“Dios resiste a los soberbios”

Camino seguro de humildad es meditar cómo, aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones. Los Apóstoles, a pesar de haber sido instruidos por Jesús durante tres años, huyeron despavoridos ante los enemigos de Cristo. Sin embargo, después de Pentecostés, se dejaron azotar y encarcelar, y acabaron dando la vida en testimonio de su fe. (Surco, 283)

Jesucristo, Señor Nuestro, con mucha frecuencia nos propone en su predicación el ejemplo de su humildad: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Para que tú y yo sepamos que no hay otro camino, que sólo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia. Por nosotros, Jesús vino a padecer hambre y a alimentar, vino a sentir sed y a dar de beber, vino a vestirse de nuestra mortalidad y a vestir de inmortalidad, vino pobre para hacer ricos.

Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia, enseña el Apóstol San Pedro. En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más camino -para vivir vida divina- que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza acaso en nuestra humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el que ha creado todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que -hablando al modo humano- quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira ser humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas. Nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa con un endiosamiento bueno. (Amigos de Dios, nn. 97-98)

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