El designio creador
El comienzo del libro del Génesis pone de relieve el poder universal e ilimitado de Dios, pues sólo Él tiene dominio absoluto sobre todas las cosas y lo ejerce para dar origen a la vida. En el contexto de la creación, Dios confía a la primera pareja humana, creada a su imagen y semejanza, la tarea de someter la tierra y de dominar todo ser viviente (cfr. Gn 1, 26-29). La palabra hebrea "imagen" utilizada en el texto significaba estatua, escultura o representación, y también se refería a las imágenes de los dioses que presidían los templos (cfr. Ez 7, 20; 16, 17; 2 Re 11,18; Núm 33, 52). De este modo, al igual que los reyes de la época erigían imágenes de sí mismos para marcar su dominio en tierras lejanas, Adán fue colocado en la tierra como imagen de Dios y representante de su soberanía.
En el segundo relato, Adán recibe el encargo de dar nombre a los animales. Nombrar algo implica someter el objeto nombrado a un orden que determina, en cierto sentido, el lugar que debe ocupar en el mundo. Adán participa de la autoridad divina y ha sido designado representante de Dios en la tierra, gobernando en nombre del soberano divino. Dios, a su vez, acepta los nombres dados por Adán a las criaturas. El hombre, por tanto, ejerce un dominio sobre la creación, y el ejercicio de este dominio significa que el destino del cosmos está vinculado a la libertad humana, por el mismo designio creador.
El relato de la creación y el hecho de que el dominio del hombre dependa y participe del dominio de Dios pueden parecer una realidad algo lejana que no tiene influencia práctica en la vida cotidiana del cristiano. Sin embargo, “en el Credo de Israel, afirmar que Dios es Creador no significa solamente expresar una convicción teorética, sino también captar el horizonte original del actuar gratuito y misericordioso del Señor en favor del hombre. Él, en efecto, libremente da el ser y la vida a todo lo que existe”[1]. El principio de la creación divina de todas las cosas, manifestado muchas veces en la Sagrada Escritura –especialmente en el libro del Génesis–, nos da una clave para comprender la realidad y actuar en consecuencia: la gratitud que proviene de la gratuidad del amor de Dios.
“Te doy gracias, Padre”
La gratitud consiste en la disposición adecuada de la voluntad para reconocer y corresponder a un bien recibido. No sólo implica sentimientos de aprecio o reconocimiento, sino también una respuesta práctica, que conduce a palabras o acciones que la expresan. Por lo tanto, la gratitud implica una mirada capaz de reconocer el beneficio recibido y, a la vez, conduce a una actuación coherente con esta convicción.
En el Evangelio encontramos a menudo referencias a tantas personas que tuvieron detalles con Jesús, desde quienes cuidaron de su familia en Belén (los pastores, los magos), hasta aquellos que hicieron un poco más llevaderos el Calvario y la Cruz (Simón de Cirene, el buen ladrón, José y Nicodemo, las mujeres que acompañaban a María…). Personas que se llevarían una mirada, una sonrisa o unas palabras agradecidas de Jesús.
En el evangelio, el “gracias” de Jesús que resuena con más fuerza es aquel que dirige a su Padre: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25). “Estas cosas”, la sabiduría de Dios que Jesús nos enseña, es, al igual que la creación, un conocimiento de Dios y del mundo asequible a todos. Es un lenguaje que es más fácil de entender para “los pequeños”, aquellos que miran el mundo con sencillez y sin prejuicios, y son conscientes de haberlo recibido todo.
Una mirada y un corazón agradecidos
Como recuerda el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, “la actitud que debe caracterizar al hombre ante la creación es esencialmente la de la gratitud y el reconocimiento: el mundo, en efecto, orienta hacia el misterio de Dios, que lo ha creado y lo sostiene [...]. El mundo se presenta a la mirada del hombre como huella de Dios, lugar donde se revela su potencia creadora, providente y redentora”[2].
Desde su fe en la creación y su mirada agradecida, el cristiano está llamado a moldear sus acciones según la aceptación agradecida de los dones divinos. En el ejercicio de su libertad, el hombre puede optar por una actitud de poder autónomo, excluyendo el dominio divino, o, por el contrario, elegir apreciar la realidad como un don, reforzando así su dependencia de adoración a Dios. En el primer caso, las cosas creadas se consideran objetos que se manipulan y poseen arbitrariamente, mientras que en el segundo se tratan como dones y, por tanto, se reciben, admiran, comprenden, disfrutan, comparten y, sobre todo, se remiten a Dios, de quien proceden. Toda decisión humana, por concreta que sea o irrelevante que parezca, implica en última instancia la aceptación agradecida de los dones de Dios o su rechazo.
Tal vez nos vengan a la cabeza tantos ejemplos del día a día: la celebración de una ocasión especial con familiares y amigos, un logro en nuestra vida profesional, la oportunidad de una nueva experiencia, disfrutar compartiendo algún talento… De hecho, los dones divinos, en sentido amplio, comprenden toda la realidad que hemos recibido, incluyendo el universo material y la relación con los demás.
La aceptación agradecida de estos dones se manifiesta de manera singular en la aceptación y acogida del otro como un don: “Creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26), y constituida en el universo visible para vivir en sociedad (cf. Gn 2, 20.23) y dominar la tierra (cf. Gn 1, 26.28-30), la persona humana está llamada desde el comienzo a la vida social: «Dios no ha creado al hombre como un “ser solitario”, sino que lo ha querido como “ser social”. La vida social no es, por tanto, exterior al hombre, el cual no puede crecer y realizar su vocación si no es en relación con los otros”[3]. La consecuencia de la aceptación agradecida del otro es el cuidado de los demás, que pasa por la preocupación y edificación del bien común.
Acoger al otro como don: una invitación al bien común
El Papa Francisco recuerda que la ecología integral –concepto estrechamente relacionado con el cuidado de la creación, entendida no solamente como naturaleza, sino también en su dimensión humana y social– es inseparable de la noción de bien común, en la medida en que este principio desempeña un papel central y unificador en la ética social. Nuestra dedicación a preservar y cuidar la creación será tanto más genuina cuanto más se oriente a la promoción del bien común, entendido como “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”[4], es decir, el desarrollo humano integral y sostenible.
Cuando nos encontramos con los problemas de los demás o de la comunidad en la que vivimos, como cristianos deberíamos sentir la inquietud de ir a su encuentro: es entonces cuando estamos llamados a responder con la responsabilidad y la generosidad de quien busca efectivamente el bien de todos los hombres. El ideal del bien común –que no es algo abstracto, sino que tiene un contenido muy concreto– se presenta entonces como una llamada a todos los miembros de la sociedad a colaborar según sus propias capacidades y a ir más allá de sus intereses particulares. Esto implica no guiarse exclusivamente por los propios intereses, sino apuntar a un horizonte iluminado por la caridad, que se expresa en la apertura a los demás y en la capacidad de armonizar los distintos aspectos –familiares, sociales, políticos, culturales, técnicos, etc.– que caracterizan a una sociedad compleja como la nuestra.
En esta perspectiva subyace la conciencia de la infinita dignidad de toda persona humana, más allá de cualquier circunstancia y en cualquier estado o situación; y de que, por ello, el orden de las cosas debe estar subordinado al orden de las personas y no al revés, como el mismo Señor dio a entender cuando dijo que el sábado fue hecho para el hombre, no el hombre para el sábado (cfr. Mc 2, 27). Este orden, fundado en la verdad y animado por la caridad, perfila el objetivo prioritario del bien común: una sociedad que quiere estar al servicio de los seres humanos en todos los niveles.
Una manifestación de este desafío lo encontramos, por ejemplo, en el impacto de la tecnología. No podemos ignorar los signos de los tiempos actuales, en los que las relaciones sociales se han vuelto más complejas debido a la facilidad y rapidez de la comunicación, el transporte y tantos otros medios tecnológicos que introducen nuevos estilos de vida y formas de asociación interpersonal. Estos medios traen consigo una cierta ambigüedad, en la que el progreso en general va acompañado de la posibilidad de riesgos para la dignidad y el desarrollo humanos. El impacto de las innovaciones puede dar lugar tanto a iniciativas solidarias como al drama de conflictos y divisiones, según la postura que se adopte; a reconectar con las personas o a tener una relación más superficial con ellas; al aprendizaje o a la adicción; a la explotación de la persona o a nuevas posibilidades de desarrollo... Acoger la creación en este caso significa salvaguardar el respeto de la persona como tal, en el fin y en los medios, y guiarse por unos principios éticos y no eficientistas.
Edificar el bien común en comunión
Es necesario que cada uno de nosotros asuma su parcela en el bien común, es decir, que aportemos lo que hemos sido llamados a hacer en este mundo, lo que sólo nosotros podemos ofrecer, porque nadie puede sustituirnos en esta tarea. Esta actitud va en contra de una postura pasiva, de una indiferencia acomodada o de un individualismo encerrado en la búsqueda del propio bienestar, porque implica un compromiso continuo y un complicarse la vida para colaborar en la formación de un ambiente de comunión. “Porque una cosa es sentirse obligados a vivir juntos, y otra muy diferente es apreciar la riqueza y la belleza de las semillas de la vida en común que hay que buscar y cultivar juntos”[5].
En su aspecto dinámico, el bien común se realiza en las actividades ordinarias de cada ciudadano. Al fin y al cabo, las condiciones sociales se establecen a través de las relaciones personales y el trabajo, que pueden contribuir o perjudicar a un sólido orden social, jurídico y de servicios (que a menudo coincide con los derechos humanos básicos, como la alimentación, la vivienda, el transporte...). Para eso, es esencial cumplir nuestras tareas diarias con excelencia, llevándolas a cabo con competencia y pasión. ¿Cómo podemos hacerlo? Informándonos y desarrollando una conciencia más profunda de la realidad que nos rodea, sin caer en la trampa de la resignación con el pretexto de que nuestras acciones no tienen ninguna repercusión. Cristo mismo pone como medida de su juicio acciones pequeñas (dar de comer, dar de beber, vestir…) realizadas a personas pequeñas (mis hermanos más pequeños) (cfr. Mt 25,31-46).
Por otra parte, el magisterio eclesial ha reiterado siempre la llamada de los cristianos a participar y asumir responsabilidades en la vida pública. La constatación de que necesitamos una comunidad más amplia debería llevarnos a combinar fuerzas para promover mejor el bien común en comunión con los demás. En este sentido, Jesús nos da el ejemplo del buen samaritano (cfr. Lc 10, 25-37) que, con sus acciones, nos hizo caer en la cuenta de que “la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro”[6].
De todos estos aspectos en su conjunto, surge lo que podemos llamar la dimensión intrínseca del bien común, que significa fundamentalmente vivir bien en comunidad. En otras palabras, no basta con hacer el bien a los demás, sino que hay que querer hacer el bien con los demás. La solidaridad va más allá de la responsabilidad personal en un empeño concreto: conduce al deseo de estar con los demás y trabajar con ellos para ayudarles a alcanzar sus objetivos. La fuerza de esta perspectiva reside en darse cuenta de que el bien común no se refiere sólo a las condiciones, que son sólo externas, sino que sobre esa base y a través de las relaciones se construye el bien individual y social.
La suma de muchos pocos
El simple hecho de ser conscientes de que estamos juntos es en sí mismo un bien, en la medida en que aporta la seguridad de un entorno en el que las insuficiencias y los errores personales encuentran en el otro un apoyo y una ayuda para superarlos. Cuando una comunidad se une ante una catástrofe natural, por ejemplo, para ayudar a salvar a las personas y a su entorno, a pesar del dolor, del sufrimiento o del cansancio, hay una plenitud interior por haber hecho el bien juntos y una profunda gratitud compartida. El reto es conseguir esa misma intensidad en el día a día.
Es algo de lo que seguramente hayamos tenido experiencia, pero no siempre es fácil tener presente el bien que aportan los demás: puede que nuestra tendencia sea la de resolver las cosas por nuestra cuenta, o la de pedir un favor, o hacerlo, llevando siempre la cuenta de debe y haber.
Avanzar hacia el bien común intrínseco, en cambio, requiere una formación que nos permita entrar en la lógica de la gratuidad de las relaciones, de la misericordia y de la comunión. “Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser otros buenos samaritanos que cargan sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos. Como el viajero ocasional de nuestra historia, sólo falta el deseo gratuito, puro y simple de querer ser pueblo, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído [...]. Alimentemos lo bueno y pongámonos al servicio del bien”[7].
Así, gratuidad y gratitud van de la mano: guían nuestra relación con los demás, fundamentándola en nuestra relación con Dios. Una relación de hijos agradecidos y responsables.
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El libro del Génesis revela que el hombre está llamado a ser el guardián y protagonista de la creación, ejerciendo una soberanía compartida porque la ha recibido de Dios, el único soberano. De hecho, lo hemos recibido todo de Él y nunca podremos agradecérselo suficientemente. Sin embargo, lo que está en nuestras manos no es poco: mediante una actitud de aceptación agradecida de los dones divinos, estamos llamados a reconocerlos como tales y a cuidar, desarrollar y enriquecer la creación. Esta actitud de gratitud se extiende a la acogida del otro como don y se traduce en la participación y responsabilidad de cada uno en la edificación del bien común, ya sea en las relaciones cotidianas o en la acción pública, y sobre todo en el hacer el bien con los demás. Es así que el hombre actualiza y realiza su condición de ser social, haciendo brillar los lazos de fraternidad mientras contribuye al florecimiento de los demás.
[1] Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 26.
[2] Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 487.
[3] Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 149.
[4] Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 164.
[5] Francisco, Humana communitas, 6.
[6] Francisco, Videomensaje al TED 2017 de Vancouver (26 abril 2017): L’Osservatore Romano (27 abril 2017), p. 7.
[7]Francisco, Fratelli tutti, 77.