- Más importante que la curación.
CAMINO de Jerusalén, cuando pasaba entre Samaria y Galilea, Jesús se encontró diez leprosos que, desde lejos, comenzaron a gritar: «¡Maestro, ten piedad de nosotros!» (Lc 17,13). En esa época, con el nombre de lepra se designaban diversas enfermedades de la piel, que se consideraban contagiosas. Por eso, quienes las padecían se veían obligados a alejarse de todo lugar habitado. De esta manera, no solo sufrían las molestias físicas de su dolencia, sino también el aislamiento y el estigma por parte de sus seres queridos. Quien entraba en contacto con un leproso era tenido por impuro: no podía participar en el culto a Dios y debía purificarse.
Jesús, que es consciente del sufrimiento de esas personas, no pasa de largo. «Id y presentaos a los sacerdotes» (Lc 17,14), les dice. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. También nosotros, cuando presentamos nuestras peticiones a Dios, tenemos la seguridad de que él es el primero que conoce nuestras necesidades: Cristo no es indiferente a nuestro dolor. Es más, desea que esa contrariedad nos lleve a acudir a él, a confiar en su gracia. Él no se avergüenza de nosotros, ni se aleja al comprobar nuestra lepra.
Esta escena nos recuerda que «Dios nunca nos vuelve la espalda cuando acudimos a él (...). El Señor nos escucha siempre cuando rezamos –comenta el Papa León XIV–, y si a veces nos responde con tiempos y modos difíciles de comprender, es porque obra con una sabiduría y una providencia mayores, que van más allá de nuestra comprensión. Por eso, aun en esos momentos, no dejemos de rezar con confianza, en él encontraremos siempre luz y fortaleza»[1]. Aunque a veces nuestra oración parezca estéril, porque no obtenemos lo que pedimos, en realidad siempre produce fruto: rompe el aislamiento de nuestra lepra y nos acerca al Médico que podrá curarnos.
DE ENTRE los leprosos curados, solamente uno comenzó a alabar al Señor «y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole las gracias» (Lc 17,16). Ese uno, además, no era un israelita, sino un samaritano. El gesto no pasó desapercibido al Señor, quien tomó la palabra y dijo: «¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?» (Lc 17,17-18).
Los otros nueve se olvidaron de quien los había curado y decidieron tomar su propio camino. Esto es algo que también puede ocurrir hoy: no valorar todo lo que hemos recibido como un don. «Esa es una fea enfermedad espiritual, dar todo por sentado, incluso la fe, incluso nuestra relación con Dios, hasta el punto de convertirnos en cristianos que ya no saben asombrarse, que ya no saben decir “gracias”, que no muestran gratitud, que no saben ver las maravillas del Señor»[2]. Externamente se habían curado, pero su corazón no se había abierto hacia el bien más grande que Dios les tenía preparado: acercarse al Mesías.
El samaritano, sin embargo, quiso conocer a Jesús y entablar una relación con él. El suyo no fue solo un gesto de cortesía, sino el comienzo de una nueva vida: «Realiza un gesto de adoración, reconoció que Jesús es el Señor, y que él era más importante que la curación que había recibido»[3]. Había descubierto que estar junto al Mesías era lo que realmente necesitaba: ese fue, a fin de cuentas, el principal fruto de su oración.
COMO el samaritano, también nosotros podemos dirigir nuestra mirada hacia lo que hemos recibido de Dios y de los demás. Esta actitud nos permite comprender que solos no nos bastamos. La gratitud nos lleva a «atestiguar la presencia de Dios-amor. Y también a reconocer la importancia de los demás, superando la insatisfacción y la indiferencia que deforman nuestro corazón»[4].
Todos los días se presentan muchas ocasiones para manifestar nuestra gratitud: por los gestos de cariño que disfrutamos en la familia, por el servicio que nos presta un comerciante, por la ayuda que nos brinda un colega, por la cercanía y el apoyo de unos amigos… En cada uno de esos detalles podemos ver también la mano del Señor y darle las gracias por haber puesto a nuestro lado esas personas. Además, también podemos agradecer a Dios tantas cosas de las que no somos plenamente conscientes, pero que forman parte de nuestra vida: el cuidado de nuestros padres cuando éramos pequeños, la oración callada de un amigo, los favores que Dios nos concede que pasan desapercibidos…
Las madres suelen ser quienes enseñan a sus hijos el valor de dar gracias al recibir un don. Hoy podemos pedir a nuestra madre del cielo que nos ayude a ser como el samaritano del Evangelio: agradecidos por todo lo que su Hijo hace por nosotros, y decididos a vivir junto a él. «¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? –comentaba san Josemaría–. Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso: “¡Qué bueno eres!»[5].
[1] León XIV, Ángelus, 27-VII-2025.
[2] Francisco, Homilía, 9-X-2022.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] San Josemaría, Camino, n. 894.
