- Una madre cercana, a la que llamamos por el nombre.
- Esperanza en medio de las dificultades.
LA SORPRESA de santa Isabel debió de ser grande cuando, en medio de su embarazo, recibió la visita de su prima. «Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre –dijo Isabel–. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,41-43). La cercanía de María hace que la esposa de Zacarías se sienta desbordada de alegría. Meses antes había recibido con gozo la noticia de que daría a luz; y ahora el Señor le da una nueva gracia, enviándole a su prima para que la acompañe en ese momento tan especial.
Este estupor de santa Isabel se repite en el corazón de los cristianos cuando descubren la cercanía de María en sus vidas y, por tanto, la del Señor. Jesucristo se introduce en el tiempo no de una manera extraña, sino en las entrañas de su Madre. Y precisamente ella es la primera que viene a nuestro encuentro, como lo hizo con su prima. La fiesta del Dulce Nombre de María nos recuerda que tenemos una madre cercana, a la que podemos llamar con la certeza de ser escuchados. «De esa cordialidad, de esa confianza, de esa seguridad, nos habla María. Por eso su nombre llega tan derecho al corazón»[1].
Nuestra fe y esperanza se encienden cuando pronunciamos el nombre de la Madre de Jesús. No es difícil dirigirse a ella: basta que la llamemos con la naturalidad de hijos. Como repetía san Josemaría: «La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María»[2].
«EN CUANTO llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno» (Lc 1,44). Las palabras de María hacen que Juan se mueva en el seno de su madre. Detrás de la alegría de su hijo, santa Isabel percibe que la Virgen lleva consigo la esperanza de Israel. Por eso no se ahorra las alabanzas al dirigirse a ella: «Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. (…) Bienaventurada la que ha creído, porque se cumplirán las cosas que se le han dicho de parte del Señor» (Lc 1,42.45).
Al igual que santa Isabel, también nosotros podemos alabar a nuestra Madre porque ha dejado obrar a Dios en su vida y, así, el mundo ha sido alcanzado por la paz. Esto nos puede llenar de esperanza en medio de nuestras luchas cotidianas. En efecto, muchos santos han aconsejado dirigirse a santa María en medio de las tribulaciones para encontrar optimismo y serenidad. «En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María –escribía san Bernardo–. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón»[3].
No importa que, en ocasiones, nuestra vida parezca un mar agitado por las debilidades: llamar a santa María nos llena de seguridad. «En la tradición occidental el nombre “María” se ha traducido como “Estrella del Mar”. Así se expresa precisamente esta experiencia: ¡cuántas veces la historia en la que vivimos aparece como un mar oscuro que azota amenazadoramente con sus olas la barca de nuestra vida! A veces la noche parece impenetrable. (…) A menudo entrevemos solo de lejos la gran Luz, Jesucristo, que ha vencido la muerte y el mal. Pero entonces contemplamos muy próxima la luz que se encendió cuando María dijo: “He aquí la sierva del Señor”. Vemos la clara luz de la bondad que emana de ella»[4].
LA VIRGEN recibe con sencillez las alabanzas de santa Isabel: «Engrandece mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46-47). La verdadera devoción hacia santa María nos hace dirigirnos espontáneamente hacia Dios, la fuente de todas las gracias. Si ella exclama que «desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48), es porque la potencia del Señor se ha hecho presente en su vida.
María ocupa en la oración del cristiano «un lugar privilegiado, porque es la Madre de Jesús. Las Iglesias de Oriente la han representado a menudo como la Odighitria, aquella que “indica el camino”, es decir, el Hijo Jesucristo (…) En la iconografía cristiana su presencia está en todas partes, y a veces con gran protagonismo, pero siempre en relación al Hijo y en función de él. Sus manos, sus ojos, su actitud son un catecismo viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús. María está totalmente dirigida a él»[5].
Al celebrar el dulce nombre de María, podemos pedirle que nos siga indicando el camino hacia su Hijo. La oración que dirigimos a ella nos une espontáneamente hacia Jesús. En el avemaría la aclamamos como «bendita entre todas las mujeres», e inmediatamente después añadimos: «Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». Cuando en ocasiones no sepamos cómo dirigirnos al Señor, nuestra Madre nos ofrece una ruta segura para llegar a él, pues «a Jesús siempre se va y se “vuelve” por María»[6].
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 142.
[2] Ibidem.
[3] San Bernardo, Sobre la excelencias de la Virgen Madre, 2, 17.
[4] Benedicto XVI, Homilía, 12-IX-2009.
[5] Francisco, Audiencia general, 24-III-2021.
[6] San Josemaría, Camino, n. 495.