Cuando leéis el Santo Evangelio y veis que el Señor les habla con parábolas, os acordáis de cuando ponía ejemplos a vuestros niños, a vuestros hijos pequeños.
Yo me acuerdo de cuando, no sé si lo habréis hecho vosotros de niños... Yo sí. Yo he sido un trasto.
Como vosotros, a lo mejor no, pero yo sí. Y yo me escapaba a la cocina. Me decían que no debía ir, pero había allí, en la cocina, dos cosas buenas.
Una cocinera que se llamaba María, que era muy buena, que sabía siempre el mismo cuento. Un cuento de ladrones, pero de ladrones simpáticos.
Y además, había unas patatas fritas colosales. Las dos cosas las tenía yo vedadas: oír el cuento —porque le decíamos: “No, cuéntanos un cuento, no, sino: oye María, cuéntanos el cuento”.
Sabíamos que ella no sabía otro. Lo sabía decir tan bien que siempre nos parecía nuevo.
Y las palabras de Dios, hijas mías, son siempre palabras viejas y palabras nuevas.
La Iglesia de Dios y los sacerdotes de Dios, desde hace veinte siglos, predicamos lo mismo.