El legado de Iago: amar sin límites lo cambia todo

Este es el testimonio de vida de Iago, un niño que nació sin ojos y con una limitación auditiva grave y que falleció hace tres años. Pero también es el de sus padres, Javier y Elia, que lucharon por su vida y su felicidad desde el primer momento y contra un sinfín de dificultades, siempre con la alegría de un hijo que les cambió la vida

Esta es la historia de Javier y Elia, y de cómo cuando se ama y se apuesta por la vida, lo que podría considerarse como una desgracia, se convierte en un regalo que no se cambiaría por nada. Y como en todas las grandes historias, en ésta también hay momentos de luz y de oscuridad, de lágrimas y de risas, de dificultades y de superación. 

A ellos les tocó lidiar con un embarazo en un momento complicado, encajar una noticia totalmente inesperada, enfrentarse a un diagnóstico difícil, decir “no” ante la incitación constante a abortar, y pelear por sacar a ese hijo adelante dándole todo el amor que eran capaces para que fuera el niño más feliz del mundo a pesar de sus muchas limitaciones y de no saber cuánto tiempo viviría. 

Por eso, ésta es también la historia de Iago: ese niño que devolvía multiplicado por mil el amor que recibía; ese niño que enseñó a sus padres a vivir el presente sin miedo al futuro, a no reservarse nada para el mañana; ese niño que con su risa era capaz de parar el tiempo. Iago les ensanchó tanto el corazón que ahora solo lo llena el amor de Dios.

Un embarazo en un momento difícil

Javier es de Toledo y Elia de Santiago de Compostela, aunque se considera también de Toledo ya que se fue allí cuando tenía 6 años. Se conocieron en 2008 y se casaron en el 2011, cuando tenían 30 años. Ese mismo año se mudaron a Pamplona donde empezaron la aventura del matrimonio.

Elia y Javier no eran especialmente amantes de los niños. Reconocen que nunca se habían imaginado siendo padres en ese momento de sus vidas. Además, Elia tuvo dificultades para encontrar trabajo durante dos años, que coincidieron con la grave crisis financiera que siguió después de 2008. 

Javier y Elia
Javier y Elia

Javier es profesor, investigador y científico de la Universidad de Navarra. Ella es licenciada en Medio Ambiente. A pesar de los esfuerzos que hacía por adaptar su currículum a las ofertas de trabajo que veía y cualificarse mejor, no conseguía ningún empleo, y eso le frustraba y desanimaba. “Me sentía mal, sin rumbo, sin saber cuál era mi papel”.

Y entonces, llegó la noticia del embarazo. “No era el momento ideal, pero cuando vi el test positivo, todo cambió. Me volqué completamente en la maternidad”. Elia empezó a cuidarse mucho; todo su esfuerzo se centraba en desempeñar lo mejor que pudiera esa nueva misión que tenía ahora.

Y en la segunda ecografía, una noticia totalmente inesperada

Los primeros controles fueron normales, pero en la ecografía de las 20 semanas, algo preocupó a la ginecóloga. Los médicos les dijeron que era un niño, pero de pronto se detuvieron mucho mirando la cara del bebé. Les pidieron que salieran y esperaran a un compañero con el que querían contrastarlo, porque había algo que no era normal.

“Salimos fuera y empezamos a pensar: bueno, igual tiene un labio leporino o algo similar; igual es todo un error y al final esto se queda en nada, a ver qué pasa… Y entramos un poco en shock”. Tras varios minutos de incertidumbre, llegó el otro ginecólogo y les dieron la noticia: no veían sus globos oculares.

Un diagnóstico difícil

Poco después confirmaron que el bebé tenía una malformación severa en los ojos. No sabían si podría ver o si tendría otros problemas asociados, así que les sugirieron abortar. “Nos dijeron que teníamos la opción de interrumpir el embarazo. Dijimos NO sin dudarlo.” – recuerda Javier.

“No hizo falta mirarnos el uno al otro para ver qué hacíamos, sino que automáticamente los dos dijimos no. No había ninguna decisión que tomar. La respuesta no fue por motivos religiosos, sino algo natural, instintivo: preservar la vida de tu hijo, cuidarlo y amarlo. Somos los padres de este niño; nuestra misión es sacarlo adelante como sea”-, añade Elia.

La incitación a abortar

A partir de ese momento la incitación a abortar fue una constante en cada revisión. “Nos insistían en que estábamos dentro del plazo, en que todavía estábamos a tiempo de interrumpir el embarazo. Entonces les hicimos ver la incorrección gramatical: que interrumpir es que tú paras algo que luego continúa, y lo que nos estaban ofreciendo era matar al niño. Y para nosotros eso no era una opción”, asegura Javier.

Ante eso la respuesta del médico fue, “bueno, es que a lo mejor vuestro hijo no ve”. Elia en ese momento pensó: “¿Y ése es el motivo para acabar con él? Lo primero es que estaba usando la expresión a lo mejor, o sea, que había probabilidades de que pasara algo o no. No tenía certeza. Y no ver tampoco es el mayor drama de la historia, al menos eso pensaba yo. 

Se me vino a la cabeza la ONCE y tantas personas que sabes que son ciegas y son felices. Y porque sean ciegas, ¿tampoco deberían estar aquí? E interiormente seguía pensando: pues si no ve, ya veremos qué se puede hacer, igual hay que ponerle unas gafas gordas, ¿y qué más da? Yo solo veía soluciones, no veía que el problema fuera tan grande como para justificar que acabara con la vida de nuestro hijo”.

Los médicos pensaban que no estaban entendiendo la gravedad de la situación, y por eso les insistían una y otra vez, repitiéndoles que además podía tener otros problemas más graves asociados a la ceguera. Y la única solución que les ofrecían al respecto era que abortaran. Aquí es donde Javier y Elia experimentaron una soledad y abandono enorme. Si querían seguir adelante con el embarazo tendrían que atenerse a las consecuencias ellos solos. Lo recuerdan como uno de los momentos más duros que han vivido.

Elia se atormentaba preguntándose: “¿Qué es lo que he hecho mal? ¿Pero si yo me cuido, no fumo, no bebo, hago deporte? ¿Por qué, si soy una persona sana? ¿Por qué este castigo, por qué a mí?” En ese momento difícil, su fe se puso a prueba: ”Me sentía abandonada por Dios”. Pero con el tiempo eso cambió: “Me di cuenta de que yo era un regalo para Iago. Dios me había escogido para ser su madre.”

La lucha comienza

Iago nació en mayo de 2014, prematuro y con múltiples complicaciones. Tras el parto lo ingresaron en la UCI de neonatos. Elia no pudo cogerlo en brazos. “Solo me dijeron: ‘Está muy flojito’. A pesar de todo yo estaba feliz, radiante por la vida de mi hijo. Los médicos durante el embarazo nos lo habían puesto tan mal que no sabíamos si cuando naciese iba a poder respirar, no sabíamos si se iba a morir en ese momento, si iba a durar unos minutos, unas horas o cuánto. Por eso, al ver que había nacido y estaba a salvo, yo estaba feliz”.

Poco a poco, descubrieron más problemas: sordera, problemas cardíacos, hormonales y de crecimiento. Javier, a pesar de su fe, sentía que esto le sobrepasaba. “Sabía que Dios aprieta, pero no ahoga. Pero yo sentía que estábamos al límite.”

Aun así, decidieron confiar. En la cruz, Jesús también preguntó: ‘Padre, ¿por qué me has abandonado?’. Pero después dijo: ‘En tus manos encomiendo mi espíritu’. Ese fue nuestro aprendizaje.” Y eso fue lo que les sostuvo.

Pero con el nacimiento de Iago todo cambió. Pasaron de ese sentimiento de soledad y abandono que tuvieron durante el embarazo, a experimentar el apoyo y la ayuda de muchas personas, asociaciones e instituciones que se volcaron para dar a Iago la mayor calidad de vida posible: el personal de la ONCE, el Centro de Atención Temprana, del colegio, los diversos centros terapéuticos… a cada uno de ellos les están muy agradecidos. “Hay un montón de gente que lo da todo por ti, y que lo da todo por tu hijo”, comenta Elia. “Pero hay una falta de información total; nadie te habla de esto durante el embarazo, ni de las ayudas que vas a tener, tanto económicas, ni de esas personas que te van a ayudar a sacar adelante a tu hijo”.

Dificultades y superación: la vuelta a la tortilla

La vida de Iago fue un reto desde el principio. Su salud era delicada y su desarrollo muy lento. Sus cuatro primeros meses de vida postnatal transcurrieron en el hospital. “Nos dijeron que era sordo también, pero a nosotros nos daba la sensación de que sí que oía, y de hecho, luego, las pruebas nos dieron la razón. Con unos audífonos llegó a oír con una relativa normalidad”.

Como madre, Elia empezó a agobiarse. “Al principio solo veía problemas y pensaba en todo lo que Iago no iba a poder hacer.” Pero un día, entendió que la vida de Iago tenía un propósito: “De repente se me dio la vuelta la tortilla, y pensé: a lo mejor este niño tiene aquí una misión. Y resulta que él no es un castigo para mí, y a lo mejor yo soy un premio para él. Fue como un subidón de energía, cambió por completo mi forma de verlo”.

Vivir el presente sin miedo al futuro

Durante una parada cardiorespiratoria y un ingreso en el hospital en el que Iago casi muere, decidieron aprender a vivir el presente sin miedo al futuro. “Nos dimos cuenta de que teníamos que disfrutarlo cada día. No sabíamos cuánto tiempo Iago estaría con nosotros.”, explica Javier. 

“Ésa fue una de las grandes lecciones que aprendimos de él, a no preocuparnos ni reservarnos nada para el mañana, que no sabíamos si llegaría para él, y a no guardarnos ningún beso, ningún abrazo, ningún ¡cuánto te quiero! Por eso Iago era tan feliz, porque tenía muchísimo cariño alrededor, y todo el amor que recibía, te lo devolvía multiplicado por mil”, añade emocionada Elia.

Un niño lleno de alegría

A pesar de sus limitaciones, Iago era feliz. Como escribió su padre en un artículo publicado en Diario de Navarra, con motivo de su obituario: “Lo más característico era su sonrisa, unas veces de medio lado y otras a boca llena, mostrando una dentadura tan caótica como adorable. Sin querer caer en el tópico, era una sonrisa contagiosa: una vez, en el supermercado, una chica de unos veinte años le miraba con una extrañeza incluso hostil. Entonces, Iago lanzó una de sus sonrisas y esa hosca mirada se transformó en un gesto de ternura que se fundió con la alegría que irradiaba Iago”.

Conocen a personas que por las presiones externas han puesto fin al embarazo y esa decisión les pesa toda la vida. “Estando con Iago a que le viera la pediatra se me acercó una mujer en la sala de espera diciéndome lo rico que era y lo feliz que me veía con él, que ella no llegó a tenerlo porque se lo diagnosticaron en el embarazo, dando por hecho que nosotros no sabíamos cómo venía Iago. Al decirle que a mí también me lo habían diagnosticado, se derrumbó y empezó a llorar”. Elia trató de consolarla como pudo. En medio de esa sala, de forma totalmente inesperada, se topó con la carga, la tristeza y las heridas que deja el aborto en la mujer.

Un niño normal

Iago conquistaba a todos con su amor y ternura. “Sus abrazos eran únicos. Llenaban el alma”, recuerda Javier. En el colegio, sus compañeros lo aceptaban con total naturalidad. Era uno más. “Le daban a oler sus bocadillos, le ayudaban en los juegos. Le eligieron el más guapo de la clase”, comenta divertido.

Les aconsejaron que fuera a un colegio de educación especial, pero aprobó todo 1º de Primaria en un colegio ordinario. Iago era un luchador. Tuvo cinco paradas cardiorrespiratorias y salió de todas ellas, aunque tras la quinta solo hubo tiempo para que sus familiares se despidieran de él.

“Los primeros años fueron muy duros”,- recuerda Javier-, “pero luego, el niño fue creciendo, y empezó a ir al colegio, como todos los niños, donde tenía sus amigos, se iba de excursión, se tiraba por el tobogán, todo con sus inmensas limitaciones, pero como un niño cualquiera. Recuerdo su último cumpleaños, que lo celebramos en una granja escuela con casi todos sus amigos de la clase, y veías cómo le trataban y era muy bonito porque lo hacían con una naturalidad tremenda, sabiendo que era uno más, un amigo más, pero también sabiendo que él necesitaba cosas distintas de los demás, que había que hablarle de manera distinta, más despacio, tratarle con más cariño”.

La familia se consolida

En 2018, cuando Iago tenía 4 años, nació su hermana Gabriela. “Pasamos de ser unos padres que cuidaban de un niño con una alta discapacidad, a ser una familia de cuatro miembros casi como cualquier otra. Gabriela es una niña excepcional, muy despierta, que se ha beneficiado de convivir con un hermano muy especial durante cuatro años. Empezó a hablar en lengua de signos con apenas ocho meses, y su madurez en el lenguaje y sensibilidad hacia los demás sigue siendo evidente hoy día”.

Elia no duda al decirlo, lo expresa con sus palabras pero también con su sonrisa y su mirada: “En los padres de un niño con una discapacidad, ves que de verdad podemos llegar a ser muy felices porque damos mucho amor y recibimos mucho más amor, ése es el único secreto. La sociedad te empuja y te hace creer que para ser feliz tienes que viajar, tienes que ir al cine, tienes que tener un poder adquisitivo… y te genera como un estrés por vivir intensamente muchas experiencias necesarias para ser feliz. Y ahora cuando miro hacia atrás, me doy cuenta del engaño que es eso, y de lo felices que hemos sido nosotros”.

Un legado de fe y amor

Aunque los médicos les dijeron que Iago moriría a las pocas semanas de nacer, vivió ocho años y medio; pero no sólo eso, sino que este tiempo disfrutó como pocos llegan a hacerlo, aunque vivan varias décadas. A lo largo de su vida, Iago enseñó a su familia y a todos los que lo conocieron el valor incondicional de la vida.

“Iago nos cambió la vida para mejor”, -comenta Javier-. “Es verdad que hace ocho años que no vamos al cine, que no vamos de viaje, que éramos súper viajeros nosotros, que no tenemos vida social, pero son cosas ínfimas comparado con todo el bien que nos ha hecho. Nos ha cambiado la vida para bien. Nos ha hecho mejores personas”.

En todos estos años Elia no ha podido trabajar, vivía dedicada a su hijo. Ahora quiere hacerlo, pero en algo orientado a lo que les ha enseñado Iago, ayudando a otros niños con problemas, a otras personas.

Iago vivió poco tiempo, pero su paso por el mundo ha dejado una huella imborrable. “Cada vida es valiosa. Amar sin límites lo cambia todo.” Javier y Elia resumen así su legado: “Iago vino a este mundo con una misión: enseñarnos a amar de verdad y a confiar en Dios.” Su historia transformó la fe de sus padres. “Descubrimos que la felicidad no depende de que las cosas salgan como tú quieres, sino de amar lo que Dios te da”.

La muerte no es un punto final sino un punto y seguido

El momento duro llegó al mes, cuando al volver a casa, su habitación estaba vacía. Eran una familia en la que todo giraba en torno a lo que Iago necesitaba, a sus necesidades, a sus horarios, a sus terapias, etc. Él lo llenaba todo. Y de repente tuvieron que empezar a rodar otra vez, sin ese engranaje central, que les llevó a sentir un vacío enorme. 

Al principio pensaba que lo peor que le puede pasar a alguien es que se te muera un hijo, es como el mayor drama para cualquier persona. Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que no es así; la muerte forma parte de la vida. Creo que el verdadero drama es que haya niños que no sean queridos por sus padres”. Cuando Iago murió Elia tuvo una sed muy grande de Dios. “Iago me hizo el corazón tan grande, que ahora solo soy capaz de colmarlo con Dios”, concluye.

“El vacío que ha dejado se ha ido llenando con un fortalecimiento de nuestra fe y sus manifestaciones. Aunque estamos convencidos de que el amor por un hijo con una discapacidad trasciende la fe y la religión, y por lo tanto puede ser disfrutado por todo el mundo, nos habría resultado imposible avanzar en el duelo sin el sustento de la fe católica. Admiramos profundamente a aquellos padres que llevan un duelo sano sin agarrarse a la religión y al convencimiento de que volverán a reunirse en un futuro”, reflexionan Elia y Javier.

“Hoy día, seguimos sintiendo a Iago muy cerca, tanto nosotros como nuestra hija. El dolor está ahí cada segundo del día, literalmente, pero también la alegría de saber que ahora es él quien nos cuida y nos está preparando un sitio junto al Padre”, expresan. Cuando les preguntan cuántos hijos tienen responden que dos: “Solo hablamos de Iago en pasado cuando nos referimos a su discapacidad: tuvimos un hijo sordociego. Ahora tenemos un hijo que nos guía de la mano a un lugar tan bonito que nuestros ojos no están preparados para ver”.