Nací y crecí en Petare (Venezuela), un ambiente bastante difícil y violento. Mi mamá tenía 17 años y mi papá 18 cuando nació mi hermano. Eran muy jóvenes. Recuerdo que siempre recibíamos visitas de servicios sociales en casa, donde los amenazaban diciéndoles que, si no nos daban una mejor calidad de vida o no nos alimentaban bien, nos llevarían a una casa social o algo similar.
Mi papá consiguió un trabajo como obrero y, con el tiempo, fue escalando hasta convertirse en maestro de obras. Decidió independizarse y creó su propia empresa. En algún momento, necesitábamos una computadora para trabajar, la compró y la instaló. Llegaba del colegio, me sentaba y decía: “Voy a aprender a usar esto”. Desde entonces, me encargué de las nóminas: hacía los cheques, los comprobantes de ingresos y los recibos de pago. Trabajé ahí desde los 12 hasta los 16 años.
Hubo un momento en que empezamos a conseguir clientes cuyos proyectos involucraban el uso del inglés. Decidí que quería aprender el idioma. Me esforcé mucho, y un día me llamaron para decirme que me había ganado una beca. Para asistir, debía ir con un representante, pero mis papás, debido a tantas responsabilidades, no podían acompañarme. Una persona en la oficina se ofreció a representarme. En su escritorio vi estampitas de san Josemaría y, por curiosidad, tomé una. La guardé en mi libro de inglés y la llevaba siempre a mis clases.
Mientras estudiaba en el colegio, me inscribí en un curso de criminalística, donde descubrí una materia de derecho que me encantó. Fue ahí cuando decidí que quería ser abogada. En esa época, un sacerdote pasaba por nuestros salones siempre alegre. Un día nos nos habló sobre el sacramento de la confirmación e invitó a inscribirnos. También nos pidieron asistir a un retiro. Nunca antes había estado en un oratorio. La experiencia fue indescriptible, como estar frente a alguien que te escucha y espera tus palabras. Fue algo que marcó el inicio de un cambio en mí, empezó a sacar cosas que me habían pasado.
Poco a poco, empecé a reflexionar sobre muchas cosas, incluso sobre los rencores acumulados por mi infancia y las carencias que había vivido. Un sacerdote me recomendó un librito de San Josemaría que me impactó profundamente, me quedaba pegada reflexionada cada frase. Hice la conexión con la estampita que había cogido hacía años de san Josemaría. Sin embargo, cuando ese sacerdote fue trasladado, dejé de acercarme al oratorio. Mi vida cambió, y ya no era lo mismo.
Un día, mientras mis papás estaban de viaje, mi hermano me llamó insistentemente pidiéndome el carro. Estaba muy molesta, pero se lo dejé. Esa noche me quedé viendo series hasta que me dormí. Al despertar, vi varias llamadas perdidas de mi hermano y mensajes en los que me pedía ayuda. Lo llamé insistentemente, pero no respondía. Empecé a buscarlo en centros policiales y publiqué su foto en mi teléfono. Al final, me dijeron que debía ir a la morgue. Fue ahí donde confirmaron que lo habían encontrado sin vida...
Fue uno de los momentos más difíciles de mi vida, me quería morir. No sabía qué hacer. Llamé al sacerdote, quien me respondió de inmediato y me calmó con sus palabras y oraciones, porque sabía que yo estaba muy nerviosa. Nunca me dejó sola en esos días. Sin embargo, después del entierro, decidí aislarme por completo durante un año.
Con el tiempo, una profesora me sugirió acercarme a un centro del Opus Dei. Aunque al principio no quería, al cabo de un tiempo decidí ir. Ella me habló de un jardín con flores bonitas, explicando que Dios, al verlas tan hermosas, a veces las recoge. Esto me ayudó a entender lo que había pasado con mi hermano y me motivó a participar en las actividades espirituales que me proponía.
Me propuse retomar mi vida: regresé a la universidad, terminé mi carrera y me gradué como abogada. Me especialicé en derecho penal y también me integré como socia en la empresa de mi papá. Actualmente, financio actividades deportivas, especialmente en el béisbol, un deporte que tanto yo como mi hermano mayor amábamos y que ahora mi sobrino, su hijo, también practica con pasión.
Es increíble que nos tengan que pasar cosas malas para que nos acerquemos a Dios. Con el tiempo, comprendí que todo lo que viví tenía un propósito. Ya no uso mi pasado como motivo de rencor, sino como una forma de ayudar a los demás. Mi vida cambió por completo, y estoy segura de que Dios nunca me dejó sola.