«En casa y de camino, acostado y levantado»: el plan de vida (I)

El plan de vida espiritual, más que un «sistema», es el compromiso con una relación: la de un hijo con su Padre. Y esa relación es el núcleo de la santidad. Editorial de la serie “Combate, cercanía, misión”.

«Escucha»: así empieza una de las grandes oraciones del Antiguo Testamento, conocida como Shema Israel. La recoge el libro del Deuteronomio, y Jesús la cita en respuesta a la pregunta sobre el primer y más grande mandamiento: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5; Mc 12,29-30). Pero la oración no se limita a este mandamiento; se detiene también en la importancia de las acciones prácticas diarias, para mantener el corazón y la mente en sintonía con Dios:

«Que estas palabras que yo te dicto hoy estén en tu corazón. Las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando estés sentado en casa y al ir de camino, al acostarte y al levantarte. Las atarás a tu mano como un signo, servirán de recordatorio ante tus ojos. Las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portones» (Dt 6,6-9).

Para un cristiano, esta es una llamada fuerte a vivir con el corazón en constante diálogo con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los santos y los autores de espiritualidad han propuesto siempre modos concretos de alimentar ese diálogo, como dedicar un tiempo a la oración y a la lectura espiritual, frecuentar la Eucaristía, rezar el rosario y terminar el día con un examen de conciencia. Con ese mismo sentido práctico, san Josemaría empezó a hablar desde muy pronto de plan de vida espiritual; o más sencillamente, como era habitual llamarlo entonces, «plan de vida»[1].

Metas, objetivos y procesos

En una de sus cartas a Timoteo, san Pablo anima a su joven discípulo a vivir una vida de piedad y santidad con espíritu deportivo: «Ejercítate en la piedad. Porque el ejercicio corporal sirve de poco; en cambio, la piedad es útil para todo, pues contiene promesas para la vida presente y para la futura» (1 Tm 4, 7-8). También en otras cartas, san Pablo recuerda a sus oyentes que Dios quiere que colaboremos con su gracia; y, de nuevo, compara nuestra correspondencia con el deporte: «¿No sabéis que en una carrera todos los corredores compiten, pero sólo uno recibe el premio? Corred, pues, para obtenerlo» (1 Co 9,24)[2].

En el deporte, como en muchos otros ámbitos de la vida, es importante fijarse metas y objetivos. Si alguien va al gimnasio solo para mirar a su alrededor y hacer lo primero que se le ocurra, probablemente está perdiendo el tiempo y acabará pronto por aburrirse o, peor aún, por hacerse daño. Lo mismo puede decirse del aprendizaje de algo importante, del desarrollo de un proyecto, o del lanzamiento de un negocio. Sin metas ni objetivos, es fácil desorientarse y distraerse y echar a perder la inversión. Por eso, cuando miramos nuestra vida como Dios la mira —es decir, con todas las cosas menudas que la componen, y a la vez en toda su amplitud y profundidad—, también necesitamos un objetivo claro: llegar a ser santos, guiados e «inundados» por la gracia[3], y ayudar a otros muchos a encontrar y disfrutar de la felicidad de la vida en Dios.

Fijarse metas y objetivos claros tiene, con todo, sus limitaciones. Por ejemplo, para ganar un campeonato, desarrollar un negocio de éxito u obtener buenas notas, no basta con tener claro lo que queremos. Los buenos resultados requieren no solo visualizar objetivos ambiciosos sino también contar con el sistema adecuado. Para un entrenador, por ejemplo, el sistema es la forma en que se ficha a los jugadores y se dirigen los entrenamientos. Para un empresario, el sistema es la forma en que se contrata a los empleados, se desarrollan ideas de productos y se despliegan las campañas de marketing. Para un estudiante, el sistema es el modo en que toma apuntes, sigue un plan de lectura y se prepara para los exámenes.

En la vida espiritual, tener un plan de vida concreto es como tener un «sistema» para facilitar (aunque solo fuera por remover obstáculos) la labor al Espíritu Santo, que es quien nos guía y nos transforma[4]. «La invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas»[5]. Tener como meta clara vivir y crecer en santidad es necesario para empezar a caminar en esa dirección. Pero si solo nos centráramos en la meta, pronto nos desanimaríamos. A la vista de nuestra inconstancia y de nuestra debilidad, podríamos impacientarnos fácilmente con nosotros mismos, o incluso con Dios, pensando que no somos lo suficientemente buenos o que Dios nunca quiso que apuntáramos tan alto. San Pablo, por ejemplo, nos anima a orar sin cesar (cfr. 1 Ts 5,17). Sin embargo, es necesario pensar cómo lograr algo así de manera realista y sostenible; sería difícil, por ejemplo, rezar siempre de la misma manera, como resulta difícil, o por lo menos poco saludable, nutrirse a base de un solo alimento.

San Josemaría nos encarecía por eso a ser fieles al plan de vida, que constituye una «dieta espiritual» especialmente concebida y equilibrada para personas de la calle: «el que cumple nuestras Normas de vida —el que lucha por cumplirlas—, lo mismo en tiempo de salud que en tiempo de enfermedad, en la juventud y en la vejez, cuando hay sol y cuando hay tormenta, cuando no le cuesta observarlas y cuando le cuesta, ese hijo mío está predestinado, si persevera hasta el fin: estoy seguro de su santidad»[6].

Esta fidelidad no es comparable, sin embargo, a la aplicación del estudiante que obtiene buenas notas porque dedica tiempo al estudio. En el terreno de la gracia, aunque el esfuerzo personal cuenta, las cosas son algo distintas que en el de la naturaleza. La santidad, la grandeza a la que Dios nos llama, ya la hemos recibido abundantemente como un don y se nos sigue dando solo como algo gratuito, en especial a través de los sacramentos. Por eso, más que fuerza heroica, lo que se requiere es mucha humildad: pobreza de espíritu y agradecimiento por todo lo que Dios nos da. Él quiere tener cada vez más intimidad y sintonía con nosotros, que nos apoyemos sobre todo en él y que nos dejemos transformar por su gracia. Y eso, esforzarse por mantener una vida de diálogo continuo con un Dios que habita ya en nuestro interior, es la esencia misma de la santidad. Desde este punto de vista, el plan de vida espiritual no es en absoluto un sistema; es más bien el compromiso, profundamente enraizado en nosotros, con una relación: la de un hijo con su Padre. Y esa relación es el núcleo de la santidad.

Guiados por el Espíritu

El inevitable esfuerzo que requiere seguir un plan de vida trae consigo algunos riesgos frente a los que conviene estar prevenido. Uno de ellos es que pongamos demasiada atención en el cumplimiento del plan mismo y muy poca en la relación que el plan quiere fomentar. Dicho de otra manera, podemos olvidar que la santidad personal no es el resultado de una serie de cosas que hacemos, sino una transformación que solo el Espíritu Santo puede producir en cada uno: «Frecuenta el trato del Espíritu Santo —el Gran Desconocido— que es quien te ha de santificar. No olvides que eres templo de Dios. —El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones»[7].

El papel del Espíritu Santo no consiste simplemente en ayudarnos y asistirnos en nuestros esfuerzos por ser santos; pensarlo así sería ver las cosas del revés. Él es el primer motor, la guía, la arquitectura misma de nuestra santidad[8]. Podríamos incluso decir que es imposible crecer en santidad simplemente concibiendo un plan. No solo porque la empresa está por encima de nuestras fuerzas, sino también porque no sabemos muy bien en qué consiste ni qué forma debería tomar nuestra santidad: sucede que, a medida que avanzamos en la vida (¡a veces incluso en la jornada!), se acaba revelando como algo muy distinto —mucho mejor y más hermoso— de lo que imaginábamos al principio. Por eso, apegarse a una idea demasiado ajustada de «nuestra santidad» podría incluso convertirse en un obstáculo para la obra del Espíritu Santo en nuestra alma.

Naturalmente, entre las vidas de los santos hay muchos elementos en común, porque la santidad es la obra de arte del Espíritu Santo, que va formando a Cristo en nosotros y nos va llevando hacia el Padre[9]. Por lo demás, el mismo Espíritu ha inspirado diversos carismas y espiritualidades en la Iglesia, proporcionando caminos concretos que podemos seguir. Sin embargo, incluso una vocación específica en la Iglesia —ya sea la vocación a la Obra, o la pertenencia a cualquier otra familia espiritual— no agota la creatividad del Espíritu Santo ni elimina los rasgos únicos de cada persona. Al contrario, cada uno de estos caminos ofrece los medios para purificar y elevar esos rasgos. Por eso nos ha escrito el Padre que «el espíritu de la Obra, como el Evangelio, no se superpone a nuestro ser, sino que lo vivifica: es una semilla destinada a crecer en la tierra de cada uno»[10].

San Josemaría era muy consciente de esto cuando pensó el plan de vida espiritual para sus hijos en el Opus Dei. Sin restar importancia a las prácticas concretas de piedad, escribió: «No han de convertirse en normas rígidas, como compartimentos estancos; señalan un itinerario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y relaciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios. Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa»[11]. También en ese sentido, solía decir que en la Obra «se puede andar por el camino de muchas maneras. Se puede andar por la derecha, por la izquierda, en zig-zag, caminando con los pies, a caballo. Hay cien mil maneras de ir por el camino divino: según las circunstancias, será obligatorio para cada uno, porque así se lo impone su conciencia, seguir uno u otro de estos procedimientos. Lo único necesario es no descaminarse»[12].

Pero precisamente porque nuestra santidad es algo más bello y personal que cualquier protocolo genérico, un plan de vida espiritual es precisamente un medio de santidad. Los momentos diarios de oración y de lectura espiritual, la recepción frecuente de los sacramentos, el acompañamiento y la formación espiritual constante… todas estas cosas tienen una enorme importancia, aunque la santidad no consista solo en hacerlas. Son maneras en las que nos mantenemos en diálogo constante con Dios, nos vamos familiarizando con su presencia invisible en nuestra vida, le escuchamos y nos disponemos a seguir dócilmente sus inspiraciones; maneras que, en definitiva, nos llevan a «permanecer en su amor» (cfr. Jn 15,9).

La distinción entre estos medios y la primacía de la acción del Espíritu Santo debería reflejarse también en el acompañamiento espiritual que recibimos y que ofrecemos a los demás. Sobre todo cuando comenzamos a andar por el camino, necesitamos esforzarnos por adquirir hábitos que consoliden nuestro plan de vida espiritual. Pero ya desde el principio, y cada vez más, deberemos prestar atención también a aspectos más personales y relacionales: ¿Qué me dice el Espíritu Santo? ¿Hay diálogo y afecto en mi oración? ¿De verdad busco al Señor? ¿Dónde ha estado mi corazón durante la Santa Misa o cuando rezo el Santo Rosario? ¿Es mi lectura diaria del Evangelio un encuentro con Jesús? ¿Mi visita al Santísimo ha sido una visita a alguien que amo? ¿He tratado de corresponder a las inspiraciones del Espíritu Santo?

Cuanto más dóciles seamos a la suave acción del Espíritu Santo en nuestro corazón, más paz y alegría encontraremos al vivir nuestro plan de vida. Por ilustrarlo de modo gráfico, nos daremos cuenta de que Dios quiere que seamos como entrenadores que apuntan alto, pero que también aman el juego y quieren a sus jugadores; como empresarios que disfrutan de la aventura empresarial y quieren servir a los demás y hacer prosperar a sus empleados; o como estudiantes que disfrutan aprendiendo y descubriendo nuevos campos de conocimiento. Por ese camino quiso siempre llevarnos nuestro Padre: «¡Déjate llevar por la gracia! ¡Deja a tu corazón que vuele! Porque si es verdad que el corazón del hombre está inclinado a cosas bajas, también tiene alas para volar alto, hasta el Corazón de Dios»[13].

Lea la segunda parte de este editorial “Construir sobre piedra: El plan de vida espiritual (II)”


[1] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, nn. 149-153; E. Álvarez, «Plan de vida», en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Burgos, Monte Carmelo, 2013 (voz disponible en opusdei.org/es/article/plan-de-vida-opus-dei-diccionario-san-josemaria).

[2] Cfr. también Flp 3,13-14; 2 Tm 4,7-8.

[3] «Cuántas veces te verás inundado, borracho de gracia de Dios: ¡qué gran pecado, si no correspondes!» (San Josemaría, Forja, n. 1007).

[4] Cfr. Rm 8,14-17; 2 Co 3,18.

[5] Amigos de Dios, n. 3.

[6] San Josemaría, Carta 2, n. 59.

[7] San Josemaría, Camino, n. 57.

[8] Cf. J. Philippe, En la escuela del Espíritu Santo, Madrid, Rialp, 2017, cap. 1.

[9] Cfr. Rm 8,9-16; Ef 2,18.

[10] F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-01-2018, n. 11.

[11] Amigos de Dios, n. 149.

[12] San Josemaría, Carta 10, n. 19.

[13] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar en Santiago de Chile, 29-06-1974, citado en Catequesis en América (1974), vol II, p. 45 (AGP, biblioteca, P04).

Oskari Juurikkala