Meditaciones: domingo de la 15.ª semana del Tiempo ordinario (ciclo B)

Reflexión para meditar el domingo de la decimoquinta semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la respiración del cristiano; el valor infinito de los dones divinos; el apostolado, caridad que sobreabunda.

- La respiración del cristiano.

- El valor infinito de los dones divinos.

- El apostolado, caridad que sobreabunda.


«NO SOY profeta ni hijo de profeta» (Am 7,4). Esta frase se ha hecho proverbial. La pronunció Amós cuando, como se cuenta en la primera lectura de la Misa, el sacerdote del templo real de Betel trataba de convencerle de que no predicase en Israel. En respuesta, Amós le explica que él es un hombre del todo normal, ganadero y cultivador de sicomoros. Si profetiza es porque Dios irrumpió en su vida y le confió esa misión, no porque se considere con cualidades de sabiduría o elocuencia, ni porque pertenezca a una clase especial de personas dentro del pueblo elegido.

Así como Amós era profeta por designio divino, con la gracia del Bautismo los cristianos hemos sido llamados a participar de la misión profética de Cristo. Nuestra vida tiene un sentido de misión. Nos sabemos enviados por el Señor para llevar su amor a quienes tenemos en torno. El Espíritu Santo nos impulsa a actuar en cada momento de acuerdo con esa misión que da contenido y sentido a nuestra vida. El apostolado no ocupa solo determinados tiempos o aspectos de nuestra existencia, sino que «es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual»[1]. Como señala el prelado del Opus Dei: «No hacemos apostolado, ¡somos apóstoles!»[2]. Y lo somos porque el Señor ha confiado a todo bautizado esa tarea como dimensión esencial de su vida. Así lo recordaba san Josemaría a los fieles de la Obra: «No olvidéis, hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo»[3].

En la segunda lectura, se lee el himno que san Pablo escribió al comienzo de su carta a los Efesios. Se trata de una plegaria de bendición dirigida a Dios Padre, en la que se considera la vocación del cristiano a la santidad y se habla del plan divino de salvación, que culminará en la plenitud de los tiempos con la recapitulación «en Cristo de todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra» (Ef 1,10). El Señor, concediéndonos el don de la filiación divina, nos ha invitado a colaborar en este designio de salvación para toda la humanidad: «Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura que ha de informar la masa entera»[4].


«LLAMÓ A LOS DOCE y comenzó a enviarlos» (Mc 6,7). Hasta entonces los apóstoles, junto con otros discípulos, habían acompañado a Jesús cuando recorría las aldeas y escuchado sus enseñanzas. Ahora el Señor quiere contar con su colaboración para que prediquen en su nombre, expulsen a los demonios y curen a los enfermos. En otra ocasión similar, les había aconsejado que, ante todo, pidieran la ayuda divina: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2). Esta vez, en cambio, pone el acento en el desprendimiento que debe caracterizar la vida del apóstol.

«Les mandó que no llevasen nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y que no llevaran dos túnicas» (Mc 6,8-9). Jesús quiere dejar claro a sus discípulos que, a la hora de evangelizar, ellos son instrumentos de Dios. Por tanto, el fruto no depende en mayor medida de los medios humanos a su disposición, de las cualidades que posean o de las estrategias que planifiquen, por muy geniales que sean. Todo eso, ciertamente, puede servir si se pone al servicio de la misión, pero también podría convertirse en un obstáculo que ralentiza o incluso contradice el diseño divino. Siempre nos conviene volver a considerar nuestra pequeñez y la grandeza de Dios, para que resplandezca el valor infinito de los dones con los que nos ha enriquecido; y para que nos resulte clara la importancia relativa de aspectos que una mentalidad humana tiende a poner en primer plano: los bienes materiales, el dominio, el prestigio, el halago de los sentidos...

Con la ayuda del Señor, quien desea hacer un amplio y profundo apostolado amará de todo corazón la pobreza, la templanza, la sobriedad, la sencillez... La presencia de estas virtudes en su vida le harán auténtico y creíble. Así, podrá ayudar a muchas almas a acercarse a Dios porque trasmitirá, en primer lugar, la alegría de quien procura poner a Jesús en el centro de la propia vida: «Los destinatarios de la evangelización no son solamente los otros, aquellos que profesan otros credos o que no los profesan, sino también nosotros mismos, creyentes en Cristo y miembros activos del Pueblo de Dios. Y debemos convertirnos cada día, acoger la palabra de Dios y cambiar de vida: cada día. Y así se hace la evangelización del corazón»[5].


JESÚS ENVÍA a los apóstoles «de dos en dos» (Mc 6,7). Con esto, como afirma entre otros san Gregorio Magno, quería poner de manifiesto la relación que existe entre apostolado y caridad: «Los mandamientos de la caridad son dos: el amor de Dios y el del prójimo. El Señor envía a predicar a sus discípulos de dos en dos para sugerirnos, aunque sin decirlo, que el que no tiene caridad para con los demás no debe, de ninguna manera, iniciar el ministerio de la predicación»[6].

Con la misma convicción, san Josemaría enseñaba que «el principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?»[7]. El apostolado no es otra cosa que el desbordarse de la caridad con todas las personas que encontramos en nuestra vida, empezando por los más cercanos. Por eso, para un cristiano corriente el apostolado comienza en la familia. Por ejemplo, con el amor mutuo, lleno de delicadeza, entre el marido y la mujer: su testimonio de unidad y entrega mutua es el principal medio con el que Dios cuenta para transmitir la fe a los hijos. Y también es apostolado la atención y el servicio a los demás en el trabajo, en las relaciones sociales, en los distintos ámbitos comunitarios, en el deporte u otros momentos de ocio...

A partir de la caridad, tanto en el propio hogar como en otros ámbitos, nacerán e irán creciendo de modo natural amistades con muchas personas. Este será el cauce para dar razón de nuestra esperanza a todo el que la pida, siempre con mansedumbre y respeto (cfr. 1 Pe 3,15-16). De este modo, como escribió san Josemaría, soñando en los frutos con largo alcance de este apostolado capilar, «contribuiremos a que desaparezcan suspicacias y rivalidades, entre los católicos que trabajan juntos; empaparemos de espíritu cristiano el mundo de la industria y del comercio; ayudaremos a dar unidad al pensamiento moderno, para defensa y servicio de Jesucristo y de su Iglesia; procuraremos hacer comprender a los católicos que ninguna diferencia de costumbres, razas o lenguas puede separar a los que son uno en Cristo Jesús; trataremos con delicada caridad a todas las almas, sin distinción de estirpe ni de credos –dentro del orden debido–, acercándolas al Señor Dios Nuestro con esa luz y ese calor de nuestra vida cristiana; cooperaremos a crear un ambiente de serenidad, de limpieza y de comprensión en las relaciones internacionales, que facilitará la labor del Espíritu Santo en las mentes y en la vida de los estadistas, y traerá la paz y el bienestar a los pueblos»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que, con el calor de la caridad bien custodiada en nuestra vida cotidiana, sepamos trasmitir a muchas personas la luz y el calor de la fe.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 122.

[2] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 9.

[3] San Josemaría, Instrucción 19-III-1934, n. 27, citado en Camino, edición crítico-histórica, nota al n. 942.

[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 120.

[5] Francisco, Audiencia, 23-III-2023.

[6] San Gregorio Magno, Homilías sobre el evangelio, 17.

[7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 226.

[8] San Josemaría, Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, 96, 1, citado en A. Aranda, «Identidad cristiana y configuración del mundo. La fuerza configuradora de la secularidad y del trabajo santificado», en AAVV, La grandezza della vita quotidiana. Vocazione e missione del cristiano in mezzo al mondo, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2002, p. 198.