Una característica de toda vida cristiana —cualquiera que sea el camino por el que se realice— es la "dignidad y la libertad de los hijos de Dios". ¿A qué se refiere usted, pues, cuando a lo largo de toda su enseñanza ha defendido tan insistentemente la libertad de los laicos?.
Me refiero precisamente a la libertad personal que los laicos tienen para tomar, a la luz de los principios enunciados por el Magisterio, todas las decisiones concretas de orden teórico o práctico —por ejemplo, en relación a las diversas opiniones filosóficas, de ciencia económica o de política, a las corrientes artísticas y culturales, a los problemas de su vida profesional o social, etc.— que cada uno juzgue en conciencia más convenientes y más de acuerdo con sus personales convicciones y aptitudes humanas.
Este necesario ámbito de autonomía que el laico católico precisa para no quedar capitidisminuido frente a los demás laicos, y para poder realizar con eficacia su peculiar tarea apostólica en medio de las realidades temporales, debe ser siempre cuidadosamente respetado por todos los que en la Iglesia ejercemos el sacerdocio ministerial. De no ser así —si se tratase de instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico— se incurriría en un anacrónico y lamentable clericalismo. Se limitarían enormemente las posibilidades apostólicas del laicado —condenándolo a perpetua inmadurez—, pero sobre todo se pondría en peligro —hoy, especialmente— el mismo concepto de autoridad y de unidad en la Iglesia. No podemos olvidar que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas.
Entrevista realizada por Jacques Guilleme-Brulon. Publicada en Le Figaro (París), el 16-V-1966, recogida en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer.