Meditaciones: viernes de la 17.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el viernes de la decimoséptima semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: una dimensión insospechada de la vida cotidiana; la normalidad de los santos; fe en lo ordinario.

- Una dimensión insospechada de la vida cotidiana.

- La normalidad de los santos.

- Fe en lo ordinario.


CUENTA san Lucas que Jesús, cuando comenzó su vida pública, rondaba los treinta años (cfr. Lc 3,23). Hasta entonces, el Señor había vivido con su familia, primero en Belén y después, tras un breve período en Egipto, en una aldea llamada Nazaret. Un día, Jesús dejó su hogar y se marchó rumbo al desierto de Judea para ser bautizado por Juan. Más tarde, se instaló en Cafarnaún, donde volvía a descansar con sus discípulos después de sus correrías apostólicas.

En una ocasión el Señor regresó a Nazaret, como escala en su recorrido por los pueblos y aldeas de Galilea. Volvía al que fuera su hogar durante tantos años, pero lo hacía como el maestro del que todo el mundo hablaba. La fama de su enseñanza y de sus milagros lo precedían. Y tan era así que sus paisanos, admirados, decían: «¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es este el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?» (Mt 13,54-56).

Trabajo, familia, amistad, relaciones sociales… Los vecinos de Jesús nos indican las coordenadas en las que se había desarrollado la vida del Señor durante aquellos primeros treinta años. Y se sorprenden. Pero todas esas actividades, tan normales a los ojos de cualquiera, tuvieron un sentido redentor. Las horas pasadas en el taller, las conversaciones con sus amigos, las reuniones de familia… Todo eso contribuyó a la salvación de los hombres y a restaurar nuestra comunión con Dios[1]. Cristo nos muestra así que nuestro día a día también puede tener una dimensión más profunda que la que se puede apreciar a simple vista. «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo»[2].


LOS PAISANOS de Jesús no habían sido capaces de reconocer la santidad escondida en aquella vida corriente, igual a la que ellos llevaban, que había transcurrido durante años delante de sus ojos. Y ahora que veían un poco de los frutos maduros de aquella vida santa de Jesús, «se escandalizaban de él» (Mt 13,57). Para explicarles que su reacción es en cierto modo natural, el Señor recurre a un refrán popular: «No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra y en su casa» (Mt 13,57).

Como a los vecinos de Jesús, la posibilidad de una santidad tan normal a veces puede resultar sorprendente. Quizá pensamos que, para ser santos, es necesario realizar una hazaña importante o bien llevar una existencia perfecta, sin tacha. En realidad, gracias a Dios podemos contemplar en nuestro día a día a muchas personas que, a través de sus ocupaciones realizadas con amor, nos muestran la normalidad de la vida cristiana. «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: en los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios (...). Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo»[3].

En muchos casos, esos signos de santidad los hemos contemplado por primera vez en nuestros padres. Ellos fueron quienes sembraron en nosotros la semilla de la fe y nos sacaron adelante sin ahorrarse ningún sacrificio. Así le ocurrió, por ejemplo, a san Josemaría. En su adolescencia, había cosas en la conducta de sus padres que no entendía, y se rebelaba interiormente. Con el paso de los años, fue creciendo en la conciencia de aquella santidad que le había pasado oculta. «Lo veo ahora, y cada día con más claridad, con más agradecimiento al Señor, a mis padres, a mi hermana Carmen… Yo he encontrado bien cerca de mi corazón buenos modelos, que se limitaban a encajar con noble alegría las desdichas, a no exagerar el peso de la santa cruz y a no descuidar sus obligaciones de estado. Mis padres, mis padres calladamente heroicos, son mi gran orgullo»[4].


SAN MATEO cierra la narración señalando que Jesús «no hizo allí muchos milagros porque les faltaba fe» (Mt 13,58). San Marcos, en el paso paralelo, añade que es el Señor quien se escandaliza por la incredulidad de sus paisanos (cfr. Mc 6,6). A lo largo del Evangelio vemos que Cristo se sorprende en varias ocasiones por la falta de fe. Repetidas veces dirige a la gente o a los discípulos una queja llena de asombro: «¡Hombres de poca fe!» (Mt 14,31; Mt 16,8; Mt 17,20; Lc 12,28); «si no veis signos y prodigios, ¡no creéis!» (Jn 4,48).

Jesús nos enseña que la fe es una virtud para ejercitar en la vida cotidiana. Desde un punto de vista humano, quizá nos parece que necesitamos cosas extraordinarias y aparatosas para encender nuestra fe. Pero el Señor tiene una lógica diversa. Él ama lo ordinario porque ve constantemente en ello la maravillosa acción de su Padre y la invitación a colaborar con él: «Mirad las aves del cielo… vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6, 26); «mirad los lirios del campo… Dios los viste así» (Mt 6, 28.30); «mi Padre no deja de trabajar y yo también trabajo» (Jn 5, 17).

En unión con Jesús, estamos llamados a dejar que en nuestras circunstancias ordinarias se despliegue su vida divina, en un constante ejercicio de la fe y, con ella, de la esperanza y de la caridad. «Por tanto, todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo»[5]. Nuestro Padre Dios conserva como un tesoro cada instante de nuestra existencia cotidiana, como hizo la Virgen María con aquellos años ocultos de su hijo. Mientras «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52), a su madre no se le escapaba esa santidad cotidiana, y la fue atesorando en su corazón (cfr. Lc 2,51). Ella nos ayudará a descubrir la santidad de la normalidad, y a revivir en cada una de nuestras jornadas la vida oculta de Jesús.


[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 517-518.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 14.

[3] Francisco, Gaudete et exsultate, nn. 7-8.

[4] San Josemaría, textos citados en Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. 1, pp. 82-84.

[5] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 41.