Encendió nuestros corazones

El Padre Alberto Banchs llegó a Honduras con un alma llena de Dios y el deseo firme de abrir surco. Hoy, desde el agradecimiento, le decimos que somos fruto de su siembra. Y que el fuego que encendió sigue ardiendo.

El 18 de junio, en la tierra que tanto amó —el país de las cinco estrellas, Honduras— partió al Cielo el Padre Alberto Banchs. Desde entonces, algo se nos remueve muy hondo. Su marcha nos duele, sí, pero también nos impulsa, porque el fuego que trajo a Honduras sigue vivo en nuestros corazones.

Cuando llegó, era apenas un joven sacerdote. Empezó a visitar Honduras en 1977, reemplazando a otro sacerdote que había enfermado. No sabíamos que ese “reemplazo” era en realidad una siembra profunda. Para 1980, ya se había quedado entre nosotros. Y nunca se fue.

El Padre Alberto no vino a hacer presencia. Vino a trabajar, a formar, a encender. A abrir camino con la paciencia del sembrador y el amor del pastor. Con sus palabras claras y su vida entregada nos enseñó a encontrar a Cristo en medio del trabajo, de la familia, del estudio, del cansancio, de lo ordinario. Nos ayudó a ver que la santidad no es cosa lejana, sino llamada urgente. Y lo hizo con la firmeza serena de quien vive lo que predica.

Éramos jóvenes, muchos de nosotros iniciando nuestras vidas familiares. Él nos fue forjando con delicadeza y fuerza. Nos hablaba al alma. No solo nos enseñó doctrina, nos enseñó a vivir. Con él aprendimos a poner a Dios al centro, a vivir con rectitud de intención, a mirar lo grande en lo pequeño.

Nos impulsó a no tener miedo, a confiar. Junto a él comenzamos iniciativas que hoy son fruto visible de aquella confianza: colegios como Antares, Alderabán, Taular y Arroyos; clubes juveniles como Espavel y Walpa; residencias universitarias como Ilama y Guaymura; la casa de retiros Montecillos y centros de formación. Todo surgió desde el impulso de su entrega, pero sobre todo, desde su fe inquebrantable: si poníamos los cinco panes y los dos peces, Dios haría el milagro. Y lo hizo.

Junto a Mons. Javier Echevarría que bendijo el terreno de Ilama

El Padre Alberto nos enseñó que la vida se da toda, sin reservas. Que en el trabajo bien hecho, ofrecido por amor, se encuentra a Dios. Que vale la pena soñar en grande cuando se sueña con Cristo. Y también nos enseñó que, en esta tierra, el protagonista no es el hombre: es Dios. “Que solo Dios se luzca”, nos repetía. Y así vivió él.

Cuando la enfermedad llegó, no se quejó. Durante varios largos años de silencio y purificación, siguió ofreciendo su vida por nosotros, por esta tierra que él tanto quería. Se convirtió en semilla oculta, en levadura escondida. Y seguimos sintiendo su presencia. Porque quien ha amado así, no desaparece: permanece.

Hoy le decimos gracias. Porque nos ayudó a encontrarnos con Cristo. Porque nos mostró que el Opus Dei es una familia. Porque creyó en nosotros cuando apenas dábamos nuestros primeros pasos. Porque nos enseñó a confiar, a lanzarnos, a vivir con fe.

El padre Alberto con la familia Velásquez

Estamos seguros de que ya está en la casa del Padre. Que entró con esa sonrisa suya —inolvidable— y con la serenidad de quien cumplió la misión que Dios le encomendó. Desde allá arriba, sabemos que nos sigue cuidando, animando, empujando.

Honduras le debe mucho. Nosotros le debemos aún más. Hoy, más que nunca, queremos responder al fuego que él encendió con vidas entregadas, con trabajo bien hecho, con oración fiel, con alegría y con gratitud.

Gracias, Padre Alberto. En el Cielo muy grande donde estás, sabemos que no dejarás de interceder por esta tierra tuya. Y aquí abajo, nos toca a nosotros seguir encendiendo corazones.