Hace casi 34 años que Pilar lleva cosido en la manga el escudo de la Policía Local de Canarias (España). Trabaja en la Jefatura de Arona, al sur de Tenerife, uno de los municipios más poblados de la isla, con casi 95.000 habitantes. “Cuando era jovencita empezaron a aparecer las primeras mujeres policías y me llamó la atención”, relata.
Cuando llegó a la Policía Local corría el año 1985, y sólo había tres mujeres en una plantilla de 17 agentes. Desde entonces ha hecho de todo, desde patrullar por las calles a poner multas, atender al público o hacer el papeleo. “Para mí el trabajo es mi vida; me gusta muchísimo, me pongan donde me pongan”, comenta.
Pero no siempre su trabajo es tan divertido. A veces le toca lidiar con los conductores molestos porque les han puesto una sanción. “Llega gente muy enfadada, pero hablas con ellos y reducen el nivel de agresividad. Al final consigues que se vayan contentos, aunque tengan que pagar, porque comprenden que han cometido una infracción”, refiere.
“Mi trabajo es un servicio muy bonito porque la gente te necesita. No se trata solo de salvar la vida de personas en un accidente. Nosotros les salvamos la vida todos los días. Estamos para ayudar y solucionar sus problemas”, explica esta agente de 57 años.
En casa, es su marido el que hace la comida. Trabajaba como jefe de cocina de un restaurante, pero hace unos años cambió de sector y se incorporó como empleado de la empresa pública de limpieza para poder conciliar los horarios de la familia. “Buscamos la manera y funcionó”, recuerda Pilar.
El matrimonio tiene cuatro hijos, ya crecidos, y dos niños en acogida permanente, además de un buen puñado de animales domésticos como gallinas, conejos y hasta algunos burros. “Así los niños juegan y se divierten”, comenta.
“Mis hijos han estudiado lo que han querido. Todos no van a ser ministros. En la vida todos somos necesarios: lo mismo los que limpian que los que traen el pan a casa. Por eso les hemos dejado completa libertad para elegir”, explica.
En todo este mosaico vital, Dios juega un papel fundamental. Pilar es del Opus Dei, y eso le ha servido para vivir “de otra manera, cara a Dios”. La formación y ayuda que ha recibido en el Opus Dei le ha ayudado a ser consciente de que Dios está siempre a su lado. “Es mi Padre y me da lo que me conviene. Eso como mujer me ayuda a lanzarme a todo tipo de cosas –afirma–; es la base de la igualdad”.
Por lo pronto, hace tiempo que Pilar ya no se enfada con nadie. “Ofrezco mi trabajo y estoy contenta siempre. En el trabajo y en la vida hay que reírse mucho, en especial de uno mismo, porque la vida es corta y hay que vivirla con sentido del humor y para los demás”.
María Tió, corredora de fondo
Para María Tió, atleta y madre de atletas, no ha habido nunca incompatibilidad entre su vida familiar y su pasión por el deporte. Al acabar el colegio ya jugaba en un equipo de baloncesto en Primera División, y llegó a ser campeona de España junior y senior. Pero cuando tuvo su segundo hijo pensó que no podía seguir el ritmo de la competición y optó por cambiar de deporte y pasarse al atletismo. Y entonces comenzó su despegue.
Su primera competición fue la carrera de la Mercé en Barcelona, y la ganó. Los clubes se la rifaban. Fichó por uno de ellos -el Calella- cuando ya tenía cuatro hijos, que le acompañaban a todas las carreras, y a los que inculcó el amor por el deporte. Uno de ellos, Marc, se ha convertido en fisioterapeuta de los mejores corredores de fondo a nivel mundial, y se encuentra en Kenia trabajando para figuras como Kenenisa Bekele. Tuvo de quien aprender: María llegaría en poco tiempo a convertirse en una de las mejores fondistas del atletismo español de los años 80 y 90.
“Mis mejores marcas las hice entre mi quinto y mi sexto hijo. Los científicos dicen que con cada embarazo el cuerpo se resiente, pero ése no fue mi caso. Hice mis mejores tiempos en maratón, media maratón, 3.000 y 5.000 metros. En 10.000 metros hice la segunda mejor marca de Cataluña en pista, y con el equipo de cross quedamos subcampeonas de España”, rememora mientras muestra varios de sus trofeos.
Cada año, su marido y sus hijos la acompañaban a los campeonatos de España. Hasta que un año María no subió al podio sola. Uno de sus hijos se subió también a la tarima de los vencedores en el mismo campeonato. Su pasión por el atletismo le llevó incluso a plantearse solicitar una excedencia en La Caixa, donde trabajaba, para dedicarse por completo a este deporte, aunque finalmente lo descartó.
“Mi marido me animaba mucho, y pude hacerlo porque la casa la llevábamos entre los dos. Yo no sé cocinar; no sé hacer guisos. Quizás un huevo frito. Desde que nos casamos cocina mi marido. También repartíamos el cuidado de los niños. Había momentos en los que era difícil compaginarlo todo, pero hablábamos mucho y acabamos organizando todo para que todos, también los niños, pudiéramos hacer deporte”, recuerda María.
Para ella hacer compatible la familia con su pasión deportiva era algo completamente normal. “Si fuera un hombre a nadie le sorprendería que tuviera un trabajo y además afición a un deporte”, considera.
“La mujer, con toda su feminidad, no tiene que agachar la cabeza”, argumenta María, que desde pequeña competía por igual con chicos y chicas. Fue corriendo con uno de sus hijos como conoció el Opus Dei, que le ayudó a verle a la vida un sentido más sobrenatural y a santificarse con su trabajo, “lo que mi marido y yo habíamos hecho siempre: trabajar”.
María Rosa Infante, profesora e investigadora del CSIC
La carrera científica de María Rosa comenzó cuando tenía apenas 22 años, gracias a la orientación de un amigo, que la introdujo en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Allí ha ocupado diferentes cargos de responsabilidad y ha dedicado su vida a la química sostenible, elaborando productos no contaminantes para el sector industrial.
Como responsable de grupos de investigación, siempre tuvo claro que quería equipos de hombres y mujeres. “Es bueno que trabajemos juntos porque ambos aportamos. Pero tenemos que trabajar ocho horas. Porque después del trabajo tenemos una familia que atender. Ellos y ellas”, mantiene.
“El trabajo y la familia tenían que ir de la mano, porque interaccionan mutuamente; si la familia va bien el trabajo va bien, y viceversa”
Con este planteamiento, María Rosa fomentó siempre que las personas de su equipo pudieran hacer compatible su dedicación a la ciencia y a las tareas familiares. “El trabajo y la familia tenían que ir de la mano, porque interaccionan mutuamente; si la familia va bien el trabajo va bien, y viceversa”, incide. De hecho, en su grupo de investigación, formado por una decena de personas, los investigadores fueron teniendo hijos y siguieron siendo productivos. “Éramos tan productivos como otros que no tenían obligaciones familiares y podían quedarse en el trabajo todo el tiempo del mundo”, recuerda.
María Rosa se casó con un marino mercante, y tuvieron tres hijos. Las continuas ausencias de su marido hacían más complicada la organización de la casa, pero eso no fue obstáculo para que se lanzase a hacer un postdoctorado en Londres y se llevase a su familia con ella. “La mujer, a veces, se pone ella misma los límites. Yo he tenido tareas de responsabilidad y también una familia, y vas colocando todo”, afirma, ya jubilada.
“Si hay algo que tiene el investigador es vocación. Esa vocación te mantiene entusiasmada y buscas el tiempo donde sea”, explica. A ella también le sirvió de estímulo el espíritu del Opus Dei en su labor científica y en su papel como madre de familia. “Cambié totalmente de mentalidad: el trabajo, que había hecho con más amor propio, más para mí, lo vi como un servicio a los demás –recuerda–. Me di cuenta de que las personas que tenía alrededor eran lo más importante, y no los resultados. El trabajo era para Dios y siempre estaba recompensado. Y aprendí a trabajar por amor a la verdad, a no dejarme llevar por el éxito, y transmitir a otros que lo importante no era el gran artículo en la revista científica, sino buscar la verdad. Trabajando así hemos sido felices hombres y mujeres”.
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