San Josemaría en América Central: 15 al 23 de febrero de 1975

San Josemaría estuvo en Guatemala, del 15 al 23 de febrero de 1975. Compartimos un fragmento del libro “Un mar sin orillas” de don Antonio Rodríguez Pedrazuela que recuerda aquellos días.

Una visita esperada

–¡Padre! exclamó el Cardenal Casariego nada más verle– ¡Al fin cumple su promesa!

Aquel sábado, 15 de febrero de 1975, el Cardenal estaba exultante, igual que todos nosotros: por fin, después de tantos años de espera, llegaba el Padre a Guatemala.

–La Iglesia en Guatemala –le dijo el Cardenal– se siente muy contenta de tenerlo aquí.

El Padre, al que acompañaban don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría, llegó muy fatigado al aeropuerto de la Aurora. Venía desde Venezuela, y el vuelo se había demorado más de seis horas. Habían tenido que soportar una larga parada de reabastecimiento en Panamá, donde no les dejaron salir del avión, y estuvieron una hora dentro del aparato, pasando mucho calor, porque no tenía refrigeración. Y después, otras dos horas más de viaje hasta Guatemala. Había sido una travesía tan penosa que el Padre me dijo, bromeando, tras abrazarme:

–Antonio: la próxima vez me vengo a nado, por el mar... ¡aunque haya tiburones!

El Cardenal quiso acompañar al Padre en el carro que manejaba Víctor hasta nuestro centro de la Avenida de la Reforma: una casa blanca, de estilo colonial, con ventanas lobuladas, rodeada por un jardincillo con palmeras, cipreses y aguacates. Al Padre le gustó mucho la casa, porque era alegre, sencilla y luminosa. Le agradó especialmente una pintura de San José que le mostramos, uno de los primeros cuadros que compramos al llegar aquí, y nos alentó a tener mucha devoción al Santo Patriarca.

Aunque estaba agotado por el viaje, no se retiró a descansar: sabía que el Cardenal marchaba al día siguiente a El Salvador y le invitó a cenar aquella misma noche. Fue un encuentro muy cordial.

–Padre –le dijo el Cardenal al despedirse–, le voy a dejar para que esté con sus hijos, el domingo, el lunes, el martes, el miércoles y el jueves; pero el viernes voy a venir a darle la lata. Y le repito que la Iglesia en Guatemala y su Arzobispo están felices de tenerle con nosotros.

Tuvimos luego una breve tertulia, en la que uno le recordó lo que le había oído decir veinticuatro años antes, en Madrid: muy pronto –nos aseguró– veríamos el «mar sin orillas» de la labor apostólica.

–Y lo estáis viendo, ¿verdad, hijo mío? –comentó el Padre–. Estamos en África, en Asia, en Europa, en Oceanía y en América...

Mientras le escuchaba me parecía un sueño tenerle allí, entre nosotros, en aquella sala de estar de sillones verdes, presidida por un lienzo de Santo Tomás Moro, rodeado por tantos objetos entrañables: el primer ejemplar de Camino que trajimos en 1953; la fotografía de los tres primeros sacerdotes –don Álvaro, don José María, don José Luis– (los tres estuvieron en Guatemala); el retrato de su hermana –a la que siempre llamamos Tía Carmen– que tanto rezó por nosotros... Éramos conscientes de que vivíamos momentos históricos, y estábamos felices.

La Cruz de palo

«Sí; estábamos felices –comentaba Marta[1]–, y yo, además, estaba algo sorprendida, porque me imaginaba al Padre como una figura imponente y me sentía un poco destanteada. No sabía cómo tratarle cuando viniera, hasta que una que le conocía me dijo:

–¡Pero Marta, si no hay que preocuparse, si el Padre es una persona muy sencilla!

Yo pensaba que cuando llegara me iban a decir que había que estar pendiente de esto y de lo otro, y de lo de más allá; ¡a saber lo que me había imaginado yo! “Marta, Marta, me repetía, que vas a conocer al Padre, que vas a conocer al Fundador del Opus Dei, que vas a conocer a un santo”, para ver si así me entraba en la cabeza lo importante que era lo que iba a vivir. Pero me dijeron que hiciera las cosas lo mismo que siempre; que el Padre no quería cosas especiales...

Cuando llegó le saqué un vaso de agua para que se le quitara el calor del viaje. Entonces me dijo, en voz baja, con mucha delicadeza:

–Gracias, hija mía, que Dios te bendiga.

Ya he dicho que a veces, con una sola palabra, se conoce a fondo a una persona. Eso fue lo que me pasó a mí: ese gracias del Padre lo sentí como el de una persona que agradece de verdad, porque no espera que le sirvan... No era un detalle de educación, sin más. Y sentí entonces como si mis ideas anteriores se me desarmaran, porque vi que, por encima de todo, el Padre era un hombre profundamente humilde. No sé cómo explicarlo; pero a mí me llegó al alma lo santo y lo humilde que era.

Luego, en la refacción, saqué unos churros y algo caliente que había preparado, y cuando ya me iba me dijo el Padre:

–Hija mía, tienes que estar muy contenta; y que sepas que te voy a enviar la Cruz de Palo.

“Gracias, Padre”, le dije yo; y luego, en la noche, volví a verle cuando cenaba con el Cardenal. El Padre tenía dieta, pero comía de forma que no se notaba, para no obligar a los demás a comer menos. No se me olvidará. Llego con la bandeja y el Padre me dice: “primero, el señor Cardenal”. Me voy al Cardenal y me dice: “no, primero, el Padre”. Y me tuvieron así, de uno para otro. Pero yo no estaba nerviosa, porque pensaba: “bueno, aquí... ¡ellos deciden!”. Y en ese momento, cuando estaba esperando a ver que decidían, el Padre me volvió a decir:

–Hija mía, cuando tengas la Cruz de Palo la miras con cariño, le das un beso y la guardas con cuidado».

Puedes leer el relato completo en el Libro “Un mar sin orillas” de Antonio Rodríguez Pedrazuela, Capítulo 11 “El Padre en Guatemala”.

[1]Marta Cojulún, primera numeraria auxiliar de Guatemala