Meditaciones: domingo de la 6.ª semana tiempo ordinario (ciclo A)

Reflexión para meditar el 6.º domingo del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la novedad de la Ley; instrumento de libertad; raíz del pecado.


DESPUÉS de pronunciar las bienaventuranzas, Jesús continúa el sermón de la montaña hablando sobre la Ley. Desde el principio, el Señor no se presenta como alguien que ha venido a abolir lo que habían dicho Moisés o los profetas, sino a dar plenitud a aquellas palabras (cfr. Mt 5,17). Y esta plenitud, este significado más profundo, implica no comprender la Ley como algo externo, ajeno a la persona, que sin embargo debe hacerse violencia por cumplir; los preceptos de Dios en realidad sintonizan con nuestro corazón y están para cambiarlo y disponerlo hacia la verdadera felicidad.

Ya el salmista afirma que serán dichosos los que guardan los preceptos del Señor «y le buscan de todo corazón» (Sal 118,2). También el libro del Sirácide señala que Dios «conoce cualquier acción humana» (Sir 20): no se queda solamente en la superficie del acto, sino que le importa también la intención con que fue realizado. Jesús no quiere que nos mueva el simple afán de cumplir, pues esta actitud no nos une a los demás sino que lleva al formalismo: a realizar lo establecido externamente, pero sin llegar a percibir el bien que causa en la propia vida. El Señor nos invita, por tanto, a movernos por un amor como el suyo, que supo estar muchas veces por encima de la misma Ley.

«La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en el hecho que él mismo llena los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por eso todo precepto se convierte en verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un único mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo»[1].


A LO LARGO de la historia hay quien ha concebido la Ley como una imposición arbitraria de Dios. Esta mentalidad lleva a pensar que el único motivo por el que es conveniente cumplirla es porque él lo ha establecido así, de modo que se podría decir: «Dios ha dictado un mandamiento, pero podría haber decretado también su contrario». Este planteamiento impide percibir la bondad de los preceptos divinos y la profunda racionalidad que los sustenta: no son caprichos, sino que responden al deseo de bien presente en la naturaleza humana.

No se trata, por tanto, de concebir los mandamientos como imposiciones arbitrarias, sino «como un instrumento de libertad, que me ayude a ser más libre, que me ayude a no ser esclavo de las pasiones y el pecado. (...) Cuando se cede a las tentaciones y pasiones, uno no es señor y protagonista de su vida, sino que se vuelve incapaz de manejarla»[2]. Dios, con su Ley, nos marca un camino que satisface la sed de plenitud que todos tenemos; un camino por el que somos más dueños de nosotros mismos porque nuestra libertad crece cada vez más. Por eso la gravedad del pecado no es tanto el incumplimiento de una norma, sino el daño que nos hacemos a nosotros mismos: perdemos el protagonismo en nuestra vida y dejamos que sean las pasiones las que nos dominen.

Como decía san Josemaría: «La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[3]. Los mandamientos del Señor no oprimen la libertad, sino todo lo contrario: «Es lex perfecta libertatis (cfr. St 1,25): ley perfecta de libertad, como el mismo Evangelio, porque toda ella se resume en la ley del amor, y no solo como norma exterior que manda amar, sino a la vez como gracia interior que da la fuerza para amar»[4].


EN SU DISCURSO, Jesús, además de mostrar la plenitud de la Ley –un camino que se recorre con el corazón y que nos libera–, nos invita a reflexionar sobre el origen del mal. La ley mosaica prohibía el homicidio y el adulterio, pero Cristo va más allá: «Todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio» (Mt 5,22); y «el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón» (Mt 5,28). La plenitud de la Ley, el nuevo Evangelio de Jesucristo, por tanto, no se refiere solamente a los actos externos, sino también a los movimientos internos de la persona: afectos, deseos, emociones…

La enseñanza de Jesús está dirigida a la raíz del pecado. El homicidio está precedido por el deseo de hacer daño a otro. El adulterio es consecuencia del rechazo al propio cónyuge y el afán de poseer a otra persona. Estos males son concebidos, en primer lugar, en la propia intimidad. Y una vez arraigados en el corazón se exteriorizan a través de actos concretos. Por eso el Señor nos anima a dirigir nuestra mirada hacia el interior y a reflexionar sobre los motivos que mueven nuestras acciones. Como dirá en otra ocasión: «Lo que sale de la boca procede del corazón, y eso es lo que hace impuro al hombre. Porque del corazón proceden los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios» (Mt 15,18-19).

San Josemaría insistía en la necesidad del examen de conciencia para poder reconocer el origen de nuestros pecados. Por este motivo, podemos pensar: ¿cómo examino mi vida desde la luz de Cristo? «Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean. (...) Necesitas un buen examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de mejora, porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y pecados»[5]. Dios, con su gracia, nos ayudará a acoger en nuestra alma la plenitud de la Ley que su Hijo reveló. Podemos dirigir a la Virgen María estas palabras del fundador del Opus Dei: «Si en mí hay algo que te desagrada, dímelo, para que lo arranquemos»[6].


[1] Benedicto XVI, Ángelus, 13-II-2011.

[2] Francisco, Ángelus, 16-II-2020.

[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 27.

[4] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018.

[5] San Josemaría, Forja, n. 481.

[6] Ibíd., n. 108.