“Dentro de pocos días celebraremos, llenos de alegría, la gran fiesta de la Asunción de Nuestra Señora. Sus días en la tierra estuvieron empapados de naturalidad y humildad: siendo la criatura más excelsa, pasó oculta entre las mujeres de su tiempo. Amó y trabajó en silencio, sin llamar la atención de quienes la conocían, atenta sólo a captar los impulsos del Espíritu Santo y a satisfacer las necesidades de las almas.
A la vez, atraía tanto su comportamiento, suponía tan luminoso punto de referencia, que sus conciudadanos, para referirse al Maestro, repetían: ¿no es éste el artesano, el hijo de María? (Mc 6, 3). Ojalá también nuestro comportamiento haga la figura de Jesús familiar a los que nos acompañan.
Considerad qué premio ha concedido Dios a su excelsa Madre y Madre nuestra: la que a sí misma se llamó esclava del Señor (Lucas I, 38), es exaltada sobre todas las criaturas, celestiales y terrenas; la que se consideraba la más pequeña entre los pobres del Señor (Cfr. Lc 1, 48), se ve coronada como Reina y Señora de todo el universo.
(…) Volvamos ininterrumpidamente los ojos a nuestra Madre. Y pidamos que, como Ella, aspiremos sólo al premio eterno: el que Dios nos otorgará si nos mantenemos fieles en su servicio, una jornada y otra, sin mendigar aquí abajo ninguna gloria ni compensación humana.” (Carta, 1-VIII-1989, III, 41)