Evangelio del domingo: No tengáis miedo

Comentario del Domingo 12.º del Tiempo Ordinario (Ciclo A). "A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos". Un discípulo de Cristo no tiene por qué temer, ya que no está solo. Dios es un Padre amoroso.

Evangelio (Mt 10,26-33)

No les tengáis miedo, porque nada hay oculto que no vaya a ser descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo que escuchasteis al oído, pregonadlo desde los terrados. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno. ¿No se vende un par de pajarillos por un as? Pues bien, ni uno solo de ellos caerá en tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Por tanto, no tengáis miedo: vosotros valéis más que muchos pajarillos.

A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Pero al que me niegue delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que está en los cielos.


Comentario

El capítulo décimo del evangelio de san Mateo nos dice que Jesús, después de haber elegido a los doce Apóstoles, los envió y les dio algunas instrucciones para su labor. Entre ellas, las que escuchamos en el Evangelio de este domingo y que glosan la idea principal: “No tengáis miedo”. Desde el primer momento les advierte de que en su tarea encontrarán dificultades, persecuciones, incomprensiones… Pero la mayor amenaza no viene de aquellos que intenten acallarlos, ni siquiera de los que atenten contra su vida. El único peligro verdadero es aquel “que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno”, el que puede conducir al pecado, a la pérdida de la amistad con Dios.

Nos guste o no, el miedo forma parte de la vida humana. Desde niños hemos experimentado temores que a veces eran infundados y luego desaparecían. También en la madurez se nos presentan miedos ante situaciones duras –dolor, incomprensión, soledad, incertidumbre, muerte, …– que nos salen al paso y debemos afrontar y superar, contando con nuestro esfuerzo y la ayuda de Dios.

Pero un discípulo de Cristo no tiene por qué temer, ya que no está solo. Dios es un Padre amoroso, que, si se ocupa hasta de los más pequeños detalles en sus criaturas, con mucha mayor razón cuidará de sus hijos fieles. “La solución es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí -decía san Josemaría- me hieren mucho: ‘qui autem timet, non est perfectus in caritate’. Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer. –Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! –¡Adelante!”[1].

“Por consiguiente –comentaba Benedicto XVI–, el creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación. Cuanto más crecemos en esta intimidad con Dios, impregnada de amor, tanto más fácilmente vencemos cualquier forma de miedo”[2].

Todavía resuena en muchos corazones aquel grito, lleno de fe y confianza en Dios, de san Juan Pablo II en la Misa inicial de su pontificado: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce! Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, –os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza– permitid que Cristo hable al hombre. ¡Sólo Él tiene pala­bras de vida, sí, de vida eterna!”[3].

El Apóstol es valiente, atrevido. Tiene la virtud de la audacia que le empuja a afrontar tareas que están en el límite de sus posibilidades o parece que lo superan. Pero cuando se trata de tareas divinas, la audacia no es temeridad, porque “no estamos solos, Él obrará” (cf. 1 Ts 5,24). San Josemaría lo señalaría con claridad en un punto de Camino: “¡Dios y audacia! –La audacia no es imprudencia. –La audacia no es osadía”[4].


[1] San Josemaría, Forja, 260.

[2] Benedicto XVI, Ángelus 22 de junio de 2008

[3] San Juan Pablo II, Homilía en el comienzo de su Pontificado. 22 de octubre de 1978, n. 5.

[4] Camino, 401.

Francisco Varo