«Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como Yo os he amado» (Jn 15, 12).
Estas palabras del Evangelio resuenan hoy en mi alma con una alegría nueva, al considerar que la muchedumbre presente ayer en este lugar, muy en comunión con el Papa Francisco y con todos los que nos acompañaban desde los cuatro puntos cardinales, no era propiamente una muchedumbre sino una reunión familiar, unida por el amor a Dios y el amor mutuo. Este mismo amor también se hace más fuerte hoy en la Eucaristía, en esta Misa de acción de gracias por la beatificación del queridísimo don Álvaro, Obispo, Prelado del Opus Dei.
1. El Señor, al instituir la Eucaristía, dio gracias a Dios Padre por su bondad eterna, por la creación salida de sus manos, por su misterioso designo de salvación. Agradecemos ese amor infinito manifestado en la Cruz y anticipado en el Cenáculo. Y le preguntamos al Señor: ¿cómo hemos de proceder para amar como Tú nos has amado?; para amar como amaste a Pedro y a Juan, a cada uno de nosotros, y también a san Josemaría y al beato Álvaro.
Mirando la vida santa de don Álvaro, descubrimos la mano de Dios, la gracia del Espíritu Santo, el don de un amor que nos transforma. E incorporamos a nuestra alma esa oración de san Josemaría que tantas veces ha repetido el nuevo Beato: «Dame, Señor, el Amor con que quieres que te ame»[1], y así sabré amar a los demás con tu Amor, y con mi pobre esfuerzo. Los demás descubrirán en mi vivir la bondad de Dios, como ocurrió en el caminar diario de don Álvaro: ya en este Madrid tan querido, transparentaba la misericordia divina con su solidaridad con los más pobres y abandonados.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios pidiéndole más amor. En la madurez de la juventud, cuando tenía 25 años, don Álvaro era «saxum», roca, para san Josemaría. Desde su humildad, contestó por carta al fundador del Opus Dei con estas palabras: «Yo aspiro a que, a pesar de todo, pueda Ud. tener confianza en el que, más que roca, es barro sin consistencia alguna. Pero ¡es tan bueno el Señor!»[2]. Esa seguridad en la bondad divina puede empapar toda nuestra existencia. «Daré gracias a tu nombre, por tu misericordia y tu lealtad», hemos rezado en el Salmo responsorial (Sal 137 [138], 2). Y se alza nuestra gratitud a la Trinidad Santísima porque permanece con nosotros, con su Palabra, Jesucristo mismo (cfr. Col 3, 16) y con su Espíritu, que nos llena de alegría (cfr. Jn 15, 11; Lc 11, 13) y hace posible que nos dirijamos a Dios llamándole, llenos de confianza, «Abba, Pater»: ¡Padre! ¡papá!».
2. «La trinidad de la tierra nos llevará a la Trinidad del Cielo»[3], repetía don Álvaro según la enseñanza y la experiencia del Fundador del Opus Dei. Jesús, María y José nos conducen al Padre y al Espíritu Santo; en la humanidad santa de Jesús descubrimos, inseparablemente unida, la divinidad[4].
¡La Sagrada Familia! Con palabras de la primera lectura, bendecimos al Señor «que enaltece nuestra vida desde el seno materno y nos trata según su misericordia» (Eclo 50, 24). El texto sagrado nos menciona que ya antes de nacer nos amaba Dios. Viene a mi memoria aquel poema que Virgilio dirige a un niño recién nacido: «Incipe, parve puer, risu cognoscere matrem»[5]: «Pequeño niño, comienza a reconocer a tu madre por su sonrisa». El niño que nace va descubriendo el universo; en el rostro de su madre, lleno de amor: en esa sonrisa que le acoge, el nuevo ser apenas venido al mundo descubre un reflejo de la bondad de Dios.
En este día que el Santo Padre Francisco dedica a la oración por la familia, nos unimos a las súplicas de toda la Iglesia por esa «communio dilectiónis», esa «comunión de amor», esa «escuela»[6] del Evangelio que es la familia, como decía Pablo VI en Nazaret. La familia, con el «dinamismo interior y profundo del amor»[7], tiene una gran «fecundidad espiritual»[8], abierta siempre a la vida, como enseñó san Juan Pablo II, a quien el beato Álvaro estuvo unido por una filial amistad.
Al dar gracias a don Álvaro, damos gracias a sus padres que le han acogido y educado, que han preparado en él un corazón sencillo y generoso para recibir el amor de Dios, y responder a su llamada. Así fue don Álvaro: un hombre cuya sonrisa bendecía a Dios, que «hace cosas grandes» (Eclo 50, 24), y que contó con él para servir a la Iglesia extendiendo el Opus Dei, como fiel hijo de san Josemaría.
Recemos para que haya muchas familias que sean «hogares... luminosos y alegres... como fue el de la Sagrada Familia»[9], en palabras de san Josemaría. Nuestra gratitud a Dios se alza por el don de la familia, reflejo del eterno amor trinitario, lugar donde cada uno se sabe amado por sí mismo, tal como es. Ahora, damos gracias también a todos los padres y madres de familia que están aquí reunidos, y a todos los que se ocupan de los niños, de los ancianos, de los enfermos.
Familias: el Señor os ama, el Señor se halla presente en vuestro matrimonio, imagen del amor de Cristo por su Iglesia. Sé que muchos de vosotros os dedicáis generosamente a apoyar a otros matrimonios en su camino de fidelidad, a ayudar a muchos otros hogares a ir adelante en un contexto social muchas veces difícil y hasta hostil. ¡Ánimo! Vuestra labor de testimonio y de evangelización es necesario para el mundo entero. Acordaos de que, como dijo el querido Benedicto XVI, «la fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor»[10].
3. «Sed agradecidos», nos exhorta san Pablo (Col 3, 15). El beato Álvaro, pensando en lo que debía a san Josemaría, afirmaba que «la mejor muestra de agradecimiento consiste en hacer buen uso de los dones recibidos»[11]. En su predicación, en tertulias, en encuentros personales, en todas partes, nunca dejaba de hablar de apostolado y de evangelización. Para permanecer en ese amor de Dios que hemos recibido, debemos compartirlo con los demás; la bondad de Dios tiende a difundirse. El Papa Francisco decía que «en la oración, el Señor nos hace sentir este amor, pero también a través de numerosos signos que podemos leer en nuestra vida, a través de numerosas personas que pone en nuestro camino»[12].
«No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16). Después de haber insistido el Señor en que la iniciativa es siempre suya, en la primacía de su amor, nos envía a difundir su Amor a todas las criaturas: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (ibid). Permanecer en el Señor es necesario para dar un fruto que a su vez eche raíces profundas. Jesús lo acaba de decir a sus discípulos: «Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí» (Jn 15, 4).
La estupenda muchedumbre de estos días, los millones de personas en el mundo, y tantas que ya nos esperan en el Cielo, dan también testimonio de la fecundidad de la vida de don Álvaro. Os invito, hermanas y hermanos, a estar, a desenvolveros en el amor del Señor: en la oración, en la Misa y la Comunión frecuente, en la confesión sacramental, para que, con esa fuerza de la predilección divina, sepamos transmitir lo que hemos recibido, y llevarlo a cabo mediante un auténtico apostolado de amistad y confidencia.
En la carta que me escribió el querido Papa Francisco con ocasión de la beatificación de ayer, nos decía que «no podemos quedarnos con la fe para nosotros mismos, es un don que hemos recibido para donarlo y compartirlo con los demás»[13]; y añadía que el beato Álvaro «nos anima a no tener miedo de ir a contracorriente y de sufrir para anunciar el Evangelio», y también que «nos enseña además que en la sencillez y cotidianidad de nuestra vida podemos encontrar un camino seguro de santidad»[14].
En este camino, con muchos ángeles, nos acompaña la Santísima Virgen. María es Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa y Templo de Dios Espíritu Santo. Es Madre de Dios y Madre nuestra, la Reina de la familia, la Reina de los apóstoles. Que Ella nos ayude, como lo hizo con el beato Álvaro, a seguir la invitación del Sucesor de Pedro: «Dejarse amar por el Señor, abrir el corazón a su amor y permitir que sea Él quien guíe nuestra vida»[15], como tantas veces san Josemaría pidió a la Virgen de la Almudena, muy querida y venerada en esta Archidiócesis. Así sea.
[1] San Josemaría, Forja, n. 270.
[2] Beato Álvaro del Portillo, Carta a san Josemaría, Olot, 13-VII-1939.
[3] Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 30-IX-1975, n. 26.
[4] Cfr. Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral con ocasión de las Bodas de Oro de la fundación del Opus Dei, 24-IX-1978, n.51
[5] Virgilio, Égloga IV, 60.
[6] Venerable Pablo VI, Alocución en Nazaret, 5-I-1964.
[7] San Juan Pablo II, Exhort. apost postsinodal Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 41.
[8] Ibid.
[9] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 22.
[10] Benedicto XVI, Homilía en Fátima, 12-V-2010.
[11] Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 1-VII-1985.
[12] Papa Francisco, Discurso, 6-VII-2013.
[13] Papa Francisco, Carta a Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, con ocasión de la beatificación de Álvaro del Portillo, 26-VI-2014, fiesta litúrgica de san Josemaría.
[14] Ibid.
[15] Ibid.