Escuche la homilía del prelado en la Misa de acción de gracias por la beatificación de Guadalupe.
El actual tiempo litúrgico está caracterizado por la alegría ante la resurrección de Jesucristo. Todavía permanece en nuestra memoria la experiencia de aquel discípulo joven que, frente al sepulcro vacío de Jesús, “vio y creyó” (Jn 20,8). Se trató del suceso más decisivo de la historia: Dios que se hace hombre y vence al pecado y a la muerte. Acontecimiento decisivo para la vida de cada uno de nosotros. Y hoy, con esta alegría pascual, agradecemos a Dios la beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri, proclamada por el Papa Francisco como modelo de santidad.
En el salmo de la Misa, hemos elevado un canto de júbilo: “Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, (…) que hablen de tus hazañas” (Sal 144, 10-11). Innumerables son las hazañas que ha realizado Dios a lo largo de la historia; sobre todo, la Encarnación redentora del Hijo de Dios en Jesucristo, en quien se nos ha revelado plenamente que "Dios es amor"(1 Jn 4, 8).
Las hazañas de Dios no han terminado; su poder se sigue manifestando en la historia. A san Josemaría le gustaba recordar, con las palabras del profeta Isaías: Non est abbreviata manus Domini (Is 59,1): “No se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas” (Es Cristo que pasa, n. 130). El mismo Señor quiere seguir manifestándose de muchos modos; también a través de los santos.Cada santo es una hazaña de Dios; una manera de hacerse presente en nuestro mundo; es “el rostro más bello de la Iglesia” (Francisco, Gaudete et exultate, n. 9).
Guadalupe Ortiz de Landázuri es el primer fiel laico del Opus Dei propuesto por la Iglesia como modelo de santidad. Antes ya lo habían sido su fundador, san Josemaría, y su primer sucesor, el beato Álvaro. Esto nos recuerda especialmente la llamada que Dios nos hace a todos para que seamos santos, como predicó san Josemaría desde 1928 y constituye una de las principales enseñanzas del Concilio Vaticano II (cfr. Lumen Gentium, cap. V). Esto es lo que la nueva beata procuró llevar a las personas que le rodeaban: la convicción de que la unión con Dios está, con la gracia divina,al alcance de todos, en las circunstancias de la vida ordinaria.
A sus treinta y siete años, desde México, Guadalupe explicaba en una carta al fundador del Opus Dei: “Quiero ser fiel, quiero ser útil y quiero ser santa. La realidad es que todavía me falta mucho. (…). Pero no me desanimo, y con la ayuda de Dios y el apoyo de usted y de todos, espero que llegue a vencer” (Carta del 1-II-1954). Ese breve apunte, “Quiero ser santa”, es el desafío que aceptó Guadalupe para su vida y que la llenó de felicidad. Y para conseguirlo no tuvo que hacer cosas extraordinarias. A los ojos de las personas que le rodeaban era una persona común: preocupada por su familia, yendo de aquí para allá, terminando una tarea para empezar otra, tratando de corregir poco a poco sus defectos. Allí, en esas batallas que parecen pequeñas, Dios realiza grandes hazañas. También las quiere realizar en la vida de cada una y cada uno de nosotros.
Las lecturas de esta Misa también nos llevan a considerar algunas actitudes propias del cristiano. En la primera, vemos a Pablo y a Bernabé visitando comunidades cristianas que se habían formado durante aquellos primeros años. Los dos se habían lanzado, desde hacía poco tiempo, a dar a conocer a Cristo entre toda clase de personas. La gente recibía con sorpresa su testimonio: unas veces con efusividad, incluso creyéndolos dioses (cfr. Hch 14, 11), y otras veces con rechazo violento. Esta vez, por ejemplo, Pablo acababa de ser apedreado en Listra por una muchedumbre agitada por personas llegadas de Iconio y Antioquía. Después de golpearlo, lo habían arrastrado fuera de la ciudad y abandonado allí, pensando que estaba muerto (cfr. Hch 14,19). Sin embargo, la lectura de hoy es sorprendente: nos dice que “Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe” (Hch 14, 21-22). No se contentaban con reservar solo para ellos la alegría de haber recibido a Cristo en sus vidas. Necesitaban contar al mundo que existía una paz más profunda que habían encontrado, finalmente, junto a Jesús. Consideraban que esta misión era lo más importante, por encima de su bienestar material, de sus comodidades o de su situación social. Y esto hace que vuelvan a la ciudad, a pesar de que allí estaban quienes se oponían a su mensaje. Regresan a confortar, a rezar y a ofrecer sacrificios (cfr. Hch 14, 22-23).No regresan a devolver mal por mal, sino –como le gustaba repetir a san Josemaría– a ahogar el mal en abundancia de bien (cfr. Surco, n. 864).
La beata Guadalupe también descubrió la importancia y la alegría de llevar a las personas el consuelo de la amistad con Cristo. Lo hizo impulsada por su encuentro con san Josemaría y con el Opus Dei. Y desde entonces, su historia, en muchas cosas tan parecida a la nuestra, se empezó a transformar, más vivamente, en una hazaña de Dios. Ella también tuvo que hacer numerosos viajes: Madrid, Bilbao, México, Culiacán, Monterrey, Tacámbaro, Roma... También tuvo que hacer frente a tareas que exigían mucho trabajo, a una enfermedad del corazón que le quitaba fuerzas, a una multitud de dificultades cotidianas. Pero comprendió que lo mejor que podía dar era lo mismo que san Pablo: llegar a la identificación con Cristo, y con Él y en Él confortar con la alegría del Evangelio a las personas que encontraba en su camino. Estar disponible para los demás. Un día, pensando en toda esta tarea que tenía por delante, escribió a san Josemaría: “Y todo esto, conociéndome a mí como me conoce, ¿verdad que me viene grandísimo? Pero no me desanimo ni me asusto, solo le pido una oración para que nunca, en nada, por pequeño o grande que sea, deje de hacer lo que Dios quiere” (Carta del 15-III-1951).
Nosotros también tendremos dificultades en nuestro camino: momentos de cansancio, dolores físicos, incomprensiones... Entonces es el momento de recordar la actitud de los santos: encontrar, en nuestra relación con Jesús, la manera de dar ánimo, confortar y llenar de bien el lugar en el que nos encontremos. En este sentido, en la segunda lectura hemos escuchado estas palabras del Señor: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5). Es apoyándonos en Él como podremos, a pesar de nuestra poquedad y debilidad, ser para los demás "consuelo de Dios".
En el Evangelio de esta Santa Misa, nos encontramos con el mandamiento nuevo: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Jesús señala que esa será la manera de identificar a un cristiano a lo largo de los siglos: si somos portadores de Su amor, con un amor desinteresado hacia todas las personas como hijas de un mismo Padre. Esta ha sido la principal característica de los santos. A la nueva beata Guadalupe Ortiz de Landázuri le permitió tender puentes y ofrecer su amistad a personas de todo tipo: gente alejada de la fe, gente de países muy distintos y de edades muy variadas.
Dentro de pocos minutos se repetirán las palabras que Jesús pronunció en la Última Cena. Entonces, se hará presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Preparémonos para recibirle y así poder abrirnos más plenamente a las hazañas que Dios quiere realizar a través de cada uno de nosotros. Dejemos que el Señor nos vaya transformando por medio de la Eucaristía y que siga escribiendo la verdadera historia de nuestro mundo. Pidamos también ayuda a nuestra Madre, Regina Coeli, que nunca nos falte ese deseo de santidad que movió a Guadalupe a querer llevar por todo el mundo el amor y el consuelo de Jesucristo. Así sea.