Conciliar familia y trabajo

El remedio —costoso como todo lo que vale— está en buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo.

En ocasiones la mujer no está segura de encontrarse realmente en el sitio que le corresponde y al que está llamada. Muchas veces, cuando hace un trabajo fuera de su casa, pesan sobre ella los reclamos del hogar; y cuando permanece de lleno dedicada a su familia, se siente limitada en sus posibilidades. ¿Qué diría usted a las mujeres que experimentan esas contradicciones? ¿Qué diría a las personas que encuentran dificultades para conciliar su vida profesional y familiar?

Ese sentimiento, que es muy real, procede con frecuencia, más que de limitaciones efectivas —que tenemos todos, porque somos humanos— de la falta de ideales bien determinados, capaces de orientar toda una vida, o también de una inconsciente soberbia: a veces, desearíamos ser los mejores en cualquier aspecto y a cualquier nivel. Y como no es posible, se origina un estado de desorientación y de ansiedad, o incluso de desánimo y de tedio: no se puede estar en todas las cosas, no se sabe a qué atender y no se atiende eficazmente a nada. En esta situación, el alma queda expuesta a la envidia, es fácil que la imaginación se desate y busque un refugio en la fantasía que, alejando de la realidad, acaba adormeciendo la voluntad. Es lo que repetidas veces he llamado la mística ojalatera, hecha de ensueños vanos y de falsos idealismos: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo!

El remedio —costoso como todo lo que vale— está en buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo: el trato con Dios, mediante una vida interior auténtica. Si, viviendo en Cristo, tenemos en El nuestro centro, descubrimos el sentido de la misión que se nos ha confiado, tenemos un ideal humano que se hace divino, nuevos horizontes de esperanza se abren ante nuestra vida, y llegamos a sacrificar gustosamente no ya tal o cual aspecto de nuestra actividad, sino la vida entera, dándole así, paradójicamente, su más hondo cumplimiento.

El problema que planteas en la mujer, no es extraordinario: con otras peculiaridades, muchos hombres experimentan alguna vez algo semejante. La raíz suele ser la misma: falta de un ideal profundo, que sólo se descubre a la luz de Dios.

En todo caso, hay que poner en práctica también remedios pequeños, que parecen banales, pero que no lo son: cuando hay muchas cosas que hacer, es preciso establecer un orden, es necesario organizarse. Muchas dificultades provienen de la falta de orden, de la carencia de ese hábito. Hay mujeres que hacen mil cosas, y todas bien, porque se han organizado, porque han impuesto con fortaleza un orden a la abundante tarea. Han sabido estar en cada momento en lo que debían hacer, sin atolondrarse pensando en lo que iba a venir después o en lo que quizá hubiesen podido hacer antes. A otras, en cambio, las sobrecoge el mucho quehacer; y así sobrecogidas, no hacen nada.

Ciertamente habrá siempre muchas mujeres que no tengan otra ocupación que llevar adelante su hogar. Yo os digo que ésta es una gran ocupación, que vale la pena.

A través de esa profesión —porque lo es, verdadera y noble— influyen positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos, en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces que la de otros profesionales. Y no digamos cuando ponen esa experiencia y esa ciencia al servicio de cientos de personas, en centros destinados a la formación de la mujer, como los que dirigen mis hijas del Opus Dei, en todos los países del mundo. Entonces se convierten en profesoras del hogar, con más eficacia educadora, diría yo, que muchos catedráticos de universidad.

Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 88