Un grupo de exploradores, forjados por años en el desierto, se adentra en territorios nunca vistos. Avanzan entre colinas y valles exuberantes; encuentran racimos de uvas que solo pueden llevar entre dos, e higos que harían palidecer a cualquiera en un mercado oriental (cfr. Nm 13,17-24). Les habita el entusiasmo, casi la euforia, al ver por fin esa tierra tan esperada: el verde, la vida, los frutos enormes. El corazón se les llena de asombro; la esperanza se hace concreta, tangible. Tocan, con la punta de los dedos, un mundo que parece ofrecerles todo lo que han estado esperando durante años. Pero, junto con esa promesa, se mezcla la ansiedad: esta tierra habrá que conquistarla. Y flota en el aire un no sé qué de hostilidad.
Exploradores en un mundo de gigantes
A lo lejos se divisan ciudades fortificadas. Más de cerca, los exploradores descubren habitantes altos como robles, ¡auténticos gigantes! Algunos olvidan la fuerza de Dios, y siembran la cizaña del pesimismo. De pronto el pueblo empieza a echar de menos el maná del desierto... Su entusiasmo se desvanece como el rocío al primer rayo de sol. El ambiente se tensa, entre los que quieren dejarlo todo y volver a Egipto, y los que aún tienen la chispa en los ojos y el espíritu conquistador: unos pocos locos, a decir verdad. La tierra es hermosa, sí, pero la empresa parece titánica, en todos los sentidos. Crece la conciencia de no estar a la altura; se tambalean las seguridades que creían tener (cfr. Nm 13,27-14,4). El corazón se divide entre la confianza y la tentación de huir, entre el deseo de aventurarse y el miedo a ser aniquilados. La alternativa es nítida: o entrar en contacto o atrincherarse en el desierto para siempre.
El pueblo permanecerá atrapado en esta elección durante decenios. Los bloquea, en el fondo, la poca confianza en Dios. En sus oídos resuena aún aquella parte del relato de los exploradores: «vimos a los gigantes descendientes de Anac, el gigante; nosotros nos veíamos como unos saltamontes, y lo mismo les parecíamos a ellos» (Nm 13,33). Paralizados por el miedo a un nuevo desafío, casi todos acabarán envejeciendo. Solo a unos pocos «locos» —Caleb, de la tribu de Judá, y Josué, de la tribu de Efraín— les será concedido sobrevivir al paso del tiempo. No son los más grandes ni los más audaces, pero saben que la victoria no depende de sus fuerzas ni de la resistencia de sus armas, sino del Dios vivo que camina en medio de ellos.
Cuarenta años más tarde, tras un largo periodo de purificación de esa esperanza vacilante, el pueblo se encuentra de nuevo a las puertas de la tierra prometida. Todavía están presentes Caleb y Josué, el líder que había confiado en Dios y que guiará a ese pueblo renovado más allá del Jordán. Los impulsan las palabras que el Señor pronunció por boca de Moisés: «Elige la vida» (Dt 30,19). Dios les está diciendo, y nos está diciendo a cada uno de nosotros: «Mira que yo te he creado para que vivas, para que seas feliz… ¿Me vas a elegir, vas a elegir la Vida? Eso es lo que han descubierto, y lo que han escogido, los “pequeños”: saben que toda el ansia infinita de vivir que llevan dentro tiene su fuente y su destino en Dios. Y no quieren otra cosa. Han entendido que triunfar en la vida, lograr su vida, es dejar que el amor de Dios los inunde, y repartirlo después a manos llenas»[1].
Sin embargo, hay un aspecto fundamental que los judíos reunidos en torno a Josué aún no pueden comprender. Les falta la clave para interpretar correctamente esta entrada en la tierra prometida. Inmersos en su propia historia de exilio y de liberación, no pueden captar su significado más profundo. No comprenden aún su papel dentro de la gran historia de la salvación. Por el momento, están orientados a la conquista, al enfrentamiento: sueñan con una victoria aplastante, una victoria que cantarán en todo el libro de Josué. Se trata de enfrentarse y ganar, de oponer la propia fuerza —aunque comparativamente sea bastante reducida— y la propia cultura —que, en realidad, es todavía muy escasa— contra la de las naciones que tienen delante. Se trata de llevar a cabo una conquista militar y cultural, empuñando las armas disponibles.
En realidad, el pueblo que entra con Josué en la tierra prometida solo conseguirá, con mucha dificultad, abrirse paso entre esas naciones. Aunque se aferra a sus raíces, aprenderá a tejer relaciones con los demás pueblos. Y poco a poco empezará a comprender que su papel entre ellos no es de dominio. La clave para interpretarlo la irá dando el Señor a través de los profetas: «Te he puesto para ser luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los extremos de la tierra» (Is 49,6). ¡Estaban llamados a iluminar! Y por eso, poco importaba su número, poco importaba su distinción o el bagaje cultural del que disponían. No sería un problema enfrentarse a tierras desconocidas o a pueblos de gigantes. La luz que llevarían sería la del Dios que había querido habitar entre ellos como «Príncipe de la paz» (Is 9,5). Iluminarían las naciones con la paz que el mundo no puede dar (cfr. Lc 10,5-6; Jn 14,27), «la paz de Cristo resucitado, una paz desarmada y desarmante, humilde y perseverante»[2].
Entrar en contacto
Un «apóstol moderno»[3] puede sentirse también como uno de esos pequeños exploradores en un mundo de gigantes. Exploradores que querrían llevar al corazón del mundo el arca de la alianza que iluminará a todas las naciones. «Hijos de la luz, hermanos de la luz: eso somos. Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras»[4].
Como el pueblo que acompañaba a Josué, querríamos encontrar la confianza para pasar del desierto a una tierra compartida con personas muy diferentes. Porque es esa inmersión la que nos permitirá convertirnos en luz para los pueblos. Para lograrlo, sin embargo, primero hay que dar ese gran paso que el pueblo en el desierto dejó pendiente. Es necesario decidirse a entrar en contacto. Nosotros, pueblo elegido, pero absolutamente conscientes de nuestra pequeñez e insuficiencia; y los demás, que son la verdadera razón por la que el Señor nos ha elegido. Esos otros, que a veces parecen gigantes y que pueden dar la impresión de ser tan distintos, pero que en el fondo son como nosotros. Algunos de ellos todavía no conocen al Dios vivo y verdadero, o tienen una imagen equivocada de él. Y nos necesitan, porque, a pesar de vivir en una tierra rica, a menudo lo pasan bastante mal.
En todo caso, «no es verdad que toda la gente de hoy —así, en general y en bloque— esté cerrada, o permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen solo de las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan ideologías —y personas que las sustentan— que están cerradas, hay en nuestra época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se refugian en el egoísmo de buscar solo la propia tranquilidad, o en permanecer inmersas en el error»[5].
¿Cómo salir a su encuentro? ¿Cómo decidirse, ya no solo a entrar en contacto, sino a permanecer en un intercambio permanente con tantas personas que encontramos por el camino de la vida? En muchos lugares del mundo resulta evidente que los cristianos nos hemos convertido en un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), como lo eran nuestros primeros hermanos en la fe. Por supuesto, de vez en cuando leemos con alegría noticias alentadoras: por ejemplo, acerca del creciente número de bautismos de adultos en algunos países, o sobre el aumento de vocaciones sacerdotales en otros continentes; también nos da seguridad ver a tantos jóvenes celebrando el jubileo junto al Papa. Todo esto nos da alegría, pero no quita que en algunos lugares sigamos siendo una minoría, a veces silenciada por una cultura que a menudo no comprende la fe cristiana. Las generaciones cambian y la transmisión de la fe resulta más difícil. Se comprende el desconcierto de muchos padres y madres que, a pesar de sus esfuerzos, no han logrado transmitir la vida cristiana a sus hijos. A menudo lo han intentado siguiendo lo que vieron hacer a sus padres. Sin embargo, esta vez la transmisión no ha funcionado. Algo ha salido mal. Entre otros factores a la raíz de ese fenómeno, uno es que el contexto ha cambiado radicalmente y exige algo diferente.
Benedicto XVI explicaba cómo, «mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas»[6]. Ya años atrás lo había anunciado también con gran lucidez, ante un público atónito, el venerable Fulton Sheen: «Estamos al final de la cristiandad. No del cristianismo, no de la Iglesia, sino de la cristiandad. Ahora bien, ¿qué se entiende por cristiandad? La cristiandad es la vida económica, política y social inspirada en los principios cristianos. Esto está llegando a su fin, lo hemos visto morir». Sin embargo, añadía, «estos son días grandes y maravillosos para estar vivos (…). No es este un panorama sombrío; es simplemente una instantánea de la Iglesia en medio de una oposición creciente por parte del mundo. Por lo tanto, vivan sus vidas con plena conciencia de esta hora de prueba y apóyense en el corazón de Cristo»[7].
Una fe que busca mil modos de anunciarse
¿Y entonces? Entonces es hora de cambiar la mirada, de pasar de la nostalgia a la audacia, de una fe a la defensiva a una fe que propone con confianza una visión del mundo y de la vida. Ante este mundo tan prometedor, pero aparentemente lleno de gigantes
—tecnológicos, financieros, culturales, mediáticos—, estamos llamados a confiar en Dios y a tomar una decisión. Podemos idealizar con nostalgia los «buenos tiempos pasados»: es tan fácil pensar, desde el presente, que antes todo era más fácil… Sin embargo, aparte de que no era siempre así, ni siquiera en todas partes, esa mirada bloquea al apóstol, que se queda observando con aprensión este mundo poscristiano, y esperando a que mejore por sí solo. La confianza en Dios, en cambio, nos lleva a mirar hacia adelante y a afrontar con asombro juvenil un mundo que tiene a veces mucho más de precristiano, porque tiene que descubrir, casi de nuevo, la novedad de Cristo.
«¿Quién es esa que se asoma como el alba, hermosa como la luna, brillante como el sol?» (Ct 6,10). En este pasaje bíblico, san Gregorio Magno descubre a la Iglesia como el verdadero amanecer del mundo, aunque este amanecer sigue en camino hasta el final de los tiempos. El nuevo día no está detrás, sino delante de nosotros: «Los que en esta vida vamos en seguimiento de la verdad somos como el alba o amanecer, porque en parte obramos ya según la luz, pero en parte conservamos también restos de tinieblas (…). La santa Iglesia de los elegidos será pleno día cuando no tenga ya mezcla alguna de la sombra del pecado»[8].
Esta mirada, que no es simplemente un bonito punto de vista, nos permite llenarnos de esperanza, y aceptar el reto que ya san Juan Pablo II nos lanzó cuando empezó a hablar de una «nueva evangelización»[9]: una renovada acción apostólica que requiere cada vez más iniciativa y creatividad personal. Si es cierto que hoy la Iglesia ya no puede contar con el viento a favor de la cultura dominante, del «espíritu de los tiempos», sigue teniendo sin embargo un viento mucho más poderoso, el Espíritu de la verdad, que también en esta nueva era de misión apostólica nos lo enseñará y nos lo recordará todo (cfr. Jn 14,26), para que podamos llevar a todas partes la vitalidad renovadora del Evangelio.
Hoy podemos reconocer de nuevo en nuestra propia piel —por nuestra fragilidad, tanto numérica como personal— esa experiencia de san Pablo: «Llevamos un tesoro en vasos de barro» (2Co 4,7). Y tal vez precisamente ahora, en este tiempo que nos pone a prueba, Dios nos invita a una actitud más misionera, creativa, personal, como la de los apóstoles y los primeros discípulos. Con una fe que no se limita a defenderse, sino que busca mil modos de anunciarse. «Movidos por la fuerza de la esperanza, (…) redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a él»[10].
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«No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino» (Lc 12,32). Así confortaba Jesús al pequeño grupo de discípulos desorientados y llenos de dudas que lo rodeaba. Y nos lo repite hoy a nosotros. Cuando la fe está viva, es contagiosa. Y precisamente esa vitalidad la hace perdurable. Los primeros cristianos no tenían poder, ni estructuras, ni números. Sin embargo, uno a uno, con el fuego de Cristo que llevaban en el corazón[11], cambiaron los corazones de muchos. Los cristianos de hoy estamos llamados a vivir de nuevo la parábola de Jesús que tan bien describe la Iglesia de las primeras generaciones: la levadura es poca, pero fermenta toda la masa (cfr. Mt 13,33).
[1] «Combate, cercanía, misión (1): Elige la vida», opusdei.org.
[2] Primer saludo del Santo Padre León XIV, 8-05-2025.
[3] San Josemaría, Camino, n. 335.
[4] San Josemaría, Carta 6, n. 3.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 132. Cfr. también F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-02-2017, n. 1.
[6] Benedicto XVI, Carta apostólica Porta fidei, n. 2.
[7] Citado en De la cristiandad a la misión apostólica, Universidad de Mary, Rialp, Madrid, 2025, p. 30.
[8] San Gregorio Magno, Tratados morales sobre Job 29,2-4 (PL 76, 478-480).
[9] San Juan Pablo II usó por primera vez esta expresión en una homilía en Polonia, el 9-06-1979, y la retomó de un modo ya más programático en Haití, el 9-03-1983; en esa ocasión habló de «una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión». Cfr. también Christifideles laici (1988), nn. 34-35, Redemptoris Missio (1990) nn. 33-34 y Novo millennio ineunte (2001) n. 40.
[10] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 219.
[11] Cfr. Camino, n. 1.
