Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios (1). San Josemaría se empeñó incansablemente en estimular a todas las personas que trataba a tener la valentía de ser libres, con el riesgo y la responsabilidad que eso comporta, y a defender o a tomarse esa libertad, que en definitiva ha sido ganada por Cristo para todos los hombres, sin esperar a que les sea concedida por otros, especialmente en el ámbito político por el poder constituido.
Ésa es una de las claves para entender la grandeza de la vida ordinaria; en ella cada hombre y cada mujer debe crecer día a día en lo que es el núcleo de su dignidad: en la libertad personal de los hijos de Dios.
Durante su vida, San Josemaría pudo observar con dolor varios fenómenos culturales y sociales que han causado una fuerte despersonalización: masificación, diversos tipos de alienaciones, totalitarismos y dictaduras, deformaciones debidas al clericalismo... Ante estos ataques a la persona y a su libertad, san Josemaría reaccionó con sensibilidad cristiana, saliendo en defensa de la dignidad de cada ser humano.
Un ejemplo de su valentía en defender la libertad de todos los hombres y mujeres es el artículo «Las riquezas de la fe», aparecido en un diario de Madrid en 1969.
A él –como a nosotros– le tocó vivir en una situación cultural paradójica, donde una fuerte percepción de la libertad se unía a la conciencia de que ésta se malograba, con frecuencia, de diversos modos. Entre éstos se encuentra la visión parcial de la libertad como pura capacidad de elección, desligada de la perfección que la persona está llamada a conquistar.
Se observa también en muchos de nuestros contemporáneos una abdicación de la libertad personal en la tarea de construir la sociedad; es un tipo de despersonalización que lleva a renunciar al ejercicio de la libertad, cediéndola casi inconscientemente a otras instancias.
Con frecuencia el Estado asume la tarea de proveer a todas las necesidades de los ciudadanos, adormeciendo su libertad responsable. Muchos hombres –con una amplia gama de posibles elecciones sobre temas menores– son escasamente libres, en el sentido de que parece como si hubieran renunciado a pensar sobre las decisiones fundamentales que configuran los distintos estilos de vida; o porque su derecho a una información adecuada es conculcado con diversos mecanismos que pasan ocultos.
Ante la potencia de ciertas estructuras de poder, de mercado, de comunicación, las personas se ven reducidas al anonimato, inconscientemente recluidas en el ámbito privado, que pierden su condición de sujetos activos en la construcción de la sociedad, en el mundo del trabajo, en el progreso humano.
Con sus enseñanzas, San Josemaría ayuda a defenderse de esa posible abdicación de la libertad y de la responsabilidad, a ir más allá de una vida encerrada sólo en el trabajo y la familia.
La libertad, según el Fundador del Opus Dei, es, en su sentido principal y radical, libertad ante Dios y para Dios, y por tanto estrechamente ligada a su acción creadora, que ha de desarrollarse y crecer por mano del hombre, hecho a su imagen y semejanza. A la libertad se une la responsabilidad. En cambio, en el anonimato propio de la masificación se pierde la responsabilidad personal. Quedan sólo individuos, desposeídos de su fundamental carácter de personas.
San Josemaría se esforzaba por extraer a las personas de la masa anónima, compuesta de individuos en estado de soledad y privados de una relación auténticamente humana con Dios y con los demás.
Como maestro de vida cristiana quería formar personas libres, hijos de Dios que lucharan por estar con Cristo en la Cruz, que procuraran responder a la libre donación y anonadamiento de Dios con la entrega libre de sí mismos. Cuando la libertad y la responsabilidad se dan juntas, se estimulan mutuamente en el crecimiento personal. La falta de una de las dos es una pérdida antropológica.
Por eso, al hablar de libertad personal, San Josemaría impulsaba a que, como manifestación de libertad responsable, los cristianos tomaran parte activa junto a los demás ciudadanos en los más variados tipos de asociaciones, sindicatos, partidos políticos… procurando intervenir en las decisiones humanas de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad.
Así lo expresó muchas veces: Con libertad, y de acuerdo con tus aficiones o cualidades, toma parte activa y eficaz en las rectas asociaciones oficiales o privadas de tu país, con una participación llena de sentido cristiano: esas organizaciones nunca son indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres (2).
Los grandes retos de la historia han de encontrar a los cristianos preparados, con el sentido de responsabilidad de quienes se saben identificados con Cristo en la Cruz, que salva y libera de las esclavitudes. Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar “sin miedo” en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad (3).
Entre las aplicaciones de su comprensión de la libertad a la existencia humana y cristiana, se halla una heroica defensa del legítimo campo de lo opinable en el terreno profesional, en el mundo de las ideas políticas, sociales, económicas, culturales, teológicas, filosóficas o artísticas.
San Josemaría siempre destacó la existencia de un legítimo y sano pluralismo, característico de la mentalidad laical, es decir, del modo característico de pensar que tiene en la libertad uno de sus elementos fundamentales; y contrapuso esta concepción de la libertad al clericalismo y e laicismo secularizador, que no respetan ni la justa autonomía de las realidades temporales, ni la naturaleza y las leyes puestas por Dios en sus criaturas. Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad lleva consigo (4).
En este terreno San Josemaría tuvo que navegar contra corriente, desarrollando potencialidades de la libertad y enraizándolas en su fundamento teológico; y defendiendo con vigor la libertad como una característica esencial de la secularidad de los fieles laicos.
Esto no implica afirmar que en el clero o en los religiosos no existe la libertad. Se trata más bien de subrayar que la actividad de los laicos cristianos en el mundo, en cuanto cristianos, ha de estar señalada por la libertad, y que se trata como es lógico de la libertad cristiana, guiada por las verdades de la fe y principalmente por la Verdad que es Cristo.
Una fórmula de San Josemaría expresa con eficacia esta idea: no hay dogmas en las cosas temporales (5). Con esto no pretendía sostener una especie de «liberalismo cristiano», en el sentido de separar las actividades seculares –política, ciencias, artes...– de la fe, que quedaría relegada a la vida de piedad y a la teología. Nada sería más contrario a su pensamiento.
Con gran fuerza sostuvo siempre, como parte de su mensaje sobre la santificación del trabajo y de las estructuras seculares, que la fe cristiana debe iluminar todos los problemas temporales y que el cristiano no puede dejar de serlo cuando es parlamentario, médico, arquitecto o ama de casa, pues tiene que santificar la familia, el trabajo y el mundo, para llevarlos a Cristo (aquí entra en juego su concepto fundamental de unidad de vida). Pero esto ha de hacerlo no de un modo fundamentalista, sino en libertad, sin que las soluciones y opciones personales –iluminadas por la fe-, por muy nobles y acertadas que sean, vinculen de algún modo o comprometan a la Iglesia.
Es sabido cómo San Josemaría defendió la libertad de los fieles del Opus Dei; con frecuencia comentaba que, en la Prelatura, se pueden tener todo tipo de posiciones políticas que no sean contrarias a la fe católica; más aún, afirmaba que ese pluralismo es una manifestación de buen espíritu (6).
Es decir, le parecía una óptima señal que hubiera diversidad de visiones políticas entre las personas del Opus Dei, y con fuerza afirmaba que no cabían miembros que quisieran imponer dogmas en las cosas temporales.
Pretender vincular la fe cristiana a una solución concreta en el campo temporal, aunque sea muy buena y bienintencionada, sería una forma de clericalismo. Un clericalismo que tachaba, con fuerza, de tiranía porque anulaba la libertad personal de los demás; una actitud incompatible con la secularidad cristiana, inseparable de la libertad.
Su amor a la libertad le llevó a prodigarse en dar una formación muy cuidada –también en el plano teológico– con la que cada fiel pudiese después moverse con libertad en la santificación del trabajo y en la actividad apostólica, sin esperar consignas. Y en este punto, como en muchos otros, sin pretensiones de originalidad, fue innovador.
No va de acuerdo con la dignidad de los hombres el intentar fijar unas verdades absolutas, en cuestiones donde por fuerza cada uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses particulares, sus preferencias culturales y su propia experiencia peculiar (7). Esta circunstancia a veces es vista –adecuadamente– como una manifestación de la finitud humana. Pero nótese cómo aquí se evidencia más bien un elemento de la dignidad humana. San Josemaría pone ahora el acento de la dignidad de las personas en la riqueza cognoscitiva implicada en las perspectivas del pensamiento de los demás: de ahí que la pretensión de fijar «verdades absolutas» en esas cuestiones suponga un empobrecimiento, una desconfianza en los aportes ajenos a la verdad que contraría la dignidad humana.
Por eso llega a afirmar que a veces muchas soluciones pueden ser válidas e incluso armonizables. San Josemaría decía que tenemos obligación, cada uno, de tener vuestro pensamiento en las cosas temporales, y que éste no tiene por qué ser igual. Porque muchos pareceres diversos pueden ser soluciones buenas, y nobles, y sacrificadas, y merecen respeto todas.
Así, llega a afirmar que no sólo es posible que la persona se equivoque, sino que –teniendo razón– es posible que la tengan también los demás. Un objeto que a uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta.
Es bueno recordar que San Josemaría contempla la libertad en su sentido más hondo bajo la luz con la que el Espíritu Santo le ha hecho sentir y de algún modo comprender la filiación divina. Ser hijos de Dios significa ser personas libres.
La libertad de los hijos de Dios es fruto de la kénosis –del abajamiento- del Verbo. Es en la Cruz donde Cristo ejercita de modo sublime y con libertad plena su amor infinito a la voluntad del Padre y a la liberación de todos los hombres mediante su Pasión y Muerte, y donde alcanzará la victoria de la Resurrección. La corriente trinitaria de amor llega al colmo en la Pasión, y es de ese amor de donde bebe el cristiano, y con el que se ha de identificar.
Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní, sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre (cfr. Lc22, 44), que acepta espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama (8).
Esta aceptación espontánea y rendida es ejercicio altísimo de la libertad y del señorío de querer servir a toda la humanidad. Así nos ha conquistado Cristo la libertad.
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1. Amigos de Dios, n. 38.
2. Forja, n. 717.
3. Forja, n. 715.
4. Conversaciones,n. 98.
5. Artículo Las riquezas de la fe, publicado en ABC, Madrid, 2-XI-1969.
6. Conversaciones, n. 98.
7. Artículo Las riquezas de la fe, publicado en ABC, Madrid, 2-XI-1969.
8. Amigos de Dios, n. 25.