Todo empezó cuando un amigo me propuso quedar para almorzar con algunos conocidos suyos. Sinceramente, no tenía mucho interés. Estaba muy atareado con unas prácticas de laboratorio y lo último que me apetecía era dedicar dos horas a una actividad como comer, algo que podía hacer en diez minutos en mi casa. Sin embargo, por aquello de no hacer un feo a mi amigo, acepté.
Al llegar me presentó a sus conocidos, cuyos nombres entraron por un oído y salieron por el otro. Todos, menos uno: Melanie. Aunque nos sentaron en lugares de la mesa alejados uno de otro, no pude quitármela de la cabeza. Externamente parecía que estaba siguiendo la conversación que tenía al lado, pero por dentro iba dando vueltas a la impresión que le había causado: ¿se habría fijado en mí?, ¿le apetecería quedar un día a tomar algo? La comida pasó volando y ella se fue sin que pudiera hacerle esas preguntas. «Adiós a la chica de mis sueños», pensé.
Antes podía pasar horas asomado al microscopio, diseñando experimentos para medir la densidad de colonias bacterianas presentes en el ambiente o investigando sobre las propiedades medicinales de una planta tropical. Ahora, no podía sacarme a esa chica de la cabeza.
Pasado algún tiempo, fui a la Misa que se suele organizar por la fiesta de san Josemaría y, ¡allí estaba! No lo podía creer. A aquellos dos encuentros se sumó un almuerzo en las faldas del volcán Irazú, el más bello de Costa Rica. Por fin, al encontrármela en una charla para jóvenes sobre temas provida, decidí actuar. Nos hicimos novios. Dos años después, y con una estancia mía en el extranjero para hacer una pasantía de por medio, nos casamos. Aquel día se me cansaban los músculos de la cara de tanto sonreír. Melanie estaba apenas graduándose de la carrera de Medicina y yo acababa de encontrar trabajo en un laboratorio y empezaba a dar clases en la universidad.

Así de jóvenes nos lanzamos a la aventura. Una vez casados el camino parecía bastante claro: avanzar en el mundo profesional, instalarse en una casa en propiedad e ir viendo crecer a la familia poco a poco.
A los dos nos podría ayudar un poco de orden y tranquilidad, pero en cuanto llegó nuestro primer hijo nuestra expectativa se esfumó. Josemaría necesitaba tiempo, alteraba nuestros horarios de sueño y nos requería dedicar esfuerzo extra a nuestra vida laboral. Melanie tuvo que interrumpir por unos meses su trabajo de especialización en el hospital por baja maternal. Sin embargo, la mirada de aquel niño, su sonrisa o sus primeros pasos hacían que todo valiera la pena. Tan es así que, años después, cuando Melanie presentó su proyecto final de especialización delante de un auditorio con decenas de personas, en la zona de familiares estábamos cinco: Josemaría, Juan Ignacio, Javier, María Paula y yo. Todos escuchando atentamente a su mamá como si fuéramos los más entendidos en la materia.
Graduada mi esposa, no nos llegó la vida ordenada que esperábamos. Recuerdo ocasiones en que tenía que salir con todos los hijos en plena noche para que ella pudiera dar el pecho al más pequeño. Otra noche en que Melanie estaba en el hospital, decidí ir a visitarla. Podría llevarle algo de comer y alegrarle la guardia. Como no podía dejar a los niños solos en casa, decidí traerlos conmigo. Al final nos encontramos los seis cenando sándwiches apretados en el asiento de atrás de nuestro Nissan Tiida en medio del parqueo del hospital. El automóvil terminaba lleno de migas y no faltaban las miradas curiosas. Como fue un éxito, de vez en cuando lo repetíamos. Más de una vez tuvimos que llevar a algún hijo a urgencias. Claro que, como los dos nos dedicamos a profesiones relacionadas con la salud, sabíamos lo que había que hacer. Aun así, los desvelos y la preocupación de un padre no desaparecen.

Los hijos crecieron y mi esposa ya estaba más establecida. La consulta de Melanie iba aumentando con tiempo y esfuerzo. Una cierta tranquilidad, por fin, parecía asomarse. Fue entonces cuando mi esposa encontró un trabajo de especialista en un hospital en la frontera entre Costa Rica y Panamá. Era la mejor opción para la familia y decidimos ir adelante. Nueva ciudad, nueva gente, nuevos colegios. En mi caso supuso reconvertirme profesionalmente: de trabajar en un laboratorio y en una de las mejores universidades del país, pasé a preparar meriendas, llevar y recoger a los niños de la escuela y encargarme de ir al supermercado. En la frontera eran escasos los comercios, la oferta cultural o la infraestructura de carreteras y transporte en comparación con San José. Tampoco había ningún centro de la Obra. Aunque al ser un lugar de paso de mercancías y de gente, de vez en cuando se presentaba algún sacerdote de la Obra. La operación en estos casos estaba bien estudiada. Un paseo con los niños a un parque poco concurrido se convertía en una oportunidad para mí de conversar tranquilamente caminando con el sacerdote mientras mis hijos jugaban en los alrededores.
La vida fronteriza también se acabó y regresamos a la capital. La búsqueda de trabajo se juntó con la espera de Luciana, la quinta. Después no tardaron en llegar Tomás y Julio, que llevaron a la familia a ocupar una van completa. Mis amigos me preguntan cómo hago para encargarme de tantos niños y educarles bien. Parecería que el tiempo se divide y puedes dedicar menos a cada hijo. Esta pregunta me la respondió Tomás, uno de mis pequeños. Paseando por la casa un sábado, me lo encontré en su cuarto. Estaba sumamente concentrado colocando de forma centrada la sábana en su cama. No dije nada y observé. A continuación metía la sábana por debajo del colchón y ahuecaba la almohada. Quedé sumamente sorprendido y le pregunté: «Tomás, ¿qué haces?». Él me respondió: «La cama. Si mis hermanos mayores lo hacen, ¿por qué yo no?». No tuve más palabras.
Al salir a la calle los nueve, solemos ser objeto de miradas, y algunas señoras mayores e indiscretas le preguntan a mi esposa si son todos nuestros. Ella les responde que sí y les pide que recen por nosotros. La respuesta muchas veces es algo así como: «¡Qué familia más valiente!»

La tranquilidad no caracteriza la casa de una familia de nueve… y tampoco su trabajo. Melanie está utilizando videollamadas para atender consultas y así poder llegar a más pacientes. También se está especializando en ayudar a familias jóvenes. Al conocer nuestra historia, terminan preguntándole no solo por enfermedades, sino también por cómo hacer para criar a los hijos. Yo acabo de terminar un curso sobre growth marketing y estoy incursionando en el mundo de la inteligencia artificial para formación en farmacia. Al mismo tiempo soy regente en una farmacia, profesor en dos universidades y trabajo en un laboratorio como especialista en control de calidad de medicamentos en Costa Rica.
Hace poco cumplimos trece años de casados y, al ver con perspectiva, me doy cuenta de cómo aún dentro del caos nuestros hijos salen adelante muy felices. Los mayores nos ayudan en casa, los pequeños absorben como esponjas, y a cada nuevo reto Melanie y yo respondemos como equipo poniendo todo de nuestra parte y dejándonos sorprender por Dios, que siempre nos acompaña.
