Evangelio del domingo: vivir la vida de Cristo

Comentario del 5.° domingo de Pascua. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada”. Cristo mismo quiere podarnos, para que vivamos su propia vida: pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús.

Evangelio (Jn 15, 1-8)

«Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos».


Comentario

Jesucristo se está despidiendo de sus amigos íntimos. Le cuesta abandonar a los suyos.

Rodeado de los doce apóstoles, en la última cena, va desgranando las horas en un clima de gran intimidad. Les abre su corazón y les muestra la profundidad de su amor.

En otras ocasiones, les había hablado del Reino de los Cielos comparándolo con una viña que es arrendada a unos labradores. Ahora, introduce una novedad. Él es la vid.

No dice: “vosotros sois la vid”, ni tampoco “vosotros sois los labradores de la viña”.

Sino, “yo soy la vid, vosotros los sarmientos”. El hijo mismo, que en la parábola de la viña era el heredero, ahora se identifica con la vid. Ha entrado en la viña, en el mundo, y se ha hecho vid. Se ha dejado plantar en la tierra.

Con ello, Jesucristo les está mostrando la profundidad del Amor de Dios. La vid ya no es una criatura a la que Dios mira con amor. Él mismo se ha hecho vid, se ha identificado para siempre con la vid, con los hombres, con la vida de cada uno de nosotros.

Y, por ello, la vid ya nunca podrá ser arrancada, no podrá ser abandonada a los ladrones y furtivos. Pertenece definitivamente a Dios, porque el Hijo de Dios mismo vive en ella.

La promesa hecha a Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, David, los profetas, se ha hecho definitiva. Con su Encarnación, Dios se ha comprometido a sí mismo, su amor es irrevocable.

Pero, al mismo tiempo, la imagen de la vid y de los sarmientos nos habla de una exigencia de ese amor. Se dirige a cada uno de nosotros, reclamando una respuesta. Es preciso, entrar en esa corriente de amor; quitar, podar, purificar todo aquello que impide que esa corriente llegue hasta el último rincón de este mundo.

El viñador toma las tijeras de labranza y poda los sarmientos para que tengan más sol y luz, para que den racimos de uva sabrosa. Cristo mismo quiere podarnos, para que vivamos su propia vida. Quiere introducirnos en su Pasión, que la incorporemos en nuestra propia vida, que la encarnemos.

De esa manera, recibimos un nuevo modo de ser. La vida de Cristo se vuelve también la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús.

Y como consecuencia, podemos amar a los demás como él lo ha hecho: en su corazón, desde su corazón, con su corazón. Y llevar así al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz.

Este es el deseo de Jesucristo: arrancar nuestro corazón de piedra, y darnos un corazón de carne, lleno de vida, un corazón compasivo y misericordioso. Y nos pide que nos pongamos en sus manos llagadas, para que pueda quitar de nuestra vida lo que estorba, lo que nos separa de Dios.

Las pequeñas mortificaciones son, precisamente, un modo de decirle al Señor que nos quite soberbias, avaricias, enfados, iras, perezas, envidias, egoísmos, vanidades, rencores, impurezas. Dejamos que el Espíritu Santo vaya podando todo lo que no es vivir en Cristo. Hace que nuestro corazón tenga la medida del corazón de Jesucristo.

Si permitimos que la acción de Dios entre en nuestra vida, entonces permanecemos en su amor, damos fruto verdadero. Con nuestras pequeñas mortificaciones y actos de penitencia le estamos diciendo a Dios: “quiero vivir en ti, por ti, contigo”; “quiero hacer presente la fuerza de tu amor allí donde estoy”.

Por ello, no se trata de hacer grandes mortificaciones, sino de hacerlas con amor, pidiéndole al Señor que nos cambie el corazón y lo pongamos en los demás.

Cristo nos da así una vida enamorada. Hacemos nuestra su vida y su muerte, de manera que Él puede vivir en nosotros por el amor. Y nos hace capaces de seguir sus pasos, corredimiendo a todas las almas, llevando su vida redentora a todos los lugares donde nos encontramos (cfr. San Josemaría, Via Crucis, XIV Estación).