En mi familia siempre hemos procurado vivir las obras de misericordia. De alguna manera –a veces de forma individual, otras como plan conjunto–, nos hemos implicado siempre en iniciativas de la parroquia, el club o el colegio para ayudar a los más necesitados. Sin embargo, un día, después de una charla en el centro del Opus Dei al que asisto, salí tocado. Algo dentro de mí me decía que no bastaba, que aún me faltaba algo. Fue entonces cuando caí en la cuenta. Me quedaba una obra de misericordia por vivir: visitar a los presos.
Todo me indicaba que había llegado el momento de visitar a esos encarcelados. Pero el miedo, la desgana y la comodidad me susurraban al oído que esa obra de misericordia podía esperar.
Tras aquella charla, no podía quitarme de la cabeza la idea de compartir mi tiempo con presidiarios. Encendía la televisión, veía la noticia de que alguien había sido condenado a pena de cárcel e inmediatamente me asaltaba ese pensamiento. Abría una novela, leía cómo el protagonista acababa entre rejas y volvía otra vez. Encima, me di cuenta de que pasaba todos los días frente a uno de los centros penitenciarios de ciudad de Guatemala. Todo me indicaba que había llegado el momento de visitar a esos encarcelados. Pero el miedo, la desgana y la comodidad me susurraban al oído que esa obra de misericordia podía esperar. Dejé pasar el tiempo… y la inquietud desapareció.
Un día, mientras iba en bicicleta, tuve un accidente y me fracturé la clavícula. Me vi obligado a guardar estricto reposo en casa. Acostumbrado como estaba a caminar y correr kilómetros cada día, aquella inmovilidad me resultaba una tortura. Esta situación hizo resurgir la idea de visitar a los presos. Si yo, por unas semanas encerrado en casa, ya me desesperaba…, ¿qué derecho tenía a quejarme, sabiendo lo que vivían ellos? De nuevo despejé ese pensamiento con la excusa de que en mi actual estado de salud no podía hacer mucho.

Familia de Alkalá
Ya solo faltaba que el perro se pusiera de pie y con voz humana me dijera: «¿A qué estás esperando, Alkalá?».
Poco a poco fui recuperándome. Empecé a salir, primero solo para ir a Misa. Luego me animé a ir a la panadería. Finalmente, me atreví a sacar al perro. Caminábamos sin rumbo fijo, dejando que fuese él quien guiara el paseo. Uno de esos días, mi querida mascota hizo una parada técnica. Me puse entonces a mirar a mi alrededor y caí en la cuenta de que estábamos en la puerta de entrada de la cárcel. Más claro, imposible. Ya solo faltaba que el perro se pusiera de pie y con voz humana me dijera: «¿A qué estás esperando, Alkalá?».
A la semana siguiente me presenté –esta vez sin el perro– en la puerta de la cárcel. Los agentes de seguridad revisaron mis datos y me preguntaron a quién quería visitar.
–En realidad, a nadie en concreto. Simplemente me gustaría conversar con los presos.
Traté de explicar que era un católico corriente que desea acompañar a personas que sufren. El guardia me miró con cara de «hay gente para todo».
Tras pasar un segundo control, accedí al recinto. A lo lejos vi a un grupo de hombres reunido. Uno fumaba con desgana, otro mascaba chicle a cámara lenta, y el de más allá abría y cerraba su zippo con la destreza de un mago. Todos miraban fijamente al infinito, en espera de no se sabe qué.
Me preguntaba si realmente tenía sentido que estuviera en un sitio así cuando de repente oí detrás de mí una voz familiar:
–¡Hombre, Alkalá! ¿Tú qué has hecho para acabar aquí?
Me invitó entonces a su celda, y llamó a tres de sus compañeros, con los que comenzamos a charlar. La conversación fluía sin esfuerzo, saltando de lo divino a lo humano sin previo aviso.
Me giré y vi que se trataba de una persona con la que había coincidido años atrás en el trabajo. No es que fuésemos amigos íntimos, pero encontrar una cara conocida en ese contexto fue como recibir un salvavidas. Mi compañero, sin embargo, no estaba allí por libre iniciativa. En cuanto le expliqué por qué me encontraba ahí respiró aliviado, pues creía que me habían detenido. Me invitó entonces a su celda, y llamó a tres de sus compañeros, con los que comenzamos a charlar. La conversación fluía sin esfuerzo, saltando de lo divino a lo humano sin previo aviso. Podíamos estar hablando del perdón y, segundos después, enzarzarnos en una discusión acalorada sobre el penalti que le pitaron al equipo de uno de ellos la semana anterior.

Con mi familia
Quedamos en vernos cada jueves por la mañana. Yo expondría un tema relacionado con la fe cristiana y ellos me podrían hacer todas las preguntas que quisieran. Procuraba cuidar la preparación de esas charlas de la mejor manera posible, tratando de ser delicado pero, a la vez, claro. Por supuesto, también acudía al Espíritu Santo para que me ayudara a dar con las respuestas adecuadas a las inquietudes que me planteaban.
Ya en la tercera visita éramos doce. Poco a poco, el grupo fue creciendo. Mis visitas dejaron de ser una sorpresa: me esperaban y venían con preguntas sobre temas anteriores. Además de los encuentros semanales, logré que el sacerdote de mi parroquia viniera de vez en cuando a celebrar la Misa y a confesar. Un día, incluso, vimos todos juntos un partido de fútbol.
Ahora entiendo que no era una simple ocurrencia: era una llamada a acompañar a Cristo encarcelado.
Algunos de los que formaron parte del grupo inicial salieron de la cárcel con libertad condicional. Entonces comenzó una nueva etapa: acompañarlos fuera. La reintegración no es fácil. Los antiguos amigos a menudo los miran con recelo, algunos familiares no les dirigen la palabra por vergüenza, y muchas empresas se niegan a contratarlos. He aprendido que confiar en ellos en ese momento es decisivo: si saben que alguien les quiere, encuentran la fuerza para salir adelante.
Durante mucho tiempo, aquella idea no me había dado tregua. Me perseguía en las noticias, en las novelas, en los paseos, como una invitación silenciosa que no sabía bien cómo interpretar. Ahora entiendo que no era una simple ocurrencia: era una llamada a acompañar a Cristo encarcelado. Y nada da tanta paz como decir que sí a los planes de Dios.