Me llamo Alberto, nací en Gaia (Portugal) y tengo 52 años. Mi familia es de orígenes humildes: mi padre era pescador y mi madre, pescadera. Ella vendía lo que él pescaba.
De joven fui atleta. Entrenaba todos los días en una pista de tierra con zapatillas con pinchos. Competí en carreras de velocidad e incluso fui a los Campeonatos Nacionales. Mi especialidad eran los 100 metros.
Nací en una familia católica, pero a los 12 años dejé de ir a misa. Sólo iba a los funerales. Recuerdo la visita del Papa Juan Pablo II a Oporto, las imágenes de su llegada en helicóptero a Serra do Pilar... Mi madre estaba feliz, pero a mi aquello me dejaba indiferente.
También me gustaba mucho la informática. Cuando tenía 13 años tuve mi primer ordenador personal. Un día le pedí a mi madre un PC Timex Sinclair ZX81 con 8KB de memoria para Navidad. Hoy, cualquier reloj de pulsera o una simple calculadora tienen más memoria y mucha más potencia de cálculo que ese PC.
También me gusta mucho el cine. Soy un gran fan de Star Wars. De joven, cada vez que salía una nueva película, ahorraba dinero para ir al cine a verla.
Una estrecha relación con el mar
No tenía mucho tiempo libre. Mi padre siempre me pedía que le acompañara en el barco de pesca durante las vacaciones de Navidad, Semana Santa y verano. Me dijo que era para formarme y que, si suspendía el curso escolar, podría trabajar como pescador.
Siempre he tenido una estrecha relación con el mar. Si suspendía los exámenes, sabía que iría a trabajar en el barco. Pescábamos en el río y en el mar, siempre en la desembocadura del río Duero o en la costa de Oporto. Crecí como un niño entre gente acostumbrada al mar, pasando noches esperando una buena pesca. Un día, un barco se hundió junto a nosotros. Nunca lo he olvidado: murieron tres personas y pensé: “¿Por qué ellos y no yo?”. El tema de la muerte nunca lo consideré . Era un tema que no me preocupaba. Vivía en el presente. Vivía el momento. No pensaba en el futuro. Me sentía el centro de todo, no necesitaba a Dios.
Estos pensamientos se sumaron al consejo de mi padre: “Estudia para no ser un pescador como tu padre”. Mi padre insistía en que yo debía ser médico, y por eso quise esforzarme en mis estudios. Estudié hasta el 12º año en la Escuela Secundaria.
Tenía poca doctrina católica y mi alejamiento de la fe me llevaba a tener sentimientos hacia los demás que no siempre eran los correctos. Con el paso de los años, no me di cuenta de lo mucho que me había alejado de Él. Cuando algo salía mal, la explicación más fácil era atribuirlo al “destino”.
Conocí a Carla, mi futura mujer, a través de otros amigos, cuando tenía 18 años. Empezamos a salir juntos en la playa de Salgueiros. Nos entendíamos muy bien. Así que era normal que fuéramos cogidos de la mano, a veces le ofrecía unas flores (tulipanes amarillos), otras veces íbamos al cine (a ver Star Wars, siempre que era posible) o nos tomábamos un helado en las tardes de verano. Naturalmente, surgió la propuesta de matrimonio y acabamos casándonos en la iglesia de Cedofeita a los 25 años.
La voz de Dios
Pronto decidí empezar a trabajar en la secretaría de una universidad de Oporto y, más tarde, en el hospital de Santo António, con la idea de continuar mis estudios más adelante. En 1991, me llamaron para trabajar en un banco.
En la oficina de ese banco conocí a Fernando. Durante la comida o el café, hablábamos de todo. Un día me invitó a ver unos vídeos de un santo: aquel fue mi primer contacto con san Josemaría. Disfruté de la experiencia y de conocer a otras personas que tenían buena formación cristiana. En 1998, hice mi primer curso de retiro espiritual. Leí el libro “La fe explicada”, de Leo J. Trese. Esa lectura y el silencio me permitieron volver a escuchar la voz de Dios.
En el retiro, había un sacerdote disponible para confesar, pero me daba vergüenza decirle que no sabía confesarme. Hablé con él, pero no me confesé. Sólo le hice algunas preguntas sobre el libro que estaba leyendo. Durante ese retiro, alguien me regaló un rosario de madera, y aproveché para pedirle al sacerdote que lo bendijera. Todavía lo llevo conmigo hasta el día de hoy.
En ese retiro aprendí a rezar el Padre Nuestro y el Ave María, oraciones que había olvidado. Al finalizar esos días de oración, me quedé el último en la capilla, cerca del altar. Quería agradecerle a Dios esos días.
Tenía ganas de ver de nuevo a mi familia, pero también de seguir en aquel lugar. Se estaba muy bien junto a Dios. Entré a mi casa con una enorme sonrisa y una alegría que no podría explicar. Ya nada volvió a ser como antes.
"Algún día tendrá que ser...”
El tiempo nos moldea y, sin darnos cuenta, somos inevitablemente diferentes, menos jóvenes, más maduros. Recuerdo un pequeño libro, que aún conservo, en el que se explicaba el rito de la confesión. Yo pensaba: “Algún día tendrá que ser...”.
Mi amigo, Fernando, me animaba a fiarme de Dios. Así que un día tomé la decisión de confesarme. No lo había hecho en los últimos 18 años. Estaba nervioso e incluso avergonzado, aunque ya conocía al sacerdote y tenía confianza con él. Me pude preparar bien en el oratorio, con la ayuda de algunas preguntas para hacer examen de conciencia.
Ese día fue inolvidable. Ante mi asombro, el sacerdote me dijo que como penitencia podía rezar un Padrenuestro y dos Avemarías. Yo pregunté: “¿Y nada más?”.
Empecé a participar de nuevo en Misa, y nunca me he sentido tan feliz en mi vida. También pensé que no podía guardar ese remedio sólo para mí. Recuerdo que un compañero de trabajo, con el que ni siquiera congeniaba mucho, me dijo que su padre estaba enfermo. Le dije que iba a rezar por él y me contestó: “¿Pero rezar sirve para algo?”. Le contesté: “Para Dios no hay imposibles”. Dos semanas después, su padre salió del hospital y él me llamó enseguida para darme las gracias.
Otro amigo perdió a su mujer. Intenté animarle: “Si creemos en Dios, tenemos que ver la vida como un pasaje. Esto es un hasta luego”. Me miró y me dijo: “Quizá tengas razón”.
Hoy soy cooperador del Opus Dei. Recuerdo que en el oratorio del centro de la Obra donde me confesé, lloré mucho. Yo había “dejado” a Dios durante 18 años. Sin embargo, Él siempre ha estado ahí y ahora ya sé que me acompaña.