración la próxima ordenación diaconal, en primer lugar, le doy gracias a Dios por haberse fijado en mí. Acto seguido, le pido perdón por tantas veces que no he sabido corresponder con generosidad a lo que Él me pedía
Cada vez que considero en la oración la próxima ordenación diaconal, en primer lugar, le doy gracias a Dios por haberse fijado en mí. Acto seguido, le pido perdón por tantas veces que no he sabido corresponder con generosidad a lo que Él me pedía. Al mismo tiempo, le pido ayuda, su gracia, esa gracia de Dios que lo cubre todo y te lleva, con las limitaciones propias de los hombres, a luchar día a día por ir a su encuentro con más amor, con más cariño, con más entrega a la propia vocación. Y todo eso, con un solo objetivo: servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida. Así nos lo enseñó san Josemaría.
El Prelado del Opus Dei nos anima a buscar la centralidad de Jesucristo en la vida diaria, ¿cómo animarías a los demás a que Jesucristo esté en el centro de sus vidas?
El Señor nos espera en el Sagrario, pero también nos espera en esas tareas cotidianas, a veces duras, que cuando las hacemos por amor de Dios, el alma rebosa de alegría.
Me gusta repetir aquellas palabras de san Josemaría que encontramos en el punto 382 de Camino: “Que busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo”. Estoy convencido de que para ser verdaderamente feliz aquí en la tierra el camino es enamorarse de Cristo, y para ello hace falta buscarlo, encontrarlo y tratarlo. Pero, ¿cómo y dónde? A veces, no nos damos cuenta de lo sencillo que es. Podemos empezar con sacar unos minutos para hacer un rato de oración: ese diálogo interior con el Señor cuando le contamos nuestras alegrías, nuestros sufrimientos, nuestras victorias, nuestras derrotas, y le damos gracias, y le pedimos perdón, y le pedimos ayuda. Normalmente, para ello acudimos a la Santa Misa, o simplemente visitamos una Iglesia para saludar al Señor presente en el Sagrario, o peregrinamos a un Santuario de la Virgen, etc.; pero la mayoría de las veces lo podemos hacer sencillamente cumpliendo el deber de cada día, mientras trabajamos, mientras estudiamos, mientras hacemos deporte, mientras disfrutamos una buena película en familia, mientras contemplamos un atardecer, en fin, en lo ordinario de cada día que, cuando lo hacemos en presencia de Dios para dar gloria a Dios, se convierte también en oración. El Señor nos espera en el Sagrario, pero también nos espera en esas tareas cotidianas, a veces duras, que cuando las hacemos por amor de Dios, el alma rebosa de alegría.
Eres testigo de la preocupación y de la oración del Papa Francisco a favor de la paz. ¿Cómo podemos ayudar a la paz entre Rusia y Ucrania?
Contribuimos a la paz del mundo si procuramos que, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestro deporte, allí donde estemos, haya paz. Y para que haya paz, pienso que es fundamental saber “pedir perdón” y “saber perdonar”, no sólo siete veces, sino infinitamente siete como leemos en el Evangelio.
Estemos donde estemos, en Roma o en el rincón más alejado del planeta, siempre podemos ayudar en primer lugar con nuestra oración que es lo fundamental. Pero no basta con la oración: ayudamos mucho cuando hacemos de esa oración el motor que nos mueve a contagiar a nuestro alrededor un ambiente de paz y de alegría; es decir, contribuimos a la paz del mundo si procuramos que, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestro deporte, allí donde estemos, haya paz. Y para que haya paz, pienso que es fundamental saber “pedir perdón” y “saber perdonar”, no sólo siete veces, sino infinitamente siete como leemos en el Evangelio. Somos humanos y tenemos errores y, ante los errores, la clave para encontrar siempre paz y alegría es saber reconocerlos para mejorar, y luego seguir luchando para ser cada día un poquito mejor. Queremos paz entre Ucrania y Rusia, empecemos por encontrarla en primer lugar en nuestro interior y luego contagiarla en todos los ambientes que nos rodean.
Eres arequipeño hasta la médula. ¿Cómo cultivar el amor al terruño con sentido cristiano?
Para cultivar el amor al terruño con sentido cristiano, pienso que el secreto está, una vez más, en saber descubrir el amor de Dios en todo, y el amor verdadero es expansivo que no se queda sólo en la ciudad donde naciste, sino que atraviesa todas las fronteras.
Un arequipeño se siente siempre muy orgulloso de su ciudad y pienso que eso mueve positivamente a cuidarla, procurando que siempre esté limpia y ordenada, no sólo por un deber cívico, sino porque quieres de verdad a la ciudad que te vio nacer. Ahora bien, cuando ese cariño por tu ciudad lo diriges a Dios, Dios mismo te da esa visión universal que te lleva querer el bien de los demás. El Prelado de la Obra nos anima a hacer muy nuestras las alegrías y preocupaciones de los demás. Aquí en Roma lo vivimos de una manera muy especial cuando estamos atentos a lo que nos cuentan de otras ciudades del mundo y rezamos por ellas. Para cultivar el amor al terruño con sentido cristiano, pienso que el secreto está, una vez más, en saber descubrir el amor de Dios en todo, y el amor verdadero es expansivo que no se queda sólo en la ciudad donde naciste, sino que atraviesa todas las fronteras.
San Josemaría animaba a vivir la vida cristiana con espíritu deportivo. ¿Cómo podemos cultivar el espíritu deportivo en la vida espiritual?
Siempre recordaré aquellos partidos de fulbito familiares los domingos a las seis de la mañana, no sólo porque era un apasionado por el deporte, sino porque implicaba también el esfuerzo por levantarse muy temprano precisamente un domingo. Sin lugar a dudas, cada uno de esos partidos han sido una lección de vida para mí. Yo, desde que tengo uso de razón, he sido muy competitivo y salía a las canchas a ganar, pero no siempre se puede ganar. De pequeño regresaba a casa muy enfadado después de una derrota, pero, poco a poco, entendí que se puede aprender más con una derrota que con muchas victorias, que lo importante está en la lucha, en darlo todo hasta el último segundo, aunque vayas perdiendo por goleada.
La santidad no está en no fallar o en no equivocarse, está en la lucha interior, está en saber hacer de “hijo pródigo” muchas veces al día, pidiendo perdón con humildad ante las derrotas, y también dando gracias ante las victorias. Dios siempre nos espera con las manos extendidas para abrazarnos y llenarnos de gracia
Por eso, cultivar el espíritu deportivo en la vida espiritual no sólo es importante, sino que lo considero muy necesario. Nadie es perfecto, y en la lucha diaria por ser cada día mejores no siempre se gana, pero siempre se aprende cuando después de cada caída te levantas y vuelves a la lucha sin desanimarse nunca. La santidad no está en no fallar o en no equivocarse, está en la lucha interior, está en saber hacer de “hijo pródigo” muchas veces al día, pidiendo perdón con humildad ante las derrotas, y también dando gracias ante las victorias. Dios siempre nos espera con las manos extendidas para abrazarnos y llenarnos de gracia, levantándonos incluso más alto que desde dónde caímos y disfrutando con nosotros cada vez que correspondemos a su amor con buenas obras. Y si vivimos así, sabremos descubrir en todo momento, incluso ante las adversidades, esa paz y esa alegría que es propia de los hijos de Dios.