Debió de ser un día cualquiera en Villa Tevere, a mediados de los años cincuenta. Uno de esos en que los imprevistos se presentan como un viejo amigo del que ya no te sorprende su visita. Fueron varios años con la construcción de la casa y las dificultades se presentaban casi a diario. Algo que don Álvaro experimentó en primera persona: falta de recursos económicos, retrasos de materiales, problemas burocráticos y un largo etcétera de complicaciones a las que no quedó otra que acostumbrarse.
Casi siempre, después de trabajar y rezar, aparecía una solución, una rendija de luz a mitad del túnel. Pero, aquel día, nadie se esperaba que la solución fuera a llegar de aquella manera… ¡agua! Habían encontrado un manantial dentro del solar. Y, otra vez, había sido gracias a don Álvaro. Esto permitió excavar un pequeño pozo y agilizar muchos procesos. La sorpresa de todos fue mayúscula. Conocían la capacidad de don Álvaro con el latín y con el derecho, y no ponían en duda su gran capacidad de gestión y de pericia. Pero esto nadie se lo esperaba… ¡tenía dotes de zahorí! [1]
No fue la única vez que don Álvaro ayudó a descubrir un pozo de agua bajo tierra. Años después sucedería algo similar en Cavabianca. Localizar agua subterránea siempre ha sido un talento muy codiciado a lo largo de los siglos. Se trata de un hallazgo crucial, pues el agua es un elemento indispensable para la vida. Su falta provoca la aridez más absoluta, mientras que su abundancia riega el entorno de gran fecundidad. Por eso, las grandes civilizaciones de la Antigüedad nacieron siempre en las faldas de ríos, lagos o mares. También en la liturgia y en la historia de la salvación el agua juega un papel determinante.
Un manantial de vida eterna
El sacerdote, durante la celebración de la bendición del agua, pronuncia unas palabras que nos pueden servir para sumergirnos en este simbolismo y para conocer la costumbre cristiana del uso del agua bendita: «Con esta bendición del agua recordamos a Cristo, agua viva, así como el sacramento del Bautismo, en el cual nacimos de nuevo del agua y del Espíritu Santo. Siempre, pues, que seamos rociados con esta agua o que nos santigüemos con ella al entrar en la iglesia o dentro de nuestras casas, daremos gracias a Dios por su don inexplicable, y pediremos su ayuda para vivir siempre de acuerdo con las exigencias del Bautismo, sacramento de la fe, que un día recibimos» [2].
La historia de la salvación está marcada con esta imagen, tal como recordamos con la bendición del agua bautismal en la noche de la Vigilia Pascual. Como afirmaba papa Francisco, “esta plegaria nos revela que Dios creó el agua precisamente en vista del bautismo. Quiere decir que mientras Dios creaba el agua pensaba en el bautismo de cada uno de nosotros, y este pensamiento le ha acompañado en su actuar a lo largo de la historia de la salvación cada vez que, con un designio concreto, ha querido servirse del agua. Es como si, después de crearla, hubiera querido perfeccionarla para llegar a ser el agua del bautismo”[3]
De ahí que esta oración recuerde las principales prefiguraciones bíblicas: en el origen, el Espíritu depositaba sobre las aguas semilla de vida (cfr. Gn 1,1-2); y el agua del diluvio marcó el final del pecado y el inicio de la vida nueva (cfr. Gn 7,6-8, 22); también a través del agua del mar Rojo fueron liberados de la esclavitud de Egipto los hijos de Abraham (cfr. Ex 14,15-31).
Años después de la liberación del pueblo escogido, el profeta Ezequiel tuvo una visión donde el agua era protagonista. Vio nacer una fuente en el Templo nuevo que se convertía en un gran río que daba vida (cfr. Ez 47,1). En una tierra donde la sequía y la falta de agua era una realidad habitual, esta visión era motivo de esperanza. La Iglesia entendió desde el principio que en Cristo se cumplía esta visión. Él es el verdadero Templo de Dios. Él es la fuente de agua viva.
Agua que brota, junto con la sangre, del costado abierto de Jesús (cfr. Jn 19,34). Desde la antigüedad, la Iglesia ha visto ahí un símbolo del Bautismo y de la Eucaristía que manan del pecho traspasado de Cristo. Diversos autores antiguos han relacionado este hecho con la visión del profeta Ezequiel: de su costado abierto brota el gran río que, a través del Bautismo, fructifica y renueva el mundo.
Pero Jesús ha profetizado algo todavía más grande. Él dice: «Quien cree en mí… de su vientre brotarán ríos de agua viva» (Jn 7,38). En el Bautismo, el Señor nos ha hecho fuentes de agua viva. Igual que los zahoríes, también nosotros tenemos la oportunidad de redescubrir cada día la gracia que recibimos con el Bautismo.
Nuestro segundo cumpleaños
En la aspersión con el agua bendita que se puede hacer en algunas ceremonias, especialmente en tiempo de Pascua, o con la que nos podemos santiguar al entrar en el templo o antes de irnos a dormir, se nos recuerda el don más preciado que hemos recibido: que somos hijos de Dios por el Bautismo. Tal como recordaba el Papa Francisco, estos eventos nos ayudan a «regresar a la fuente de la vida cristiana, nos lleva a comprender mejor el don recibido en el día de nuestro Bautismo y a renovar el compromiso de corresponder en las condiciones en las que hoy nos encontramos. Renovar el compromiso, comprender mejor este don que es el Bautismo y recordar el día de nuestro Bautismo, qué día fui bautizado. Yo sé que algunos de vosotros los saben (…). Los que no lo saben, que pregunten a los parientes, a aquellas personas, a los padrinos, a las madrinas: “¿Cuál es la fecha de mi bautizo?”. Porque el Bautismo es un renacimiento y es como si fuera el segundo cumpleaños». [4]
A través del agua bautismal, entramos a formar parte de la gran familia de los hijos de Dios. Y también a través del Bautismo nos reconocemos apóstoles, enviados a llevar la vida cristiana a todos los pueblos en el nombre de la Trinidad (cfr. Mt 28,19), llamados a ser fuente de agua viva para todas las personas que nos rodean.
En este contexto bautismal se enmarca la costumbre del agua bendita, que nos ayuda a hacer memoria de estos momentos importantes de la historia de la salvación y de nuestra historia personal. Pero es, además, un sacramental, un signo sagrado con el que, imitando de alguna manera a los sacramentos, se expresan efectos, sobre todo espirituales, obtenidos por la intercesión de la Iglesia [5]. Esto quiere decir que el cristiano se beneficia de los bienes espirituales que la Iglesia conserva como un tesoro que le ha dado Dios para que los administre a todos los hombres. Por eso, el uso del agua bendita, aunque no confiere la gracia del Espíritu Santo, porque no es un sacramento, prepara a la persona a recibirla.
Al santiguarnos, de algún modo tomamos nueva conciencia del agua que llevamos ya dentro por el Bautismo –la vida de la gracia– y que es inagotable, pues proviene de Cristo resucitado, que nos entrega el Espíritu Santo. Esa agua nos ayuda a vivificar el resto del día. Nos impulsa a acometer una tarea, a recobrar aliento ante el cansancio, nos puede dar el consuelo divino ante las dificultades y frescura para la vida. Si estos efectos los vemos, en cierto sentido, en el agua natural, qué será en el agua bendita, que es ayuda para el peregrino. Además, al vivir así nos podemos convertir también en fuente de vida para quienes nos rodean.
Como recordaba santo Tomás, el agua bendita dispone para el sacramento quitándole obstáculos, a semejanza del agua bautismal, y está ordenada contra las asechanzas del demonio y contra los pecados. De hecho «el agua bendita sirve contra el asalto externo del demonio» [6]. Y es un arma tan poderosa que, siempre y cuando haya arrepentimiento, puede perdonar los pecados veniales.
A quién pertenecemos
En la historia de la Obra, encontramos ya una referencia a esta costumbre en la Carta circular que san Josemaría escribió en enero de 1938. Recogía, en un pequeño elenco, distintas costumbres que los miembros del Opus Dei vivían ya en aquella fecha y se trataba, por lo general, de devociones muy extendidas entre el pueblo cristiano. En este listado aparece por primera vez el uso del agua bendita.
También durante esos mismos años, san Josemaría escribió una recomendación que con el tiempo se publicaría en Camino:«Me dices que por qué te recomiendo siempre, con tanto empeño, el uso diario del agua bendita. –Muchas razones te podría dar. Te bastará, de seguro, esta de la Santa de Ávila: “De ninguna cosa huyen más los demonios, para no tornar, que del agua bendita”» [7].
El texto de la santa es del Libro de la vida, donde cuenta que un día el demonio se puso encima del libro que estaba leyendo. La santa se santiguó y el demonio se fue. Sin embargo, cuando bajó nuevamente la mirada, el demonio volvió a hacerse presente. Esto le ocurrió tres veces seguidas hasta que a Teresa se le ocurrió echarle agua bendita. Solo entonces pudo continuar su lectura. Tiempo después escribió refiriéndose al agua bendita: «De muchas veces tengo experiencia que no hay cosa con que huyan más [los demonios] para no tornar; de la cruz también huyen, mas vuelven» [8].
También san Josemaría, recogiendo esta larga tradición cristiana, entendió la ayuda que nos puede prestar el uso del agua bendita. Así lo recogió años después De Spiritu: «Tengan todos en su habitación agua bendita, con la que rociarán la cama, antes de acostarse, y con los dedos mojados se signarán también con la señal de la Cruz».
Es una tradición muy extendida entre el pueblo cristiano y que el Papa Francisco ha animado a cuidar: «Hacer la señal de la cruz cuando nos despertamos, antes de las comidas, ante un peligro, en defensa contra el mal, la noche antes de dormir, significa decirnos a nosotros mismos y a los demás a quién pertenecemos, quién queremos ser (...). Y, como hacemos entrando en la iglesia, podemos hacerlo también en casa, conservando un pequeño vaso con un poco de agua bendita —algunas familias lo hacen: así, cada vez que entramos o salimos, haciendo el signo de la cruz con el agua recordamos que estamos bautizados» [9].
Los últimos momentos de la jornada están acompañados por el uso del agua bendita. Así acostumbraba a acabar el día san Josemaría: «Guardaba su crucifijo en el bolsillo del pijama, para besarlo durante la noche; y rociaba la cama con agua bendita. Al repasar mentalmente la jornada, con gran dolor de sus faltas, hacía el resumen: pauper servus et humilis. Muy poca cosa era. Después ponía su pensamiento en la Comunión del día siguiente; y, tan pronto le venía el sueño, se entregaba al Señor con una oración sencilla y breve, como Jesús, me abandono en ti, confío en ti, descanso en ti [10].
[1]. Cfr. J. Medina Bayo, Un hombre fiel, p. 323.
[2]. Bendicional, capítulo XXXVI, n. 1228, p. 549.
[3] Francisco, carta apostólica Desiderio desideravi, n. 12.
[4]. Francisco, Audiencia, 18-IV-2018.
[5]. Cfr. Concilio Vaticano II, const. Sacrosanctum Concilium, n. 60.
[6]. Santo Tomás, Suma Teológica, III, 71, 2 ad 3.
[7]. Camino, n. 572.
[8]. Santa Teresa, Libro de la vida, 31, 4; BAC 212, 8ª ed. 1986, pg. 166. «Tenga agua bendita junto a sí, que no hay cosa con que más huya» (Carta 179, 13; ibíd., p. 1084).
[9]. Francisco, Audiencia, 18-IV-2018.
[10]. A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. III, p. 473.