Ítaca es algo más que una isla en el mar Jónico. Es el paraíso donde Ulises vivía feliz con Penélope y su hijo Telémaco. La tierra dulce de la infancia que un día le vio irse y, décadas después, le vio volver. Homero relató en La Odisea la aventura larga, ardua y peligrosa del héroe. Desde entonces Ítaca es el símbolo del viaje que te devuelve a casa.
Nuestros protagonistas vivieron su infancia en la Iglesia, en el terreno fértil y gozoso de la fe. Pero un día, como Ulises, decidieron abandonar Ítaca y estuvieron lejos mucho tiempo. Para algunos, la ausencia significó el abismo; para otros, el vacío; para todos, la nostalgia. Algunos renegaron de Ítaca, otros simplemente la olvidaron, algunos se quedaron por los alrededores. Pero todos, llegado un momento, decidieron volver. Regresar a la Iglesia. Pisar tierra firme.
LEJOS
Se ha marchado sin que nadie lo viera, sin que nadie le oyera, y a mí sólo me ha legado dolores y lágrimas…
(Canto I – La Odisea)
NOSTALGIA
No se habían secado sus ojos del llanto, y su dulce vida se consumía añorando el regreso…
(Canto V – La Odisea)
INFLEXIÓN
Ahora te ordena que lo devuelvas lo antes posible, que su destino no es morir lejos de los suyos, sino ver a los suyos y regresar a su casa de elevado techo y a su patria.
(Canto V – La Odisea)
REGRESO
Respóndeme también a esto con la verdad, para cerciorarme bien si esta tierra, a la que he llegado, es Ítaca como me ha dicho ese hombre con quien me he encontrado al venir aquí.
(Canto XXIV – La Odisea)
LOS HIJOS DE ÍTACA
ROSA | ÁFRICA | JOSÉ |
ÁNGEL | MARÍA | MANUEL |
ROSA
Yo hacía todo por cumplir, por quedar bien. Me sentía obligada.
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Rosa es una mujer elegante, de esas a las que uno no le pregunta la edad. La primera vez que le cambió la vida salía a la calle de Gastón de Bearne, en Zaragoza, cabreada. Muy cabreada. Aquella frase que acababa de escuchar le comía las entrañas: “Hay cristianos que son farolillos encendidos y otros… están apagados”.
Nadie le había insinuado, ni siquiera sutilmente, que ella perteneciera al segundo grupo y entre todas las personas que estaban viendo aquel vídeo de san Josemaría, tampoco ninguna pareció sentirse tan interpelada como ella. Nunca se había sentido tan incómoda.
A partir de ese día ya nada fue igual porque no pudo parar de hacerse preguntas y, lo peor, sin llegar a ninguna respuesta clara. El cristal de su vida perfecta tenía de repente una rajita que le obsesionaba con la misma intensidad con que hasta ahora la había disfrutado.
¿Y por qué voy a estar apagada si tengo una vida estupenda? Me encanta mi trabajo, tengo una familia: un marido, unos hijos… Todo me va bien, disfruto, salgo con mis amigas, me voy al cine, hago teatro…
¿Y por qué voy a estar apagada si tengo una vida estupenda?
Precisamente el teatro, que había empezado como un divertimento, se había convertido casi en un voluntariado. Pusieron en marcha la pequeña compañía hace diez años, junto con otros padres y madres del colegio de sus hijos. Coincidieron aquellos tiempos con el inicio de la crisis, cuando empezaron a fallar las subvenciones y las ONG tuvieron que buscar otras fuentes de financiación. Y entre conocidos de unos y otros, llevaban decenas de funciones solidarias, recaudando fondos para niños con problemas motores, discapacitados intelectuales, Cáritas…
El mundo siguió girando y pasaron varios meses hasta que Dios volvió a golpear el corazón de Rosa, de repente pero, esta vez, para ponerlo en su sitio. Una buena amiga le contó que se había apuntado a unos ejercicios espirituales, una especie de retiro. ¿Por qué no vienes? Y allí aterrizó sin más pretensiones. Le pareció una buena oportunidad para tener paz, para relajarse, para leer… sin hacer comidas ni preparar la cena.
Y allí, sin más, Rosa descubrió el amor de Dios como una explosión. Es muy difícil, casi imposible, explicar lo que pasó. Todavía hoy se le pone la piel de gallina cuando lo recuerda: Es como si estoy en una habitación súper iluminada: tengo focos, luces… y, de pronto, me doy cuenta de que al fondo hay unas cortinas. Las descorro y entra la luz del sol, que lo inunda todo y eclipsa todas las luces que había en la habitación. Siguen estando ahí, pero ya no sirven. Fue una sensación que no es equiparable a nada.
Desde entonces, dice Rosa que todo es distinto y que las cosas se ven con otra luz, a través de otro filtro. Y eso que externamente su vida no ha cambiado. Vive como antes, como una equilibrista, pero ahora le acompaña siempre una red y, si se cae —que es inevitable— no pasa nada.
Su marido no se sorprendió cuando le explicó lo que le había pasado. Es más, se lo esperaba. Nosotros tenemos muchas conversaciones y me imagino que hay cosas que se notan. No se me olvidará nunca lo que me dijo: Si tú eres más feliz, toda la familia será más feliz. Y eso que esto es, como quien dice, de antes de ayer.
No es que tuviera la vida rota, ni que fuera una persona triste, ni que necesitara que Dios le quitara una piedra del zapato. Es que era una cristiana que cumplía, por quedar bien, por si al Dios de las alturas le daba por castigarla. Ahora ha descubierto que Dios ya no la mide por lo que hace mal, sino por lo que ama. Esta sensación me acompaña siempre, también porque la potencio y hago lo posible por acercarme a Él. Sentirme hija de Dios desde la eternidad, desde siempre… ¡cuando soy ya mayorcita!
Y pienso: ¿Esto cómo no lo he visto antes? Qué cabezota era…
ÁFRICA
Tengo todos los pecados. Menos matar, ponme uno de cada.
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En la legendaria isla de Ítaca se levantaba el hermoso palacio del héroe, Ulises, rodeado de tres montañas y desde el que podían divisarse tres mares. También en la historia de África hay tres hitos que le ayudaron a reconocer que había vuelto a casa, pero de eso no fue consciente hasta varios años después, cuando se sentó a escribir los puntos de inflexión de su propia existencia. En el momento, le bastaba con ir, como diría aquel entrenador, “partido a partido”.
África estuvo veintidós años sin tener apenas contacto con Dios. “Apenas” porque casarse, se casó por la Iglesia y, de vez en cuando, rezaba un Padrenuestro para pedir alguna cosilla, por si acaso. Pero todo le iba de maravilla: Su marido es un encanto, tiene dos hijos estupendos —un niño y una niña, como ella quería—, cambiaba de trabajo rápidamente… Tú has nacido con estrella, todo te va fenomenal. No necesitaba a Dios para nada y quedaban ya muy lejos aquellos años de colegio de monjas y los domingos de Misa con la familia.
No necesitaba a Dios para nada.
Un día, después de dar a luz, se cruzó con una vecina que acababa de tener gemelos:
—¿Y cómo se llaman?
—Pedro y Pablo.
—¡Anda, como los Picapiedra!
—No, no… como los apóstoles. ¿Y cómo salió todo con tu hija?
—Fenomenal. Nació a las 3, a la hora de…
—De la Divina Misericordia.
—No, del telediario… ¿De la Divina Misericordia?, ¿y eso en qué canal lo ponen?
No entendía nada, estaba totalmente en Off.
La profundidad del mar Jónico
Un poco más adelante, en octubre de 2001 estaba en paro y se le ocurrió hacer un master en la universidad. Cada día, al ir a la cafetería a desayunar, pasaba delante de la Capilla, donde había un cartel que decía: “¿Aún no te has confirmado? Pasa e infórmate”. Todas las mañanas dejaba atrás aquel cartel sin poder evitar mirarlo. Esas palabras le martilleaban el cerebro. Hasta que un día decidió entrar.
Lo hizo porque su hijo iba a hacer la Primera Comunión y le daba pena que fuera la última, porque ella y su marido nunca iban a Misa.
Como no vio al cura, cogió un libro que había allí y que luego no ha dejado de leer porque le encanta: “Hablar con Dios”, de Francisco Fernández Carvajal. Le parecía tan bonita la historia que contaba que no creía que pudiera ser verdad. Empezó a llegar antes a la universidad para leer y volvía a ello en cuanto terminaban las clases. Y mientras el cura seguía sin aparecer…
También encontró un papel con los Mandamientos de la Iglesia. “Oír Misa entera todos los domingos” ¿Todos los domingos? Con la de cosas que hay que hacer, están locos… “Confesar al menos una vez al año” Por favor, ¿esto quién lo hace? Si es muchísimo… “Ayudar a la Iglesia en sus necesidades” Sí, ¡con lo que tienen! Que vendan el Vaticano… Y pensó que esos Mandamientos tendrían que cambiar en algún momento.
Hasta que el cura apareció. Le dijo que quería confirmarse y que le sonaba que para eso había que confesarse antes. El sacerdote le dio un examen de conciencia y ella se preparó. ¿Cómo iba a saber ella que todo eso era pecado? Se confesó diciendo: Tengo todos los pecados. Menos matar, ponme uno de cada.
Aquel sacerdote fue dándole catequesis durante varios meses y ella acabó confirmándose, en mayo de 2002. Fue un momento impresionante. Entiendo que no hace falta sentir nada cuando te vas a confirmar pero, en mi caso, tuve una experiencia un poco especial. En el momento en que el obispo me puso el óleo noté una presión muy fuerte, no me podía mover. Lloraba de la emoción, no sé muy bien por qué. Mi marido, que estaba casi más alejado que yo, era mi padrino. Luego me enteré que tenía que ser una persona que te acompañara espiritualmente, pero bueno, él estuvo ahí, me puso la manita en el hombro y fenomenal.
A raíz de la Confirmación empezó a ir a Misa, pero lo dejó. Después de la Comunión de su hijo lo volvió a intentar, pero nada. No entendía el significado de la Liturgia ni las palabras del sacerdote. Le parecía todo repetitivo, no le encontraba ningún atractivo.
El dulce azul del Adriático
África siempre había tenido muy buena relación con su familia, especialmente con su padre, que era muy creyente. Aunque no compartían la fe tampoco era algo que les separara, sino al contrario. Muchas veces hablaban de la muerte, algo que a ella siempre le había dado mucho miedo.
Su padre le decía que sólo le preocupaba lo malo que se tenía que poner para morirse, pero, lo que le esperaba después, lo tenía muy claro. Eso no lo sabes. Pero él llevaba muchos años rezando para tener una buena muerte y le había pedido al Señor que, quince días antes, le enviara un aviso para estar preparado. Papá, por favor, ¿qué esperas?, ¿que se te aparezca la Virgen?, ¿Qué te llegue un telegrama celestial? “Llevo muchos años pidiéndolo y sé que el Señor y la Virgen me lo van a conceder”. Pobrecillo, cuando vea que se muera y no le avisa nadie…
El verano que él murió recibió la señal antes. No sé si fueron 15 días exactos o no, porque no se me ocurrió ponerme a pensar. Su padre tuvo una buena muerte, como él quiso, y les dio tiempo a darle la Unción de Enfermos. Estaba claro que no podía ser una casualidad.
Un año después, África seguía teniendo muchísimo pesar, una depresión horrible, pero había que seguir trabajando. A veces tenía que parar de repente e irse al baño a llorar. Fue al médico y tomó medicación para la ansiedad y para dormir, por primera vez en su vida. Hasta que un día ya no pudo más y se encaró con Dios: “Por favor, Señor, ayúdame. Necesito que me cures esta pena y seguir adelante porque no puedo”.
El calor del atardecer en el Mediterráneo
Por aquella época trabajaba de comercial en asuntos de inversiones y tenía sus clientes, a los que atendía a domicilio. Un día le llamó una señora pidiéndole ayuda. ¿Dónde quedamos? “Yo trabajo de organista en la Iglesia de tal sitio, podemos quedar después de Misa de 12”. Era un domingo, día de Pentecostés.
Llegó a la cita con tiempo y decidió entrar y sentarse al lado de la organista para esperarla, al lado del altar, en el primer banco. En la homilía pasó algo. El sacerdote empezó a hablar de una manera que me dejó impactada. Fue como si el mensaje fuera para mí: hablaba de la otra vida, de que esto es un cambio de casa, que somos eternos y la muerte es sólo un hasta luego, que estaremos con nuestros seres queridos, que conoceremos a Jesús… Mi pena se iba pasando por momentos para ir dando paso a la esperanza.
Se quedó tan alucinada que, cuando terminó la Misa, no podía reaccionar. La organista le iba contando su problemática pero ella la oía de forma lejana. Salió de ahí totalmente cambiada pero no le contó nada a nadie. Al domingo siguiente sintió un impulso grande para volver. Y al siguiente, y al siguiente… pero todavía a escondidas.
Un día explicó el cura que a Misa no iba uno por cumplir, sino por amor a Dios. “¿Podrías estar toda una semana sin ver a la persona que quieres? Pues eso es lo que pasa con Dios”.
Por aquella época llevaba a sus hijos al colegio y después algunas madres amigas se iban a desayunar. Ella empezó a ir algunos días a Misa a esa hora… pero le daba vergüenza decirlo. Un día les contaba que tenía que ir a una peluquería que abría muy pronto. Otro, que tenía que hacer un recado en una tienda que estaba muy lejos. Hasta que un día no pudo más… “¿Pero se puede saber dónde vas todos los días después del cole?” ¡A Misa!, ¡me voy a Misa porque lo necesito! “¿Pero qué dices? Si es jueves”.
El siguiente golpe llegó también en una homilía. “Para poder conocer a Dios y hablarle de Él a la gente hay que estudiar la historia de Salvación, conocer el significado de la Liturgia… por eso aquí en la parroquia tenemos clases de Teología. Es gratis, no hay que hacer examen y podéis venir cuando queráis, sin apuntaros”.
Con toda su ilusión, buscó una canguro para el viernes por la tarde y se compró un cuaderno en el chino para seguir con su historial universitario de alumna aventajada. En la primera clase no entendió nada y decidió no volver pero, antes de irse, la chica de al lado, de una edad parecida a la suya, se ofreció a darle clases particulares. ¿Gratis? Si no nos conocemos “Así nos empezamos a conocer”. Durante tres meses aprendió ella sola, un ratito cada día después de Misa y, cuando estuvo lista, se volvió a incorporar al resto del grupo, al que todavía hoy sigue yendo.
Ese fue el retorno definitivo para África. Su marido, al que al final contó su conversión, estuvo un tiempo riéndose. Pero luego empezó a acompañarla los domingos. A todos, porque iban los cuatro. Él se quedaba esperándoles en el bar y, poco a poco, fue entrando. Le pasó lo mismo que a mí, aunque tardó más.
Yo pensaba que era feliz pero ahora me doy cuenta de que me faltaba eso tan importante que es Dios. De vivir de espaldas a Dios a vivir de cara a Él, la vida es totalmente distinta, gira 180 grados.
Dios habla bajito. A mí me ha estado llamando durante veinte años mientras yo le decía que no, porque sabía que si le dejaba entrar me iba a revolucionar la vida, pero mereció la pena.
Alguna vez, hace muchos años, África recuerda haber sentido pena por haber perdido la fe y haber oído por dentro una voz que le decía “pídela”. Y la pidió. Cuando pides fe el Señor te la da. Así, gratis.
JOSÉ
Creo que mi proceso interior es un milagro. Con todas las letras, no lo entiendo de otra forma.
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“¿Queréis que os cuente mi reinvención?” José es artista y esto se percibe en la decoración de su taller, en su trabajo, en su modo de hablar y de afrontar los temas. Sin miedo a parecer radical. “Creo que mi proceso interior es un milagro. Con todas las letras, no lo entiendo de otra forma”.
Y cuenta cómo se educó en un colegio religioso donde se rezaba, donde se creía. Un lugar seguro.
Y entonces llegó un acontecimiento traumático que lo expulsó del paraíso de su infancia. “Mi madre murió cuando tenía 15 años y un montón de preguntas sin resolver. Perder a mi madre tan pronto es algo que marcó la vida de mi familia. Fue el principio del fin”.
José se apartó de Dios: “Le eché la culpa de la pérdida y le odié. No tenía sitio en mi vida. Yo, desde luego, no pensaba dárselo”. Con los años, el odio fue cediendo y se transformó en indiferencia mientras la vida de José iba progresando.
Con los años, el odio fue cediendo y se transformó en indiferencia.
“Estudié Bellas Artes porque quería ser pintor pero, nada más terminar la carrera, me ofrecieron un trabajo en una empresa importante de muebles. Acepté y empecé a crecer profesionalmente. El trabajo lo envolvía todo. Llegué a lo más alto de la empresa. Me gustaba, era un buen trabajo, era reconocido y ganaba dinero. No podía pedir más. Y sin embargo…”
Sin embargo, José no era feliz y le estalló en la cara una crisis profesional que escondía una crisis personal.
“Yo era tan indiferente a cualquier inquietud espiritual, estaba tan vacío desde hacía tantos años que lo primero que detecté no fue una crisis personal sino profesional. Llevaba 28 años trabajando como un mulo, contento, manteniendo a mi familia pero sin desarrollar mi vocación. Yo estudié Bellas Artes porque quería ser pintor. Y el trabajo me había alejado de ello. Tenía 50 años y me preguntaba qué estaba haciendo con mi vida”
José confiesa que esa inquietud profesional escondía algo más profundo. Que en el fondo no estaba contento con su existencia. Decidió arriesgar y tomar una decisión radical “dejé el trabajo. Fue una etapa dura porque mi familia no lo entendió. Les parecía una irresponsabilidad. Empezó a haber mal ambiente en casa porque además no conseguía trabajo. Había dejado un buen puesto y ahora estaba en el paro”.
Su hija pequeña, de 8 años, se dio cuenta de la situación y una noche se acercó a su padre con lo que entendía que era una receta para salir del hoyo “Me dio una estampa de un santo y me dijo “rézala que te ayudará”. Era la novena para pedir trabajo a través de la intercesión de san Josemaría. Sorprendentemente, esa misma noche recé. Y recé con fe… yo que no tenía fe. Estaba tan desesperado, mi vida se iba tan por el desagüe que me agarré a aquel papel como a un clavo ardiendo”.
A los siete días, sin dar tiempo a terminar la novena, a José le llamó el capellán del colegio de su hijo mayor “hacía un tiempo, yo le había presentado un proyecto para enseñar a los niños a través del arte. Me dijo que les interesaba. Se abría una puerta muy importante en mi vida. Es lo que yo le había pedido a san Josemaría: encontrar un trabajo en el que pudiera desarrollar mi vocación y ayudar a los demás”.
Y después de esta puerta se empezaron a abrir otras. “De repente, toda esa indiferencia, ese vacío se convirtió en inquietud, empecé a preguntarme cosas, quería saber sobre la vida de Jesús, sobre la Misa, empecé a leer el Evangelio. Quería conocer la vida de aquel santo que me había ayudado y me pasé una Semana Santa encerrado viendo videos de san Josemaría. Era como un niño. Y me voy transformando interiormente. Estoy más contento. Estoy feliz pero con mayúsculas. Y mejora mi relación con mi familia. Encuentro otro sentido al trabajo. Yo trabajaba bien, pero ahora no lo hago por ganar dinero. Lo hago por los demás, por Dios y trato de no conformarme y hacerlo todavía mejor, porque siempre se puede mejorar”.
José no duda que su regreso a Ítaca es un milagro “Yo estaba en el infierno de la indiferencia y una mano me coge y me lleva a casa. Y una vez que Dios te coge de la mano no lo sueltas, a no ser que seas muy tonto. No quieres volver a lo de antes”.
Quieres quedarte para siempre en Ítaca.
ÁNGEL
Me vi solo. Abandonado. Con una pena y vacío enorme y me refugié en las drogas sin saber que iba directamente a refugiarme en el infierno.
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Si hay un hijo de Ítaca en el que reconocer la biografía de Ulises, ese es Ángel. Ángel tiene 54 años… y aventuras y desgracias para rellenar un siglo. Nació en 1964 en el Puente de Vallecas. Sus padres le educaron, a él y a sus hermanos, en la fe católica y en el esfuerzo por salir adelante. Ángel empieza a trabajar muy pronto, con 14 años. Y de ahí, hacia arriba, hasta emplearse en La perdiz de Somontes, un famoso restaurante situado muy cerca del palacio de la Zarzuela.
A los 17 años se enamora de Petri y después de un largo noviazgo se casan en el año 1991. Al poco tiempo tienen una preciosa hija: Mª Jesús.
En los brazos de Calipso
Aquello parecía un cuento… que, en realidad, había empezado a resquebrajarse hacía ya tiempo… Primero fue su hermano Jesús el que cae en la droga. Una bestia que, en el Madrid de los años 80, cabalgaba desbocada arrasando vidas. A Jesús le mata una sustancia edulcorada con 22 años.
Fue la primera de una cadena de desgracias.
La depresión por la muerte del hermano pequeño, sus primeros escarceos con las drogas, unidos a dificultades económicas y a temas personales que Ángel prefiere no confiar al micrófono, se llevan también por delante su matrimonio.
A partir de ahí, cuesta abajo y sin frenos. Me vi solo. Abandonado. Con una pena y vacío enorme y me refugié en las drogas sin saber que iba directamente a refugiarme en el infierno. Nadie lo sabe hasta que no estás dentro, pero la droga es un infierno. Es estar muerto pensando que estás vivo. El cuerpo te hierve. Tienes al diablo dentro. Y, Dios, claramente no entraba en mi vida.
Ángel como Ulises, después de vivir unos años en Ítaca, se ve preso en los brazos de la ninfa Calipso. Una ninfa embustera y tramposa que le va absorbiendo la vida.
El remate fue la muerte de mi madre. Era lo único que tenía. La que, a pesar de todo, me seguía queriendo. Mi puerto. Y se va. Para siempre. Y ahí definitivamente rompo con Dios. ¿Cómo puedes ser tan malvado?, le decía yo a Dios. Además, parte de mi familia, me achacaba que yo había matado a mi madre por mis desvaríos. Y llegué a creérmelo.
Ángel, expulsado de su territorio, alejado de los suyos y envenenado por la droga sigue su aciago recorrido luchando contra demonios exteriores e interiores.
Trataba de levantarme… y volvía a caer. Empecé un tratamiento de desintoxicación y conseguí un trabajo en Correos. Parecía que el viento empezaba a soplar a favor… cuando tuve que ingresar en prisión para cumplir una antigua condena por estafa.
Otra vez el abismo…
Parecía que el viento empezaba a soplar a favor… cuando tuve que ingresar en prisión para cumplir una antigua condena por estafa. Otra vez el abismo…
Luces en el horizonte
Y, sin embargo, entre rejas, Ángel comienza tímidamente su regreso a la fe. No sabría explicarlo pero, en medio de esa amargura, y, a pesar de estar muy lejos de cualquier práctica religiosa, empecé a sentir a Dios cerca. A veces iba a la capilla y hablaba con Dios. Notaba su compañía.
Al salir de la cárcel, a Ángel le espera la calle. Hace lo que puede para sobrevivir. Fueron tiempos durísimos. Vivía en una psicosis tremenda de miedo, humillación y soledad. Estoy radicalmente solo. Y tengo miedo. En la calle no hay respeto. Un día te roban, otro te insultan, y el tercero, te agreden. No duermes y el stress te vuelve loco.
De todas formas, Ángel, como Ulises, no se rinde. Y sigue peleando por llegar a tierra firme. Como lleva toda su vida en Vallecas, los vecinos y, también la policía, le conocen y le ayudan en lo que pueden. Empieza a acudir a Cáritas. Se dedica a la venta ambulante para poder ganar algo de dinero y cada vez va más a la iglesia de San Ramón Nonato. A su parroquia de siempre. A veces para dormir. A veces para pedir y siempre para rezar.
Ángel sigue peleando a brazo partido contra la desesperación. En ocasiones quiere morirse y lo intenta. Pero otras veces, llegan lo que él llama señales del Cielo, que le impulsan a seguir navegando, por muy fuertes que sean las corrientes.
Telémaco reconoce a Ulises
Una de estas señales nos remite directamente al relato de Homero que, en una de las páginas más emotivas de la Odisea, cuenta el encuentro de Ulises con su hijo Telémaco, 20 años después de su partida.
También Ángel encontró a su hija, casi dos décadas después. A Mª Jesús no la veía desde que la pequeña tenía un año. Fue aquí, al lado de la parroquia –narra Ángel, que tiembla todavía de la emoción-. Ella estaba en la parada del autobús, fumando y yo me acerqué para pedirle un cigarro. Espere —me dijo— mientras rebuscaba en el bolso. Al levantar la mirada, clavamos los ojos el uno en el otro. Fue impresionante. Ella me dijo: ¿Eres Ángel? Yo le contesté, “Sí… y tú eres Mª Jesús, mi hija”. Llevábamos 18 años sin vernos y a ella le habían dicho que yo había muerto. Pero nos reconocimos. Estuvimos media hora abrazados, llorando. Desde entonces, ella sabe que su padre está aquí, para lo que necesite.
Dios, desde la orilla de Ítaca, hacía señales de humo. El fin del viaje estaba cerca.
Pero todavía quedaba el tramo final y algunas batallas contra cíclopes que vencer y cantos de sirenas que acallar.
Estoy en casa
En esos momentos de calle, de subidas y bajadas y de visitas a la iglesia encuentra a la hermana Sara que, como si de la nereida Leucótea se tratara (y que perdone la comparación la hermana Sara), le ofrece algo más que una manta. Le ofrece cobijo en la residencia Nazaret, un lugar para personas sin hogar muy cercano a la parroquia de San Ramón Nonato.
Son las últimas brazadas antes de pisar la costa. Mi vida empieza a cambiar. Me siento acogido. Como no tengo trabajo me exigen ayudar en la residencia, en un comedor social y en la parroquia. Y empiezo a trabajar, a coger responsabilidades. Ayudo en lo que puedo y empiezo a recobrar la autoestima. Tengo el día lleno, ocupándome de los demás. Empiezo a desarrollar algunas habilidades que me había enseñado mi madre; de orden y organización. Cada vez me siento más fuerte, he dejado de consumir y empiezo a ser dueño de mi mismo.
Una noche, sentado en la cama, ve recortarse el campanario de la iglesia. No sé explicarlo, pero, por dentro, siento una voz que me dice: Ánimo Ángel, sigue así, que vas bien. Y rompí a llorar. No dormí en toda la noche.
Para Ángel, aquellas palabras que siente en su corazón son el empujón definitivo. Él, que llevaba toda su vida escuchando reproches, se siente alentado, querido, perdonado, animado, curado.
Con infinito esfuerzo pero también —como él mismo reconoce— con la ayuda continua de Dios, ha conseguido llegar a Ítaca. A su casa.
Ahora trabaja en el Retiro, en un puesto de bebidas, y “gasta” sus horas ayudando a la parroquia en lo que puede. Yo, que he estado tan lejos, tan separado de Dios, que he habitado en el infierno, ahora no puedo vivir sin Él. Después de una vida tan intensa y dolorosa he llegado a casa. A mi casa.
MARÍA
Nunca pensé que mi vacío podría tener algo que ver con la religión, simplemente era una sensación de insatisfacción.
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María volvió a Ítaca cuando tenía 47 años. Llevaba 32 fuera de la isla. Y eso que siempre había creído en Dios pero la alegría que sentía cuando era niña y participaba en la Misa se había esfumado.
A los 15 años dejó de ir a la iglesia, dejó de confesarse y comulgar. Seguía teniendo fe, pero era una creencia desvaída que lo mismo podía estar que no.
Creo que me alejé porque dejé de rezar y dejé de rezar porque no se cumplía nada de lo que pedía. Poco a poco perdí mi relación con Dios y olvidé mi fe y mi piedad de niña.
La vida seguía y María podía dar gracias a ese Dios lejano por lo que ésta le iba dando. Tenía trabajo, familia, amigos, iba al cine, hacía deporte, no tenía especiales problemas y, sin embargo, me sentía vacía y no sabía por qué. Nunca me planteé que ese vacío era espiritual. Recuerdo que cuando los domingos iba a ver a mi abuela ella me decía “ve a Misa”. Yo no le hacía caso y nunca pensé que mi vacío podría tener algo que ver con la religión. Simplemente era una sensación de insatisfacción.
María es una mujer impulsiva y de gran corazón y el camino de vuelta vino marcado por un fuerte golpe de gracia… y un amigo argentino.
Hace 3 años el día de mi cumpleaños, de repente, me apeteció ir a Misa. Y fui. Hacía décadas que no pisaba una iglesia. Dos días después me volvió a apetecer y volví a ir. Luego un jueves, un martes, un domingo… En 2 meses me vi yendo a Misa todos los días. Después me apeteció leer la Biblia y rezar el rosario pero, como en mi casa nunca lo habíamos rezado, no tenía ni idea de hacerlo y tuve que mirar en Youtube.
dejé de rezar porque no se cumplía nada de lo que pedía.
Sus súbitos ataques de piedad le hicieron pensar a María que le estaba pasando algo raro: aquello no era normal. A su alrededor no tenía a nadie especialmente religioso así que se acordó de Eduardo, un amigo argentino. Nunca habíamos hablado de temas espirituales pero yo sabía que era cristiano y le conté lo que me estaba pasando. Él se alegró mucho y me dijo algo sorprendente: llevaba dos meses rezando por mí y ofreciendo la Misa para que encontrara a Dios.
María es consciente de que Eduardo fue algo así como Eolo, el dios del viento que en La Odisea empuja a Ulises a llegar a Ítaca. Aunque lógicamente, más que a Eduardo, ella achaca el milagro de su conversión al poder de la oración. Ella, que justo se apartó de Dios, porque pensaba que rezar no servía para nada. Ahora estoy convencida del poder que tiene la oración. Eduardo estuvo rezando mucho tiempo —¡fueron horas!— sin decirme nada. Y Dios escucha, escucha siempre y movió mi corazón. Es sorprendente. Si supiésemos el bien que hacemos a una persona cuando rezamos por ella…
Como el resto de los personajes de Ítaca, María está feliz de haber regresado. Después de la vida, es el mayor regalo que he recibido. Lo mejor que me ha pasado. Ahora entiendo que ese vacío que tenía solo lo puede llenar Dios. Estoy feliz y tranquila. He recuperado esa sensación que sentía de niña y había olvidado. Por eso, ahora, desde que se produjo mi conversión le digo siempre que sí a Dios. En todo. Me ha demostrado que sus planes son mejores que los míos. Mi vida ha cambiado, mucho, para bien.
A su alrededor también han notado el cambio: Me ven más feliz, más llena, ahora trato de preocuparme más por los demás, de olvidarme de mi misma. Rezo a diario a la madre Teresa para, como ella, ser capaz de tener caridad con todos, de ayudar a los que me rodean.
Y termina, contundente, remitiendo a una parábola que vive como si Jesucristo la hubiera contado para ella. He vuelto a casa y a veces pienso ¡cómo me he perdido todos estos años! Me siento como el hijo pródigo, que encuentra un maravilloso recibimiento de su padre, que le dice: Siempre he estado ahí, esperándote, aunque tú no me veías.
MANUEL
Como era médico y me creía científico, leía de todo y me influyó mucho el positivismo.
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El cisma familiar fue en el año 2002. Hasta entonces la relación con su padre siempre había ido de maravilla, y eso que a Manuel le mandaron a estudiar interno a un colegio de Jesuitas cuando tenía 9 años y ya nunca volvió a convivir con su familia, más allá de las vacaciones. Había distancia entre nosotros pero la convivencia, los ratos que estábamos, era muy buena.
Aquel huracán, que duró sólo un paréntesis y cuando acabó nadie volvió a recordar, fue intenso. Pero mi padre no me lo tuvo en cuenta. No se enfadó por eso, ni empeoró nuestra relación lo más mínimo.
Todo empezó el día que Manuel padre les invitó a todos —en persona, porque la noticia quiso dársela a la cara y viajó hasta Madrid para hacerlo— a Roma, para asistir a la canonización de Josemaría Escrivá. A Manuel, a su mujer y a sus tres niños. Le hacía especial ilusión pagarles a todos el viaje. El motivo le pareció al hijo de lo más rocambolesco: aquel Carcinoma que tuvo su padre hace muchos años, que desapareció de repente, de la noche a la mañana, era ahora el milagro que la Iglesia reconocía para la canonización del fundador del Opus Dei. ¡Lo que le faltaba!
Mi padre no me lo tuvo en cuenta. No se enfadó por eso, ni empeoró nuestra relación lo más mínimo.
El Milagro está en sus manos
Todo había ocurrido hacía mucho tiempo, a principios de los 90. Manuel padre era médico, como su hijo, y con los años había desarrollado una radiodermitis en las manos. Era una enfermedad bastante común en los traumatólogos de aquella época que, durante años, habían trabajado con rayos X sin protección y consiste en una displasia de la piel, es decir, algo precanceroso.
Yo conocía bien las manos de mi padre, daban pena. Tenía unas manchas negras, algunas muy adheridas a la piel, con una pinta muy fea. Él estaba preocupado porque le molestaban muchísimo y había perdido movilidad y sensibilidad. Para un cirujano traumatólogo eso significa dejar de trabajar, que es lo que finalmente tuvo que hacer.
Ese episodio había sucedido sin que su hijo le hiciera el más mínimo caso porque le pilló en Madrid, en plena Residencia. A mi bola. De vez en cuando me las enseñaba y me decía: “mira, yo creo que esto ya es un carcinoma epidermoide (un cáncer).Ya está infiltrando.” Pero yo no lo veía para tanto. Más adelante, Manuel padre le contó que seguramente tendría que amputarse algún dedo, que era lo que le había sucedido a sus colegas en la misma situación. Pero yo, de broma, le decía “¿Tú solo, no?”. No era consciente de la gravedad.
En un momento determinado, una persona le dio al enfermo una estampa del entonces Beato Josemaría Escrivá de Balaguer y el caso es que funcionó. A mí la escena de la estampita me la han contado luego… entonces no la vi.
A la vuelta de un Congreso en Viena el padre volvió a pasar por casa de su hijo y le comentó que las manos se le habían curado. Habían cambiado de aspecto radicalmente: se reconocía donde habían estado las manchas pero ya no había piel negra, ni dura, ni adherida. Lo que quedó fue una piel fina y quebradiza, enrojecida, como la de un niño pequeño. Manuel hijo les hizo a aquellas manos sanadas el mismo caso que cuando estaban enfermas, o sea, ninguno.
A partir de ahí, la curación empezó a estudiarse a fondo y, después de muchos años, aquello terminó en el milagro que la Iglesia reconoció para la canonización del Beato. En ese tiempo, mi padre viajó varias veces a Roma, pasó varios exámenes y para mí, como si estas cosas no existieran. No hacía ningún caso, no me impresionaba nada, no creía en nada… y, por supuesto, no lo reconocía como milagro.
Su mujer recuerda de aquella época las llamadas, los mensajes constantes: “habéis salido en el periódico”, “en las noticias”, los titulares de “el médico que le dio la santidad a Escrivá de Balaguer”.
Al principio, a ella le pareció que debían ir a Roma. Lleva al lado de Manuel desde que tenían 14 años y, aunque al milagro en sí no le daba ninguna importancia, veía importante hacerlo por sus suegros, que son como sus padres.
Pero Manuel dijo que ellos no iban participar en nada de eso. Cuando mi padre insistió un poco más, yo me cabree a lo bestia. De portazo. Él me pidió que al menos dejara que fueran los niños y mi mujer pero le dije que no estaba nada de acuerdo con que fueran y no insistió más.Fue a Roma con toda la familia, mis tres hermanos con sus familias. Todos menos yo. Porque, en ese momento, Manuel pensó que ir a Roma era una incoherencia con su ateísmo.
Coherencia de ateo
Su particular guerra de Troya, aquella que le alejó de Dios y de la Iglesia, había empezado a los 14 años cuando, sin más motivo, dejó de atender en Misa. A partir de ahí, el resto fue en picado y a toda velocidad hasta que llegó un momento en el que se reconocía ateo.
Como era médico y me creía científico, leía de todo y me influyó mucho el positivismo. Para él la ciencia era la herramienta que iba a salvar a la humanidad y Dios no era necesario para nada aunque, en realidad, seguía conservando en el corazón los valores morales típicos del cristianismo. No es que fuera mala persona, simplemente me creía que se podía construir un mundo maravilloso, sin Dios: sin guerras, donde la gente fuera solidaria… Pensaba que la Iglesia era perniciosa y, también, que era imposible conciliar la fe y la ciencia.
A finales de los 90, gracias a Internet, Manuel se desarrolló totalmente como ateo: me dedicaba a intervenir en foros de religión —que eran como la versión primitiva de Facebook— por entretenerme. Tenía una gran afición a escribir cosas contra Dios y contra la Iglesia y tenía bastantes seguidores, gente a la que le parecía muy bien lo que yo decía. También otros con los que discutía y disfrutaba viendo cómo se ponían de mi parte.
Ya no pienso nada de eso
Dos años después del episodio de la canonización, a su padre le diagnosticaron una enfermedad de la sangre grave, mielodisplasia. Para mí fue un golpe duro porque mi padre era una roca fuerte en mi vida, alguien muy importante y, con ese diagnóstico, el promedio de vida era de dos años. Fue una noticia malísima y una fuente de angustia.
Manuel padre empezó a recibir un tratamiento semanal, cada lunes, en el hospital donde trabajaba su hijo. Venía con su mujer desde Badajoz hasta Madrid los domingos y se quedaban con él hasta al día siguiente. Como siempre habían hecho, cada domingo, los padres de Manuel iban a Misa. Al principio iban ellos solos pero empezó a preocuparnos que se pusieran malos o que les pasara algo, porque además mi madre estaba prácticamente ciega.Así que Manuel y su mujer empezaron a acompañarlos y, aunque podrían haberse quedado fuera esperando, entraban en la Iglesia. Con respeto: si la gente se ponía de pie ellos también, pero Manuel de rodillas, no.
Después de varios meses yendo, como las vacas miran al tren, un día Manuel empezó a escuchar lo que decía el cura, y le gustó. Este tío tiene buen método porque primero lee el Evangelio y luego lo explica. Otro domingo empezó a pensar que lo que allí se decíaera interesante y se podía aplicar. Eran como consejos para la vida. De hecho, no sabía por qué pero solía entrar en Misa angustiado por el estado de su padre y salía como consolado. Una cosa un poco rara…
Empezó a estar de acuerdo con lo que escuchaba en Misa, tanto, que llegó a tener un cierto sentido de pertenencia. Empecé a recordar que yo también era cristiano: también estoy bautizado, y esto es mi cultura. Hasta que llegó un momento en que pensé que era tonto por seguir ahí sentado sin hacer nada. Y decidió que ahora lo coherente era volver a practicar, a confesarse, a comulgar…
Habían pasado 4 años desde que empezó a ir a Misa con sus padres.
El primer paso fue contárselo a su mujer que, aunque nunca se había declarado atea, ni contraria a la Iglesia, tampoco practicaba. Ya llevábamos años yendo a Misa juntos pero nunca habíamos hablado del tema. A mí me daba vergüenza pero resultó que ella pensaba exactamente lo mismo y no sabía cómo decírmelo.
Lo siguiente, buscar a alguien de confianza para confesarse. Manuel se acordó del colegio y del Padre Prefecto de su época. Un cura que se sabía el nombre de todos los alumnos, de sus hermanos, de sus padres… y que, gracias al cariño, era capaz de preguntar por cada uno de ellos años después. Lo encontraron en una casa de los Jesuitas en Madrid y, por supuesto, se acordaba de ellos y se alegró mucho de saber lo que les había pasado. Nos confesamos los dos con él y fue fácil porque él nos ayudó mucho. Yo me acordaba de que había que hacer algo de examen de conciencia pero poco más… Sentí una alegría muy profunda, no de dar saltos por dentro.
Aquel sacerdote les puso de penitencia ir a Misa y a comulgar al día siguiente, que era miércoles de ceniza y, al cumplirla, Manuel sintió un cosquilleo en la nuca cuando oyó, después de tantos años “conviértete y cree en el Evangelio”. Todavía hoy vuelve a sentirlo cuando se acuerda de esa frase.
Puedo recordar perfectamente cuando era ateo, porque ha sido hace nada. Ahora tengo un consuelo perpetuo, algo a lo que recurrir todos los días. Se vive de otra forma, pero no es fácil de expresar. Si alguien me pidiera que valorara la diferencia de mi vida de antes y la de ahora del 1 al 10, le pondría un 1.000, pero no puedo explicar exactamente en qué. Más bien en todo.
A su padre, que aún no había fallecido, no le contaron mucho del cambio. Simplemente lo vio. Y un día, cuando ya estaba ingresado, Manuel le dijo: ¿recuerdas cuando no quise ir a la canonización de san Josemaría y te dije todas esas cosas? “Sí”. Pues ya no pienso nada de eso. Nada más.
Me siento muy identificado con el Evangelio del hijo pródigo. Como él, en todo mi proceso, siempre me sentí acogido, nadie me echó en cara nada. A todo el mundo le pareció bien mi vuelta a casa.
«En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré jamás de ser hijo de Dios, ser hijo de un Padre que me ama y espera mi regreso. Incluso en las situaciones más feas de la vida, Dios quiere abrazarme, Dios me espera».
PAPA FRANCISCO
Si quieres ver los vídeos en un solo documental, pincha aquí: “Documental: Regreso a Ítaca”.
Vídeos María Villarino y Pablo Serrano
Textos Ana Sánchez de la Nieta y Carmen García Herrería
Fotografía Monica de Solís
Diseño Amaya Sánchez-Ostiz
Desarrollo Guillermo Sanz