Meditaciones: domingo de la 5.ª semana del tiempo ordinario (ciclo B)

Reflexión para meditar el 5.º domingo del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la oración de protesta de Job; a Dios le importa cada persona; un día cualquiera en la vida de Jesús.

- La oración de protesta de Job.

- A Dios le importa cada persona.

- Un día cualquiera en la vida de Jesús.


«AL ACOSTARME pienso: ¿cuándo me levantaré? Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba» (Job 7,4). Sobre Job han caído diversas desgracias: ha perdido a sus hijos y su riqueza; además, está enfermo de lepra, con dolores y síntomas desagradables. Job se lamenta ante Dios y ante sus amigos. Se siente sin esperanza. La vida le parece un esfuerzo inútil, inconsistente y sin valor: lo único positivo que ve es su fugacidad.

Job se encuentra en un hondo bache anímico y espiritual. Al ver lo que le ha ocurrido, comprendemos muy bien su estado. De hecho, quizá a veces nos hemos sentido como él. Posiblemente también hemos encontrado personas así, sobre las que «se abaten pruebas demasiado pesadas, pruebas desproporcionadas respecto a la pequeñez y fragilidad humana»[1]. No sabemos muy bien qué decirles, nos duele el corazón en resonancia con sus pesares y nos gustaría con toda el alma tener unas palabras de consuelo y aliviar su peso. No queremos ser como los amigos de Job, que pretendían ayudarle pero que, más que confortar, herían.

Es el Señor mismo quien, al final del libro, consolará con ternura a Job. Alabará su fe y su perseverancia en la oración, también cuando, en medio del dolor, protestó filialmente con un diálogo sincero y confiado, lleno de autenticidad. «La protesta es una forma de oración, cuando se hace así. Cuando los niños protestan contra los padres, es una forma de llamar su atención y pedir que les cuiden. Si tú tienes en el corazón alguna llaga, algún dolor y quieres protestar, protesta también contra Dios, Dios te escucha, Dios es Padre, Dios no se asusta de nuestra oración de protesta, ¡no! Dios entiende. Pero sé libre, sé libre en tu oración, ¡no encarceles tu oración en los esquemas preconcebidos! La oración debe ser así, espontánea, como esa de un hijo con el padre, que le dice todo lo que le viene a la boca porque sabe que el padre lo entiende»[2]. Podemos aprender de Job, y de tantas personas que también hoy se parecen a él, de la firmeza de su fe y de su sinceridad con Dios, que le permitió experimentar la fuerza de la misericordia divina en situaciones especialmente difíciles en sus vidas.


EL SALMO invita a alabar al Señor, porque ayuda a su pueblo y «sana los corazones destrozados, venda sus heridas» (Sal 146,3). Dios nos quiere con ese cariño tan personal: le importa lo más íntimo de nosotros mismos, nuestro corazón. Sabemos que no es alguien lejano y que no gobierna el universo solo en líneas generales, ni echándolo a andar en un principio y desentendiéndose luego, sino que «cuenta el número de las estrellas y llama a cada una por su nombre» (Sal 146,4). Y mucho más que a los astros, nos conoce por nuestro nombre y está pendiente de las acciones de cada uno de nosotros. «¿No te da alegría esa certeza, segura, de que Dios se interesa hasta de las más pequeñas cosas de sus criaturas?»[3], comentaba san Josemaría.

«Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida. El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados» (Sal 146,5-6). Podemos llenarnos de agradecimiento al considerar cómo Dios pone su omnipotencia al servicio de los pequeños, de los humildes, de quienes pasan por la historia inadvertidos, aparentemente irrelevantes. Esta es la carta de presentación del Señor, que nos ofrece una clave para interpretar de modo novedoso la realidad en que nos encontramos: a Dios le importa cada persona, con predilección por las más pequeñas y humildes.

San Pablo, en la segunda lectura, no hace sino recordarnos que, si queremos ser de Cristo, si pretendemos vivir como auténticos hijos de Dios, estamos llamados a imitar la misericordia que el Señor nos regala continuamente a cada uno de nosotros, poniéndose a nuestro servicio: «Siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles. Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos» (1Cor 9,19.22). Podemos renovar el deseo de que nuestra vida sea así: una donación, un servicio continuado a cada persona que consista en comprenderla a fondo, en fomentar lo que une, en ofrecer una amistad sincera que, unida a la caridad, sea realmente «luz divina que da calor»[4].


EN EL EVANGELIO de este domingo, encontramos a Jesús de nuevo en Cafarnaún. Esta localidad, en la ribera del Mar de Genesaret, fue relevante en la vida del Maestro, que la eligió para residir en ella durante largas temporadas: aparte de Jerusalén, ninguna ciudad reúne tantos recuerdos del paso del Señor por la tierra. Por eso, es muy probable que la escena que nos describe san Marcos corresponda a un día normal de la vida de Cristo, en la que lo ordinario y lo extraordinario se presentan en un marco de cotidianidad, como para manifestarnos en qué consistía el trabajo diario del Señor.

Jesús sale de la sinagoga, va a casa de Pedro y allí se encuentra con su suegra, que padece de fiebre. El Señor le tiende la mano y la cura. Al anochecer, viene el momento de las multitudes: le llevan todos los enfermos y endemoniados, la población entera se agolpa a la puerta, y Jesús realiza una gran cantidad de curaciones y expulsa muchos demonios. Vemos al Señor cercano y disponible para acoger todo el dolor físico y moral que le presentan, para servir a los enfermos y a quienes viven en poder del demonio. No se reserva, se hace accesible a todos y a todos dispensa su amor. Al día siguiente, muy de mañana, Jesús va a un lugar solitario y pasa largo tiempo en oración, hasta que los discípulos le encuentran y le hablan de las multitudes que le están buscando. Es hora de volver al trabajo. El Señor no solo lo acepta, sino que desea aumentarlo, como si en el tiempo que ha pasado en diálogo con el Padre se hubiera agrandado aún más su corazón: propone ir no solo a Cafarnaún, sino también a las aldeas cercanas, y «así recorrió toda Galilea» (Mc 1,39), concluye el evangelio.

«Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento –sugería el fundador del Opus Dei–. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos»[5]. Contemplando estas escenas de la vida de Cristo, podemos aprender a ser sensibles como él a los dolores pequeños y grandes de los demás, también de personas a las que quizá conocemos menos; a servir a todos con generosidad, superando la comodidad; a fundamentar todo nuestro día de trabajo y dedicación a las personas en la oración; a no poner límites al amor que el Señor ha derramado en nuestros corazones. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a convertir en parte de nuestra vida cotidiana estas enseñanzas.


[1] Francisco, Audiencia, 18-V-2022.

[2] Ibíd.

[3] San Josemaría, Forja, n. 619.

[4] San Josemaría, Forja, n. 565.

[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 216.