Pasión por la unidad

Textos de san Josemaría sobre la unidad de los cristianos.

Pasión por la unidad

“Que sean una sola cosa, así como nosotros lo somos (Ioh XVII, 11), clama Cristo a su Padre; que todos sean una misma cosa y que, como tú, ¡oh Padre!, estás en mí y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros (Ioh XVII, 21). Brota constante de los labios de Jesucristo esta exhortación a la unidad, porque todo reino dividido en facciones contrarias será desolado; y cualquier ciudad o casa, dividida en bandos, no subsistirá (Mt XII, 25). Una predicación que se convierte en deseo vehemente: tengo también otras ovejas, que no son de este aprisco, a las que debo recoger; y oirán mi voz y se hará un solo rebaño y un solo pastor (Ioh X, 16).

¡Con qué acentos maravillosos ha hablado Nuestro Señor de esta doctrina! Multiplica las palabras y las imágenes, para que lo entendamos, para que quede grabada en nuestra alma esa pasión por la unidad. Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no lleva fruto, lo cortará; y a todo aquel que diere fruto, lo podará para que dé más fruto... Permaneced en mí, que yo permaneceré en vosotros. Al modo que el sarmiento no puede de suyo producir fruto si no está unido con la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; quien está unido conmigo y yo con él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer (Ioh XV, 1-5).

¿Cómo se concreta ese deseo de unidad?

Defender la unidad de la Iglesia se traduce en vivir muy unidos a Jesucristo, que es nuestra vid. ¿Cómo? Aumentando nuestra fidelidad al Magisterio perenne de la Iglesia: pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles o depósito de la fe (Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la Iglesia Denzinger-Schön. 3070 (1836)). Así conservaremos la unidad: venerando a esta Madre Nuestra sin mancha; amando al Romano Pontífice.

Yo pido al Señor cada día que agrande mi corazón, para que siga convirtiendo en sobrenatural este amor que ha puesto en mi alma hacia todos los hombres, sin distinción de raza, de pueblo, de condiciones culturales o de fortuna.

Ofrece la oración, la expiación y la acción por esta finalidad: “ut sint unum! —para que todos los cristianos tengamos una misma voluntad, un mismo corazón, un mismo espíritu: para que “omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! —que todos, bien unidos al Papa, vayamos a Jesús, por María. Forja, 647

Lealtad a la Iglesia publicado en el libro “Amar a la Iglesia”

Los no católicos y el Opus Dei

¿Cómo se inserta el Opus Dei en el Ecumenismo?, me pregunta usted también. Ya le conté el año pasado a un periodista francés —y sé que la anécdota ha encontrado eco, incluso en publicaciones de hermanos nuestros separados— lo que una vez comenté al Santo Padre Juan XXIII, movido por el encanto afable y paterno de su trato: "Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad". El se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos.

Son muchos, efectivamente —y no faltan entre ellos pastores y aun obispos de sus respectivas confesiones—, los hermanos separados que se sienten atraídos por el espíritu del Opus Dei y colaboran en nuestros apostolados. Y son cada vez más frecuentes —a medida que los contactos se intensifican— las manifestaciones de simpatía y de cordial entendimiento a que da lugar el hecho de que los socios del Opus Dei centren su espiritualidad en el sencillo propósito de vivir responsablemente los compromisos y exigencias bautismales del cristiano. El deseo de buscar la perfección cristiana y de hacer apostolado, procurando la santificación del propio trabajo profesional; el vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas; la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano; el defender, contra la concepción monolítica e institucionalista del apostolado de los laicos, la legítima capacidad de iniciativa dentro del necesario respeto al bien común: esos y otros aspectos más de nuestro modo de ser y trabajar son puntos de fácil encuentro, donde los hermanos separados descubren —hecha vida, probada por los años— una buena parte de los presupuestos doctrinales en los que ellos y nosotros, los católicos, hemos puesto tantas fundadas esperanzas ecuménicas.

Conversaciones, n. 22