Decreto sobre las virtudes heroicas
Roma, 9 de abril de 1990
«Todos los fieles, de cualquier condición y estado, están llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre celestial» (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11). En la proclamación de la vocación a la santidad de todos los bautizados —aspecto en el que se ha reconocido «el elemento más característico de todo el Magisterio conciliar y, por así decir, su fin último» (Pablo VI, Motu pr. Sanctitas clarior, 19-III-1969)— brilla la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma como misterio de la comunión de los hombres con Dios. Contemplando este misterio, la Esposa de Cristo ve también confirmado el inagotable patrimonio que constituye su propia historia, y escucha el eco del testimonio de esos heraldos de la santidad que el Espíritu Vivificador suscita en todo tiempo, para atraer a los hombres a que acojan el plan de salvación.
El Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer se cuenta entre esos testigos, no sólo por la fecundidad del ejemplo que dio con su vida, sino también por la especial fuerza con que, en profética coincidencia con el Concilio Vaticano II, procuró, desde los comienzos de su ministerio, dirigir la llamada evangélica a todos los cristianos: «Tienes obligación de santificarte. Tú también. [...] A todos, sin excepción, dijo el Señor: “Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto”» (Camino, n. 291); «Estas crisis mundiales son crisis de santos» (ibid., n. 301).
Entre la variedad de caminos de la santidad cristiana, el que recorrió el Siervo de Dios manifiesta, con particular nitidez, toda la radicalidad de la vocación bautismal. Gracias a una vivísima percepción del misterio del Verbo Encarnado, Mons. Escrivá de Balaguer comprendió que, en el corazón del hombre renacido en Cristo, el entero tejido de las realidades humanas se compenetra con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose así en lugar y medio de santificación. Auténtico pionero de la intrínseca unidad de la vida cristiana ya desde finales de los años veinte, el Siervo de Dios planteó la plenitud de la contemplación en medio de la calle y llamó a todos los fieles a insertarse en el dinamismo apostólico de la Iglesia, cada cual desde el lugar que ocupa en el mundo.
Este mensaje de santificación en y de las realidades terrenas se muestra providencialmente actual en la situación espiritual de nuestra época, tan atenta a exaltar los valores humanos, pero también tan proclive a ceder a una visión inmanentista del mundo separado de Dios. Por otro lado, al invitar al cristiano a buscar la unión con Dios a través del trabajo —tarea y dignidad perenne del hombre sobre la tierra—, esta actualidad está destinada a perdurar, por encima de los cambios de los tiempos y de las situaciones históricas, como fuente inagotable de luz espiritual.
Regnare Christum volumus! [¡Queremos que Cristo reine!]: he aquí el programa de Mons. Escrivá. Poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas: su servicio eclesial ha hecho brotar en todos los ambientes y profesiones un impulso ascendente de elevación a Dios de los hombres inmersos en las realidades temporales, conforme a la promesa del Salvador —Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum [Y yo, cuando sea levantado de la tierra, todo lo atraeré hacia mí] (Jn 12, 32 Vg)—, en la que el Siervo de Dios veía el núcleo del fenómeno pastoral del Opus Dei. En esta cristianización ab intra [desde dentro] del mundo radica el valor de su contribución a la promoción del laicado.
El Siervo de Dios nació en Barbastro (España) el 9 de enero de 1902, de padres piadosos y honrados. Alrededor de los quince años, sintió los primeros barruntos de la vocación y, pese a desconocer todavía el contenido preciso de los planes divinos, para estar completamente disponible a la voluntad de Dios decidió hacerse sacerdote. Ordenado presbítero en Zaragoza el 28 de marzo de 1925, se trasladó a Madrid donde, el 2 de octubre de 1928, vio que el Señor le pedía hacer el Opus Dei. Después de invocar durante años la luz del Cielo con las palabras del ciego de Jericó —Domine, ut videam! [¡Señor; que vea!] (Lc 18. 41)—, ese día el Siervo de Dios comprendió plenamente la misión, «vieja como el Evangelio y como el Evangelio nueva», a la que se le destinaba: abrir a los fieles de todas las condiciones sociales un camino seguro de santificación en medio del mundo, a través del ejercicio del trabajo profesional y del cumplimiento de los deberes cotidianos, sin cambiar de estado y haciéndolo todo por amor de Dios. Poco después, el 14 de febrero de 1930, entendió con la gracia de Dios que el Opus Dei debía desarrollar su apostolado también entre las mujeres. Y dedicó todas sus energías a la realización de esta misión, alentado siempre por la bendición del Obispo del lugar.
Desde el comienzo desplegó un apostolado amplísimo en los más variados ambientes sociales, especialmente en pro de los pobres y los enfermos que languidecían en los suburbios y en los hospitales de Madrid. Durante la guerra civil española conoció el furor de la violencia antirreligiosa y dio pruebas cotidianas de heroísmo, prodigándose en la oración, en la penitencia y en una incesante actividad sacerdotal. Muy pronto se vio rodeado por una consistente fama de santidad. Inmediatamente después de la guerra, invitado por los Obispos a predicar los ejercicios espirituales al clero, contribuyó eficazmente a la renovación de la vida religiosa en el país. También numerosas Órdenes y Congregaciones religiosas acudieron a su solicitud pastoral. Contemporáneamente, el Señor permitió que recayera sobre los hombros de su Siervo la Cruz de las incomprensiones, a las que Mons. Escrivá respondió siempre con el perdón, llegando a considerar a sus detractores como auténticos bienhechores.
La Cruz multiplicó las bendiciones celestiales y el apostolado del Siervo de Dios se extendió con sorprendente rapidez. El 14 de febrero de 1943 fundó la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, inseparablemente unida al Opus Dei, que, además de permitir la ordenación sacerdotal de miembros laicos del Opus Dei y su incardinación al servicio de la propia Obra, más adelante permitiría a los sacerdotes incardinados en las diócesis compartir también la espiritualidad y la ascética del Opus Dei, buscando la santidad en el ejercicio de los deberes ministeriales y en dependencia exclusiva del respectivo Ordinario. La labor desplegada en este campo por el Siervo de Dios, en primera persona o por medio de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, le convierte en un luminoso ejemplo de celo por la formación sacerdotal.
En 1946 el Siervo de Dios se estableció en Roma. En 1947 y en 1950 obtuvo la aprobación del Opus Dei como institución de derecho pontificio. Con infatigable caridad y con una esperanza laboriosa guió la expansión del Opus Dei por todo el mundo llevando a cabo una amplia movilización de laicos conscientes de su responsabilidad en la misión de la Iglesia. Dio vida a iniciativas de vanguardia en la evangelización y en la promoción humana; suscitó por doquier vocaciones al sacerdocio y al estado religioso; realizó viajes extenuantes por Europa y por América, anunciando con fe vigorosa la doctrina de la Iglesia. Y, sobre todo, se prodigó en la formación de los miembros del Opus Dei —sacerdotes y laicos, hombres y mujeres—, forjándoles en una sólida vida interior, en un celo ardiente que se manifiesta en el compromiso personal para llevar a cabo un apostolado capilar, y en una adhesión ejemplar al Magisterio de la Iglesia. Omnes cum Petro ad lesum per Mariam! [¡Todos, con Pedro, a Jesús por María!]: esta fue la aspiración que el Siervo de Dios predicó y practicó sin pausa desde los primeros años de sacerdocio.
Con todo, los rasgos más característicos de su figura no sólo se encuentran en sus dotes extraordinarias de hombre de acción, sino también en su vida de oración y en esa asidua experiencia unitiva que hizo de él un contemplativo itinerante. Fiel al carisma recibido fue ejemplo de un heroísmo que se manifestaba en las situaciones más corrientes: en la oración continua, en la mortificación ininterrumpida «como el latir del corazón», en la asidua presencia de Dios, capaz de alcanzar las cumbres de la unión con el Señor incluso en medio del fragor del mundo y en la intensidad de un trabajo sin tregua. Constantemente inmerso en la contemplación del misterio trinitario, puso en el sentido ele la filiación divina en Cristo el fundamento de una espiritualidad en la que la fortaleza de la fe y la audacia apostólica de la caridad se conjugan armónicamente con el abandono filial en Dios Padre.
El Siervo de Dios, amante apasionado de la Eucaristía, vivió el Sacrificio del Altar como «centro y raíz de la vida cristiana». Fue apóstol incansable del Sacramento de la Penitencia; y delicadamente devoto de María, «Madre de Dios y Madre nuestra», de san José y de los Ángeles Custodios. Amaba a la Iglesia con todas las fuerzas de su corazón sacerdotal, y se ofrecía en holocausto de reparación y penitencia por los pecados con los que las criaturas afean su rostro materno. Aunque la prodigiosa fecundidad de su apostolado estaba a la vista de todos, se consideraba sólo un «instrumento inepto y sordo», un «fundador sin fundamento», «un pecador que ama con locura a Jesucristo».
El Siervo de Dios falleció en Roma el 26 de junio de 1975. A su muerte, el Opus Dei contaba con más de 60.000 miembros de 80 nacionalidades; los sacerdotes incardinados en la Obra eran cerca de un millar; las obras apostólicas —escuelas, universidades y centros sociales, entre otras— se habían difundido por los cinco continentes. Los escritos del Siervo de Dios, publicados en millones de ejemplares, se comparan a los clásicos de espiritualidad.
La fama de santidad del Siervo de Dios, ya ampliamente comprobada en vida, ha conocido después de su muerte una extensión universal, llegando a constituir en muchos países un auténtico fenómeno de piedad popular. La Causa de Canonización fue introducida en Roma el 19 de febrero de 1981. Se instruyeron dos Procesos Cognicionales aeque principales sobre la vida y virtudes del Siervo de Dios, uno en Madrid y otro en Roma, que se concluyeron el 26 de junio de 1984 y el 8 de noviembre de 1986, respectivamente. El Congreso Peculiar de Consultores Teólogos, celebrado el 19 de septiembre de 1989 bajo la dirección del Promotor General de la Fe, Revmo. Mons. Antonio Petti, dio respuesta positiva a la pregunta sobre el ejercicio heroico de las virtudes por parte del Siervo de Dios. En el mismo sentido se pronunció la Congregación Ordinaria de Cardenales y Obispos en la sesión del 20 de marzo de 1990, en la que actuó como Ponente el Emmo. Cardenal Edouard Gagnon.
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, después de recibir del Cardenal Prefecto abajo firmante una relación diligente y fiel de todo lo que acaba de exponerse, acogiendo los pareceres de la Congregación, ordenó que se preparase el Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios.
Cumplida esa disposición y convocados en la fecha de hoy el Cardenal Prefecto, el Ponente de la Causa, el infrascrito Secretario y otros según la costumbre, el Santo Padre ha declarado en su presencia: Existen Las pruebas de Las virtudes teologales de la Fe, Esperanza y Caridad, como hacia Dios como hacia el prójimo, y también de las virtudes cardinales de La Prudencia, Justicia, Templanza y Fortaleza, con las otras anejas, en grado heroico, del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, sacerdote, fundador de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y del Opus Dei, en el caso y para los efectos de que se trata.
El Santo Padre ha dispuesto que este decreto se haga público e incluya en las actas de la Congregación de las Causas de los Santos.
Dado en Roma, el 9 de abril de 1990.
Angelo Card. Felici, Prefecto
L. + S.
+Edward Nowak, Arzob. tit. de Luni, Secretario